Esperando a Francisco

Cuando Jorge Mario Bergoglio arribe mañana a La Habana habrá sido el tercer papa en visitar Cuba en menos de 20 años. En 1998, lo hizo Juan Pablo II, y en 2011 Benedicto XVI. Una frecuencia de visitas papales que sólo sería comparable con las que han tenido lugar, en las dos últimas décadas, en Brasil y México, los países que concentran la mayor cantidad de católicos del hemisferio. ¿Por qué tantos viajes del Sumo Pontífice a una isla del Caribe, gobernada por un Partido Comunista, donde ni siquiera el 45% de la población se define como católico y donde una minoría es católica practicante?

Los medios cubanos, oficiales o no, ofrecerán por estos días múltiples explicaciones: desde las engoladas pastorales que exagerarán el catolicismo cultural de los cubanos hasta las chatamente políticas, en las que unos y otros convergerán en que Francisco viaja a Cuba a “apuntalar la tiranía de los Castro”. Bien pensados el Vaticano como un Estado del siglo XXI, que se encomienda a la doctrina neorrealista de las relaciones internacionales, y Francisco como un pontífice cuya prioridad es la reconexión de la Iglesia con las nuevas generaciones globales, los motivos de Roma parecen ser más ambiciosos.

La Iglesia católica ha logrado consolidarse en las dos últimas décadas como la principal institución de la sociedad civil cubana. Un logro que no hubiera sido posible sin una interlocución y un pacto con el Gobierno, que han reportado ventajas mutuas. El catolicismo se ha recuperado ligeramente en la isla, luego de tres décadas de ideología oficial atea, y el Gobierno ha podido contar con un aliado inesperado en la compensación espiritual de una ciudadanía inconforme. La diplomacia vaticana ha invertido buena parte de su experiencia y recursos en la realización de una máxima de Juan Pablo II: “Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba”.

Siendo arzobispo de Buenos Aires, el actual papa Francisco siguió de cerca aquel viaje de Wojtyla en 1998 y hasta escribió el folleto Diálogos entre Juan Pablo II y Fidel Castro (1998). Allí sostenía que en sus homilías y misas en Cuba el Papa había cumplido una misión evangélica y, a la vez, había hecho una defensa de la doctrina social de la Iglesia, exponiendo hábilmente sus discordancias con la ideología oficial y el sistema político cubano con un discurso persuasivo. Según Bergoglio, sólo así podían removerse los obstáculos que ese sistema y esa ideología interponían a la “dignidad trascendente de la persona humana”.

A pesar de la esencial contradicción entre el régimen de la isla y la filosofía cristiana de la persona humana, Juan Pablo II había afirmado con su visita el poder del diálogo como medio para alcanzar aquella doble apertura. El entonces arzobispo de Buenos Aires lo interpretó como una perfecta transacción diplomática: si Castro buscaba la remoción del embargo y la integración de la isla a la comunidad internacional, había que tomarle la palabra, ayudarlo a conseguir ese objetivo y, a cambio, persuadirlo para que flexibilizara el acceso a derechos civiles y políticos y facilitara el crecimiento de la Iglesia en Cuba.

En los años que siguieron a la visita de Juan Pablo II, la transacción no tuvo lugar. De hecho, con el acoso contra el Movimiento Cristiano de Liberación de Oswaldo Payá y su Proyecto Varela, la reforma constitucional de 2002, que decretó el “socialismo irrevocable”, los encarcelamientos masivos de la primavera de 2003 y el aumento de la represión en la última década, la posibilidad de un intercambio diplomático entre embargo y democracia se volvió más remota. En los tres últimos años, coincidiendo con la renuncia de Benedicto XVI y la elección de Francisco, aquella idea de una integración como incentivo para la democratización vuelve a manejarse.

¿Qué han logrado La Habana y Roma con la nueva interlocución? El Gobierno de Raúl Castro ha conseguido que la normalización de los vínculos de la isla con la comunidad internacional entre en una fase irreversible. La Iglesia ha consolidado una presencia en la sociedad civil que, sin embargo, no se traduce en crecimiento de la ciudadanía católica. Tras la leve recuperación del catolicismo cubano en los años previos y posteriores a la visita de Juan Pablo II, ha sobrevenido un estancamiento que, ligado a la emigración de sacerdotes y laicos y a las divisiones dentro del episcopado, en relación con la actitud a seguir frente al Gobierno de Raúl Castro, forma parte de los saldos negativos de la negociación.

Como todo diálogo, el sostenido por el Gobierno cubano y la Iglesia católica ha dejado sus damnificados, especialmente entre la parte del exilio y la oposición que se opone a la integración de la isla a la comunidad internacional. Al desconfiar de que dicha integración favorezca la democratización del país, algunos opositores y exiliados asumen a la Iglesia como cómplice del régimen, sin advertir que hay diferencias dentro del episcopado o entre el arzobispado de La Habana y, en especial, el cardenal Jaime Ortega y el resto de los obispos. Suponer que el objetivo de Roma es perpetuar la dictadura cubana es desconocer la premisa realista de las relaciones internacionales y, a la vez, facilitar la neutralización oficial del mensaje vaticano.

Además de oficiar misas en La Habana, Holguín y el Cobre, en las que cuestionará la persistencia del embargo y la ausencia de democracia en Cuba, Francisco deberá lidiar con las demandas del episcopado cubano. Al igual que en otras jerarquías eclesiásticas de América Latina, de tendencia conservadora, las iniciativas de Roma, en el contexto de la renovación moral impulsada por Francisco, no siempre son recibidas con entusiasmo en el clero cubano. No hemos leído cartas pastorales de los obispos de la isla a favor de la encíclica Laudatio si, sobre el calentamiento global y el deterioro del medio ambiente, o sobre las posiciones de Francisco en torno a la comunidad homosexual, el divorcio o el aborto.

En una moral pública liberal, como la cubana, el giro doctrinal de Francisco gana apoyo. Dado que ese desplazamiento no abandona la tradicional apuesta de Roma por la democracia y el respeto irrestricto a los derechos humanos, desde el Concilio Vaticano II (1965), las posiciones públicas del Papa también inquietan a los sectores más ortodoxos del Partido Comunista y del Gobierno de Raúl Castro. En el próximo periplo de Francisco por la isla constataremos esa tangible popularidad y advertiremos las formas sutiles, pero firmes, que adopta la crítica del Sumo Pontífice a la represión de opositores pacíficos.

Francisco llega a una Cuba envuelta en las expectativas de la nueva relación con Estados Unidos y de los anunciados indultos a miles de presos. Pero el Papa y la diplomacia vaticanas arriban también a la isla con la inquietud de que la fe católica no ha crecido lo suficiente, a pesar del buen clima con el Gobierno. De la efectividad de las demandas que Roma plantee al régimen depende el respaldo del episcopado a esa diplomacia y el éxito de la misión evangélica de Francisco. La ciudadanía de la isla y la comunidad internacional esperan a un papa que respalde, a la vez, la normalidad diplomática y la democratización política.

Rafael Rojas es historiador.

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