Espejos de popularidad

Ante el próximo 20-N dos datos ganan entidad sobre la mesa del analista político. Primero, Rodríguez Zapatero será el único presidente de la democracia española que ha volatilizado por completo su popularidad. Segundo, las encuestas apuntan que quienes le votaron se están desvinculando de su adscripción partidista: casi uno de cada cuatro votantes socialistas ha decidido cambiar de opción, de los cuales la mitad se pasa al PP, un cuarto a la abstención y el resto a IU, UPyD y otros partidos minoritarios.

Estos datos propician la reflexión sobre qué es lo que de verdad hace popular a un gobierno. En la segunda mitad del pasado siglo, el gran politólogo Dick Neustadt, fundador de la Kennedy School of Government de Harvard y asesor de Truman, Kennedy y Clinton, avisaba de que la «presidencia moderna» empezaba a depender de la capacidad de persuasión: «El poder —dijo— está en relación con el prestigio y la reputación que tenga el presidente».
Una de las derivas de este planteamiento fue el desarrollo de habilidades comunicativas con las que extender los mensajes y ganar la simpatía del votante. Fuimos espectadores de la magia de Kennedy, de los magníficos guiones de Reagan o de la complicidad y cercanía de los discursos de Clinton. Las presidencias, además, desarrollaron todo un aparato con sofisticadas técnicas para evaluar regularmente el rendimiento que en la opinión pública tenían estas actuaciones.
Pero la lección de Neustadt implicaba una segunda parte que algunos presidentes parecen haber ignorado: hay que saber analizar la popularidad, pues ésta puede producir espejismos y ocultar lo que realmente es importante para una sólida y duradera reputación.

Los estudios de popularidad llevados a cabo en democracias occidentales nos permiten interpretar mejor lo que está sucediendo en España. Muestran que la popularidad de los gobiernos sigue unas ciertas pautas comunes a las legislaturas: los gobiernos de nuestro entorno suelen empezar con elevada popularidad (quizá por el áurea que rodea a todo vencedor), atraviesan después un declive (los problemas de gestión erosionan), para luego recuperar a medida que se acerca la siguiente cita electoral.

Así son las curvas de popularidad de los presidentes de Gobierno en España. Pero hay matices importantes. No todos los presidentes empezaron con igual popularidad ni cosechan la misma media; unos entran en declive antes y otros después; unos recuperan temprano y otros más tarde; y unos recobran todo y otros menos… Por ejemplo, Felipe González tardó en bajar, y es el presidente que alcanzó la cota más alta, y además en varias legislaturas, pero también obtuvo una media de suspenso en su última legislatura. José María Aznar es el que empezó más abajo, pero también el único que terminó con una popularidad mayor que con la que comenzó, en su primera legislatura; y su media nunca fue de suspenso. El caso de José Luis Rodríguez Zapatero es ciertamente singular: es el que empieza más arriba, pero también el que termina más abajo; es el único que inicia la caída muy pronto, el único que no remonta, en su segunda legislatura, y es, en fin, el presidente cuya popularidad se dibuja en una línea de continuado declive.

Hay aquí un claro aviso de que los ciudadanos están cambiando su manera de juzgar la política. ¿En qué piensa el votante cuando se le pide que ponga nota a su gobierno? ¿En la seguridad de las calles, en el estado de las carreteras, en su bienestar, en el bolsillo o en la sonrisa del presidente? Depende. Los estudios concluyen que la popularidad de los gobiernos es multicausal y contingente. Y muestran que, hasta ahora, ha predominado un componente partidista: quien era de izquierdas valoraba bien a su presidente de izquierdas, hiciera lo que hiciese; y lo mismo sucedía con quien era de derechas. Sin embargo, la crisis económica está modificando esta tendencia. Al evaluar, los votantes se están guiando cada vez más por las consecuencias que los gobiernos tienen en sus vidas: la factura de la luz, la hipoteca, el colegio de los hijos, la calidad de los transportes…

El análisis de una evaluación reciente sobre lo que el español dice de las políticas públicas manifiesta que el votante ahora premia y castiga mucho más. Al evaluar al presidente le influye, como era de esperar, el empleo y la política económica; pero le influye también la política sanitaria, la política exterior o la educación. En estas políticas centrales no sólo votantes populares sino también socialistas llevan años otorgando una mala nota al presidente que eligieron. Curiosamente, lo que el ciudadano piensa de las políticas de igualdad o de los derechos de los ciudadanos, a las que Rodríguez Zapatero ha prestado gran atención en sus mensajes, apenas influye cuando se pone nota al presidente.

Las consecuencias de la popularidad en el voto se podrán precisar mejor tras el 20-N. Pero parece que continuará la tendencia iniciada el 22-M: en las legislaturas autonómicas 2007-2011 porcentajes importantes de votantes socialistas hicieron juicios positivos de la gestión de gobiernos del Partido Popular, juicios de los que derivaron el voto a favor de éste o el paso a la abstención. Casi dos millones han cambiado de opción, un dato que refleja que la democracia española va asentando la alternancia.

Este dato entraña algo de buena noticia. Abona la tesis de quienes pensamos que es difícil que haya buena comunicación si no hay también buena gestión. Cegado por unos iniciales datos elevados de popularidad, Rodríguez Zapatero pareció creer que comunicar en política es distribuir gestos simbólicos, prestó más atención al relato que a los hechos y se olvidó que el ciudadano también recibe mensaje a través de la realidad que experimenta.

Por eso, «no ha sido sólo la economía, imbécil», reutilizando la célebre expresión de James Carville, asesor de Clinton. La ausencia de visión y proyecto de Estado explica los resultados con que ahora llegamos a término, una vaciedad que ha provocado la crítica reacción ciudadana hacia un gobierno que ha cifrado su comunicación en el sistemático envío de mensajes contradictorios con la realidad.

De aquí se desprenden también los deberes para quienes tengan que dirigir naciones en medio de turbulencias. La crisis económica está obligando a los gobiernos a emplearse a fondo en la gestión (y no confiar en la adscripción partidista de quienes les voten). El ciudadano, a quien ya no le interesa tanto la simpatía del líder, quiere resolución de problemas, aún cuando ésta le exija sacrificios.

Este nuevo escenario obliga también a acertar con la comunicación: a elaborar mensajes que no confundan; a generar expectativas cercanas a lo viable (de forma que el votante sepa lo que puede y debe exigir); a prepararse para los imprevistos; a tomar frecuentemente la temperatura de las tendencias de opinión y a revisar los organigramas para garantizar la coherencia. Asimismo, la situación actual exige escuchar activa y pasivamente lo que sucede en la Red, superar el ritmo obsoleto en que las redes sociales están dejando a los gabinetes de prensa de los ministerios y, en fin, a tener un planteamiento de la comunicación que pase por unir símbolo y acción, relato y gestión. Lo pide el votante, que por fortuna muestra criterio y capacidad de evaluación.

Por María José Canel, catedrática de Comunicación Política, Universidad Complutense de Madrid.

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