Esperando a los bárbaros

Desde los meses posteriores al inicio de la pandemia empezaron a proliferar las noticias sobre la tendencia a trasladarse de la ciudad al campo. El fenómeno, al parecer, ha triunfado en casi todos los países occidentales. No hace mucho, The New York Times publicaba un artículo en el que analizaba la huida hacia el Valle del Hudson de los neoyorquinos de rentas altas.

Este éxodo de los habitantes pudientes de las grandes urbes recuerda a aquel otro protagonizado por los ciudadanos adinerados del Imperio Romano a partir del siglo II. Los historiadores, de hecho, consideran este hecho como uno de los primeros signos de decadencia de una civilización cuyo modelo económico estaba colapsando porque había basado su consumismo extremo en el trabajo esclavo y la anexión de nuevos territorios, pero ya le era imposible expandirse más.

Quizá nuestro éxodo particular no sea un indicio de crisis, no obstante. A juzgar por la información que se da sobre este nuevo hábito, sería más bien todo lo contrario. Sea cual sea la fuente, desde portales inmobiliarios y colectivos ecologistas hasta los continuos artículos y reportajes que ofrecen testimonios de personas que están saliendo de los núcleos superpoblados, todos coinciden en las virtudes de un modelo de residencia más respetuoso con los humanos y el medio ambiente. Se hace hincapié en la superior “calidad de vida”: bajada del nivel de estrés y mejora de la salud en general por causa de una menor contaminación y la posibilidad de realizar actividades al aire libre, más espacio habitable por menor o igual precio, la posibilidad de tener jardín e incluso terreno propio, además del acceso a una vivienda sostenible. En definitiva, esta “vuelta” al campo no tendría más que ventajas.

Pero enseguida salta a la vista que en esta defensa falta algo: todos aquellos aspectos relacionados con la socialización o la comunidad han desaparecido. El modelo que se nos dibuja es el de la vivienda aislada, eso sí, en un bonito entorno, y con una buena conexión a Internet. En la nueva vida ideal cada uno estaría en su casa, trabajando desde su ordenador y comprando por Amazon, a buena distancia de los demás. Poco o nada se menciona acerca de las relaciones con los otros o la participación política. Es el mundo del capitalismo individualista en su máxima expresión.

Por otro lado, no dejan de tener su gracia las similitudes de esta propuesta con la retórica de los hippies californianos, que, partiendo de una similar noción de autonomía y retorno a la naturaleza, acabaron sembrando las semillas de las grandes empresas tecnológicas de Silicon Valley, las más beneficiadas, por cierto, de esta vuelta al campo.

Se podría pensar que hay, al menos, una parte de esa población que se traslada a zonas rurales que se mueve por un ideal más evolucionado y realmente ecológico: autosuficiencia, autoconsumo y vivienda autónoma. Para implementar estos objetivos hace falta una gran laboriosidad, esforzarse en los conocimientos que exigen la autoconstrucción, el mantenimiento del huerto, etcétera, y luego ponerse manos a la obra. No parece que la socialización sea tampoco una prioridad.

En el fondo, las dos versiones de esta huida encarnan a la perfección el mito robinsoniano: Robinson trabaja sin descanso para procurarse de manera aislada todo lo que necesita del entorno sin permitirse un segundo de ocio. Cumple así con el mandato calvinista, es decir, con la ética protestante extrema que no es otra que la ética del capitalismo, como bien sabemos desde los estudios de Marx, o Lukács respecto del relato del Robinson.

Decía Marx en los Grundisse: “El cazador o el pescador solos y aislados, con los que comienzan Smith y Ricardo, pertenecen a las imaginaciones desprovistas de fantasía que produjeron las robinsonadas del siglo XVIII”. Y añadía que lo que él denominaba “naturalismo”, y que estaba presente en el pensamiento asociado a todas las versiones de Robinson, no expresaba “una simple reacción contra el exceso de refinamiento o un retorno a una malentendida vida natural”, sino que constituía una anticipación de la sociedad burguesa en la que el individuo aparece como desprovisto de vinculación con algún “conglomerado humano determinado”.

Da la impresión de que esta vuelta a los entornos rurales, que se vende como idílica, podría ser síntoma de un nuevo paso en la dirección de un capitalismo todavía más individualista y aniquilante de lo poco que queda del cuerpo político.

Algunos autores, entre otros el politólogo Eric Schnurer, defienden que los problemas de Roma no empezaron con la decadencia del siglo II, sino con la crisis de la República tres siglos atrás. La desigualdad creciente en aquel momento, la avaricia de las élites y la pérdida de la noción de bien común habrían desencadenado la espiral de violencia y la subsecuente guerra civil que desembocaron en la tiranía imperial. Cuando los visigodos invadieron Roma en el año 410 sus habitantes, que llevaban tiempo pasando hambre, los recibieron con los brazos abiertos esperando que trajeran comida. ¿Y si, sin darnos cuenta, lleváramos ya largo tiempo abriendo la puerta a los bárbaros?

Pilar Fraile es escritora. Su última novela es Días de euforia (Alianza).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *