Esperando a Treguot

Pedro J. Ramírez, director de EL MUNDO (EL MUNDO, 04/12/05).

Estimulado por las altas autoridades académicas europeas que, al clavar en mis carnes las inmisericordes espuelas del halago, acaban de encomendarme continuar luchando contra el «nihilismo político, filosófico e intelectual» que, en su opinión, se cierne sobre España, el pasado fin de semana decidí dejarme de pamplinas y acudir a la última guarida de la bestia con el propósito de mirar fijamente a sus ojos.

Esa guarida es una sala de teatro independiente situada algo más allá de la glorieta de Cuatro Caminos. Tiene apenas 100 butacas, dispuestas a ambos lados del espacio escénico, y en ella la Compañía Réplika representa con la impecable pulcritud de los mejores montajes off Broadway -encima, en el descanso, te regalan mandarinas- el texto seminal del teatro del absurdo, la epopeya de la banalidad de la condición humana, el canto supremo a la falta de sentido de la existencia y a la inutilidad de la esperanza en la redención.

Cuando a las primeras de cambio Vladimiro nos presenta jovialmente a Estragón -«He aquí al hombre íntegro arremetiendo contra su calzado, cuando el culpable es el pie»- los mecanismos de la empatía empiezan a acercarnos a esas dos buenas personas cargadas de nobles propósitos que, sin embargo, no pueden moverse del lugar en el que están. «¿Por qué?». «Porque esperamos a Godot».

A medida que el uno dice impaciente: «Ya debería de estar aquí», y que el otro replica cauto: «No aseguró que vendría»; a medida que el uno inquiere con inquietud: «¿Y si no viene?», y el otro repone con resignación: «Volveremos mañana», nos vamos dando cuenta de que esos dos tipos, como Quijote y Sancho, como Hamlet y Falstaff, somos en realidad todos nosotros.

Pero, puestos a especificar, yo me fijo en el enjuto, bienhumorado y sonriente Vladimiro y lo veo rodeado de un aura que me resulta familiar. Sobre todo cuando explica que tiene «curiosidad por saber qué va a decirnos Godot» porque «sea lo que sea, no nos compromete a nada». O cuando enseguida admite que la espera le ha llevado a adoptar «el papel del suplicante». O cuando repite ante su propio oído: «Podemos aguardar pacientemente, no tenemos por qué inquietarnos, mañana todo irá mejor, ya pensaremos algo ».Entonces voy y me digo a mí mismo -lo siento, no lo puedo evitar-: ¡Anda, pero si este es Zapatero!

¿Y a quién puede recordarme su también seráfico colega, ese tipo tirando a gordinflón que le pregunta alarmado si «ya no tenemos derechos»? Ese hombre inseguro que necesita que su guía y amigo le tranquilice, que su guía y amigo le garantice que si no se mueven no es porque estén «atados» sino, simplemente, porque, aunque podrían, no quieren irse a ningún sitio ya que prefieren esperar Pues está claro: Estragón es Gregorio Peces-Barba.

«¿A Godot? ¿Atados a Godot? ¡Qué idea! ¡De ningún modo!», protesta Vladimiro con mejor sonrisa profidén que la que el presidente exhibió el jueves en Antena 3. Pero su maléfico creador irlandés le hace añadir tras una pausa: « Todavía no».

Retomando el hilván platónico de la semana pasada, lo que Samuel Beckett ha empezado a decirnos aquí es que la mayoría de los subyugados tienden a no reconocer su condición, que el «¡vivan las caenas!» se trenza a base de la rutina de la repetición y el imán del autoengaño.

El presidente nos ha dicho una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez veces que espera que ETA declare una tregua. Y Gregorio Peces-Barba, su Alto Comisionado para las Víctimas del Terrorismo, nos ha repetido otras tantas que debemos estar preparados para ello. Bien: nosotros les concedemos el beneficio de la duda e incluso alabamos su esperanza. Como la de Vladimiro y Estragón cada vez que nos dicen que «Godot vendrá mañana».

Pero quien entra en escena es un señor tiránico y altanero que, blandiendo un látigo, lleva atado de una cuerda a un infelice de espaldas corvadas que, cargado de todos sus bártulos, derrengado ya por años de servidumbre, continúa siendo su dócil lacayo.El amo se llama Pozzo y el criado Lucky. Vladimiro y Estragón confunden a Pozzo con Godot. A Pozzo le indigna que le confundan con Godot como al PNV le indigna que le confundan con ETA, pero Pozzo se aprovecha de que le confundan con Godot como el PNV se aprovecha de que le confundan con ETA. Y el pobre Lucky, como un socialista de los de Patxi López, Odón Elorza o Eguiguren, termina reconociendo que en el fondo le gusta hacer de portamaletas de su amo nacionalista.

