Esperando a Tsipras

Todo el mundo espera a Alexis Tsipras. En la calle, con curiosidad y simpatía, pero también con reserva y prudencia. En los despachos, la cosa cambia: hay más inquietud y desazón, incluso algo de pánico. Pasa en Atenas, pero también en París, Madrid o Bruselas. Y todo ello sin aguardar los resultados que arrojarán las urnas en la siempre imprevisible Grecia la noche del próximo domingo. De momento, como si se tratara de una tragedia clásica, el país vive sumido en el fondo más oscuro de un pozo en el que solo hay hambre, miseria, podredumbre, ineficacia y corrupción. Mucha corrupción. Hacía tiempo que la Europa oficial no se preparaba con tanta expectación para acoger en su seno a un nuevo partido. Un imprescindible Deus ex machina. Una formación que es, en parte, hija de la inhumana política de ajustes implantada por la canciller Merkel. Esta es la gran paradoja: si se cumplen todos los pronósticos, Syriza ganará las elecciones griegas como respuesta a la troika, a la burocracia comunitaria, al bipartidismo histórico y al sistema financiero, después de que la crisis económica que ha azotado a Europa occidental y, de una manera muy especial, el sur del Viejo Continente haya tenido consecuencias dramáticas para el país heleno. Su PIB ha caído el 25% en los últimos ocho años y la renta de las familias ha retrocedido por encima del 40%.

Ya en la pasadas elecciones del 2012, la victoria de Syriza parecía una bomba de relojería, prácticamente imposible de desactivar, para la Unión Europea y los diferentes organismos internacionales. Finalmente se quedó a menos de tres puntos de la victoria. Desde entonces, se ha atemperado la percepción de peligro que transmitía su discurso, al tiempo que el partido modulaba sin ruido y con discreción algunas posiciones económicas maximalistas. Alexis Tsipras, ingeniero de profesión, populista y soñador, formado en las filas comunistas, activista estudiantil, con una sonrisa casi permanente, ha mandado en el último momento a través del Financial Times el mensaje preciso: su gobierno hará un presupuesto equilibrado y no habrá acciones unilaterales en Europa. Es decir, que Grecia no se convertirá en un problema inabordable aunque, en contrapartida, muchas cosas tendrán que cambiar. Si acaba siendo así, la extemporánea felicitación que esta semana enviaba a Tsipras desde el extremo ideológico opuesto Marine Le Pen, junto a su deseo de dinamitar conjuntamente las estructuras comunitarias, no será más que fuego de artificio para la compleja y delicada arquitectura institucional europea.

A medida que se acerca la fecha de las elecciones, el problema griego se ha ido diluyendo en las cancillerías continentales. Es fácil constatarlo con una simple ojeada a la prensa europea. Sobre todo después de los atentados de París que conmocionaron al mundo y provocaron un shock en la sociedad francesa, sumida hoy en una catarsis colectiva sobre la vigencia de los valores republicanos, los límites de la libertad, la ensoñación de una imposible seguridad total ni aunque sea al precio de restringir valores fundamentales y la trágica constatación de que los terroristas yihadistas eran ciudadanos franceses.

La ejecución prácticamente perfecta de la gestión política de aquella triste jornada parisina por parte del tándem que conforman Hollande y Valls –¿quién le iba a decir al presidente de la República después de más de medio mandato desastroso que tras el 7-E sería considerado, y con un cuerpo de letra generoso, el padre de la patria?– ha cerrado el paso a la demagogia del Frente Nacional y ha dejado fuera del debate público, en estas dos últimas y trascendentales semanas, al expresidente Nicolas Sarkozy. El líder de la UMP sólo ha conseguido cierta presencia ante la opinión pública por su chusco papel en la manifestación de apoyo a Charlie Hebdo del pasado día 11 y por los desesperados codazos que propinó para situarse unos minutos en la primera fila que ocupaban jefes de Estado y de gobierno. Los moratones más graves que provocaron los codazos de Sarkozy aparecieron en su propia imagen. Las viñetas de los medios de comunicación han dado cuenta cruel de ello en todo tipo de formatos mientras que la proliferación de chistes en la calle sobre su burlesca impericia recordaban aquella época en que España era un arsenal de chascarrillos sobre el exministro Fernando Moran o la impulsiva Esperanza Aguirre.

Uno de los fotógrafos más representativos de la extinta Unión Soviética, sobre todo del periodo postperestroika, es el ucraniano Boris Mijáilov. Sus fotografías, consideradas por el régimen soviético muy políticas y moralmente subversivas, acostumbran a ser muy duras. Quizás su serie más famosa sea Cashe history, donde retrata indigentes ucranianos a los que previamente ha pagado, cosa habitual en él, para que actúen como modelos en sus instantáneas. El MoMA presentó en el 2011 una retrospectiva de Mijáilov y destacó de manera especial estas imágenes. Son verdaderas, cierto. Pero, ¿son verosímiles? Nada que no quepa en el teatro de sombras en que puede acabar derivando la lucha contra el terrorismo islámico si el miedo se convierte en el vector más importante que mueve la respuesta. Un juego de palabras muy alejado del instante decisivo de Cartier-Bresson y del fotoperiodismo sin artificios. Mijáilov expone por séptima vez y hasta finales de febrero en la galería Suzanne Tarasieve, en la Rue Pastourelle, en el corazón del tercer arrondissement. La muestra, que lleva por título Paris, Arlés...and, consta de más de 60 fotografías realizadas en 1989 durante una visita a París. Está lejos del dramatismo característico del autor y se recrea preferentemente en la atmósfera ruidosa y feliz de la ciudad. Cae el muro de Berlín y Europa respira, la Unión Soviética tiene perdida la batalla frente a Estados Unidos, y Mijáilov se rinde impresionado ante la luz de la capital francesa que contrasta con la tristeza y el gris permanente de su tierra natal.

El domingo por la noche todos los estados mirarán a Grecia. Sin embargo habrá uno, España, que prestará especial atención por la comparación que se ha establecido entre Syriza y Podemos y entre Alexis Tsipras y Pablo Iglesias. Ambas formaciones pretenden recolectar una parte importante de los sufragios de la izquierda y del significativo voto de descontento contra el sistema de partidos tradicionales. Ambas, además, se ven favorecidas por la incomparecencia del Partido Socialista. En el caso del PSOE, con el mérito añadido de haber quemado a una velocidad de vértigo al nuevo secretario general, Pedro Sánchez. Entre errores típicos de novato, puñaladas asestadas desde el propio partido y ambiciones desmesuradas y descontroladas, el secretario general socialista aparece ya como un político casi amortizado más que como un aspirante a la presidencia del Gobierno. El escenario plantea una plataforma de despegue importante y atractiva para Podemos. El mayor interrogante, quizás el único, aparece en Catalunya, que cuenta con un ecosistema que desborda la política a cuatro bandas que dibujan hoy en España PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos. Pero esa es otra historia. Esta semana, toda la atención se concentra en Alexis Tsipras.

José Antich

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