Pero Lucky representa también a todos los oprimidos por el canon dominante y muy especialmente a las víctimas de la violencia ejercida en su nombre. Estragón hace un ademán de protegerle, pero enseguida se empeña en que cante y baile al son que él quiere tocar. Su asombro e indignación cuando Lucky se revuelve y le da una patada equivalen a los del Alto Comisionado cuando se presenta nada menos que como víctima de la Asociación de Víctimas.Y es que a Peces-Barba le pasa lo mismo que a Estragón: culpa a la bota que le han calzado de las meteduras de pata de su propio pie.

El primer acto concluye con la llegada de un mensajero -un Otegi, un Díez Usabiaga como otro cualquiera- al que Vladimiro identifica enseguida con Godot. Tras someterle a un ansioso interrogatorio logra que al fin desembuche su recado: «El señor Godot me manda deciros que no vendrá esta noche, pero que mañana seguramente lo hará». ¿Y qué le contestan ellos? «Dile Dile que nos has visto. Nos has visto bien, ¿verdad?».

O sea que la cruel deidad que se resiste a manifestarse, tan mitificada por la espera como hoy lo está siendo ETA -¡hasta por una resolución parlamentaria, oxidada ya por el moho de los meses!-, debe saber que ellos siguen estando donde estaban, que tarde lo que tarde siempre continuarán esperándola. «¿Vamos, pues?», le pregunta Estragón a Vladimiro. «Vayamos», le responde Vladimiro a Estragón. Pero la acotación de Beckett que antecede al telón dice literalmente que «no se mueven».

Es en el segundo acto cuando empezamos a darnos cuenta de que ese obcecado empecinamiento en la espera del Mesías no deja de tener consecuencias amargas. El tiránico Pozzo pierde la vista y los suyos son ya arbitrarios palos de ciego. La mudez de Lucky se vuelve tan extrema -¡pobres defensores de la Constitución en el País Vasco!- que ya «ni siquiera puede gemir». Entonces Vladimiro le pide a Estragón que le hable de «cualquier cosa», con la misma mezcla de inquietud y ansiedad con que Zapatero le pidió a su asesor de política exterior que cerrara «como sea» un texto para la Cumbre de Barcelona, o -para ser más exactos- con la misma mezcla de desparpajo e indiferencia con que les pidió a Artur Mas y Maragall que le enviaran «como sea» un proyecto de Estatuto de Cataluña al Congreso de los Diputados.

«Lo cierto -admite el propio Vladimiro- es que el tiempo, en semejantes condiciones, transcurre despacio y nos impulsa a llenarlo con manejos que, cómo decirlo, a primera vista pueden parecer razonables y a los cuales estamos acostumbrados ». González lo explicaba muy bien, citando aquello del «gato blanco, gato negro, qué más da » de Deng Xiao Ping.

Pero el politiqueo no basta para mantener el orden y la compostura cuando todo se fía a la llegada de Godot y Godot no termina de llegar. Pronto la escena es un caos de personajes retorciéndose en el suelo, intercambiando patadas e insultos todo rezuma agresividad e incertidumbre.

Es cierto que ni siquiera a Beckett se le ocurrió que Vladimiro interpelara de repente a los críticos teatrales para llamarles «exagerados» por su forma de describir lo que ocurre en escena, pero, a estas alturas de la acción dramática, parece llegado el momento de preguntarle al presidente: ¿Qué se fizo del talante del principio de la legislatura? ¿Do quedaron aquellos días en los que vuecencia escuchaba con atenta benevolencia Las Mañanas de la Cope y el único comentario peyorativo que brotaba de sus labios era: «Jo, este tío está como las maracas de Machín»? ¿No habíamos quedado en que, a diferencia de lo ocurrido hace diez años y siguiendo la doctrina Barroso, de la que nunca dejaré de ser entusiasta adepto, esta vez sólo íbamos a «matarnos» los unos a los otros «a besos»? ¿Qué pasa, que lo que servía con seis o siete puntos de ventaja en las encuestas ha dejado de regir apenas ha comenzado la cuesta abajo?

Que ni el presidente ni ningún miembro de su partido hayan condenado las miserables agresiones de sus socios a la emisora y al gran periodista que ya tanto les irritan -como tampoco condenaron este verano el ataque a mi domicilio- o que asistan impasibles al juego sucio contra Zaplana de un Montilla imbuido del canibalismo rencoroso de los tímidos, son puntos de no retorno que auguran nuevos abismos de infamia. Claro que Zapatero siempre encontrará un tropel de corifeos que, mientras todo se descompone cual si se tratara de la representación sinfónica de una tempestad en el océano, exclamarán como Estragón: «Estamos contentos ¡Qué bien se vive en el suelo!».

Desde que el 14 de enero recibió la primera carta de Otegi y eso le hizo cambiar sobre la marcha el guión del encuentro con Rajoy, inicialmente destinado a remolcar la legislatura hacia la calma chicha del Mar de los Sargazos, Zapatero quedó obsesionado por un único objetivo al que viene sacrificando casi todos sus demás anhelos. Por eso le oigo decir a dúo con Vladimiro: «Hemos acudido a la cita, eso es todo. No somos santos, pero hemos acudido a la cita. ¿Cuántas personas podrían decir lo mismo?».

Desde luego ninguno de sus antecesores en La Moncloa, porque todos accedieron a sentarse con ETA, pero ninguno se dedicó a esperarla. Ya pueden los nacionalistas ponerle a Acebes un pleito o montarle un auto de fe, pero si el presidente no estuviera seguro de la inminente llegada de Godot la alfombra roja del Estatuto catalán no habría sido ni tan larga ni tan ancha.

En el texto de presentación del terso montaje que sin duda pilotará con éxito durante este inminente 2006 -año del centenario de Beckett- el polaco afincado largo tiempo en España Jaroslaw Bielski, director de la Compañía Réplika y cabal hombre de teatro donde los haya, ha puesto por escrito lo evidente: «Creamos a nuestro Godot, que nunca va a venir, y nos atamos a él como Lucky a su amo Pozzo. Le tenemos miedo, le veneramos, no queremos que nos abandone, nos humillamos, doblamos hasta renunciar a nuestra esencia sólo para apaciguar nuestro miedo por el futuro y no sentirnos abandonados en un vacío existencial».

La función concluye con nuevos recados del mensajero, pero no ya sin que Godot llegue, sino sin que tan siquiera sepamos qué es lo que esperaban Vladimiro y Estragón que les trajera. Lo único que queda claro es su disyuntiva final. «Nos ahorcaremos mañana, a menos que venga Godot», anuncia el flaco. «¿Y si viene?», pregunta el gordito. «Entonces nos habremos salvado».

En el caso de Zapatero y su escudero sí que sabemos lo que aguardan: el definitivo final del terrorismo sin pagar un precio político por ello. Al servicio de esa quimera se tragan, en efecto, carros y carretas, se soslaya la legalidad y se empieza a desmontar todo el mecano del Estado constitucional. «Si los vascos nos ponemos de acuerdo, no habrá muros de contención», declama dócil el pobre Lucky López en uno de los contados momentos en que -encorvando aún más la testuz- su master and commander le permite balbucear algo.

Puesto que, efectivamente, es obvio que si después de montar todo este pifostio -y lo que aún nos queda por ver- el bendito advenimiento no llega nunca a producirse, el único monumento que la posteridad podrá dedicar a este presidente será el Arbol del Ahorcado, es hora ya de terminar la perorata contestando a una pregunta tan simple como el to be or not to be: ¿vendrá o no vendrá?

Y en este momento es cuando yo digo, aguantando el envite cuanto haga falta, que será la ética de la realidad, y no el teatro del absurdo, la que podrá darnos la respuesta. Todo aquel que tenga la suficiente integridad para no hacerse trampas en el solitario sabe que ETA no se va a hacer vegetariana de la noche a la mañana y menos aún gratis. No se lo permitirían ni sus pistoleros, ni sus extorsionadores, ni sus presos, ni sus abogados, ni sus ideólogos, ni su lumpen, ni sus patriarcas, ni sus alevines, ni su historia, ni su naturaleza.

Con toda franqueza, pues: ETA declarará cualquier trimestre de estos una nueva tregua que muchos interpretarán como una nueva trampa y el presidente como una oportunidad histórica; pero los hechos demostrarán que el anhelado señor Treguot, rendido y desarmado a lomos de una borriquilla, con su rama de olivo en la boca y los bolsillos vueltos del revés, ése no llegará jamás.