Esperando a ZP

La anterior legislatura ha estado dominada por temas como el terrorismo o la cuestión territorial, lo que ha desplazado de la agenda otras cuestiones, como la política exterior. Esto no quiere decir que durante los últimos cuatro años España haya estado ausente del mundo. La retirada de las tropas de Irak o la decisión de liderar el proceso de ratificación de la Constitución Europea, sumadas a la propuesta de la Alianza de Civilizaciones y el compromiso con las políticas de ayuda al desarrollo hicieron visible con toda rotundidad el deseo de Zapatero de dar la vuelta a la política exterior de su predecesor.

No obstante, esa política exterior tropezó con un contexto adverso: por un lado, la reelección de Bush aconsejó moderación; por otro, el fallido referéndum constitucional en Francia cegó temporalmente la vía europea. Por su parte, la Alianza de Civilizaciones ha sido víctima tanto de la persistencia del conflicto palestino-israelí, que refuerza los clichés que ésta quiere combatir, como del incremento del terrorismo yihadista dentro de las sociedades árabes y musulmanas, que pone de manifiesto la existencia de un importante conflicto interno dentro del mundo musulmán de difícil solución.

A juzgar por la campaña electoral, donde la política exterior ha brillado por su ausencia, nadie aventuraría que el segundo mandato de Zapatero fuera a volcarse sobre la política internacional. Sin embargo, es natural esperar que los segundos mandatos de un presidente se orienten más hacia la política exterior que hacia la política interna.

Las razones que pueden explicar este fenómeno son varias. Por una parte, nuestros presidentes han llegado a La Moncloa con una experiencia fundamentalmente parlamentaria o de partido, lo que implica una visión del mundo más orientada hacia lo doméstico. Sin embargo, la intensísima agenda de trabajo internacional de un presidente inevitablemente supone que, al inicio de un segundo mandato, éste disfruta de una experiencia considerable y de una visión del mundo mucho más rica y completa.

Por otra parte, aunque los presidentes suelen dedicar sus primeros mandatos a ampliar su base de apoyo social o partidario, emprender grandes reformas y, en general, a consolidar su liderazgo interno, la tarea diaria de gobierno también tiende a poner de manifiesto hasta qué punto la mayoría de las políticas internas tienen un importantísimo componente internacional, sea en su génesis o en su solución. Las tres cuestiones que centraron gran parte del cara a cara entre Zapatero y Rajoy (precios, terrorismo e inmigración) son también política exterior: como señaló acertadamente Zapatero, la subida del precio de los alimentos es una consecuencia directa de un barril de petróleo por encima de los cien dólares; la lucha contra el terrorismo es impensable sin la cooperación internacional y la inmigración sólo puede tratarse adecuadamente mediante políticas de ayuda al desarrollo eficaces.

No conviene tampoco olvidar que en un Estado tan descentralizado como el español, la política exterior es prácticamente la última y gran competencia exclusiva al alcance de un presidente: con mucha visibilidad pública y mediática, débil control parlamentario y escaso margen para la oposición, ésta ofrece un instrumento idóneo para el liderazgo, la vertebración del país y la construcción de identidad nacional.

A estos factores se añaden otros, ya que España tiene un peso y personalidad propia en la política internacional, no sólo en razón de su éxito económico, sino debido a su excelente imagen, asentada en una lengua potente, una cultura pujante y una forma de vida muy atractiva. En un mundo dominado por potencias extragrandes y bastante cínicas (incluso agresivas) a la hora de equilibrar principios e intereses, los países como España, potencias medianas que defienden un tipo de orden multilateral, democrático, abierto y solidario, y que a la vez tienen el dinamismo, los recursos económicos y la voluntad de contribuir a la provisión de bienes públicos globales, son sin duda bienvenidos. En consecuencia, existe una demanda objetiva (y particularmente acentuada en Europa, América Latina o el Mediterráneo) para un tipo de política exterior como la que España puede ofrecer.

Pero para que en política exterior oferta y demanda se encuentren en algún punto son necesarios algunos elementos esenciales. Un cierto grado de consenso entre partidos es, por supuesto, uno de ellos, aunque a veces se exagere su necesidad (en realidad, el verdadero y necesario consenso debe darse en la sociedad, y en España ésta se ha venido decantando casi unánimemente por una política exterior inserta en el marco europeo y basada en principios y valores de tipo multilateral). Por ello, más que en los fines, en los que puede existir consenso, es en los medios donde España tiene un importante déficit que debería ser objeto de atención en la segunda legislatura.

España tiene un servicio exterior que por su reducido tamaño y rigidez en cuanto a su sistema de ingreso y formación no le permite capitalizar adecuadamente sus activos internacionales. Por otro lado, su capacidad de contribuir a la seguridad europea o a misiones de paz internacionales se ve enormemente limitada por unos techos de personal y presupuestarios que deberían ser revisados.

Al tiempo, España carece de instituciones eficaces para el diseño y coordinación de la política exterior, mientras que su esfuerzo a la hora de promover su imagen internacional, cultura o valores tiene todavía un gran margen que recorrer. Algo parecido puede decirse de nuestras políticas de promoción de la democracia o los derechos humanos, sorprendentemente secundarias en un país que hace poco recobró sus libertades y que tiene un gran activo internacional en su transición política, y también de nuestras políticas de ayuda al desarrollo, todavía necesitadas de una mayor coherencia y calidad.

Como consecuencia de su exitoso proceso de modernización política, económica y social, España ha logrado y consolidado durante las dos últimas décadas un importante potencial de actuación en el mundo. Esa capacidad debe ser puesta al servicio de los intereses de España, pero también de Europa, de forma que contribuyamos no sólo a garantizar nuestro bienestar futuro, sino también a extender un orden multilateral libre, pacífico y equitativo. Todo ello requiere una política exterior activa, pero también un gran debate público, que el Gobierno debería liderar, que hiciera visible la complejidad de los desafíos con los que nos enfrentamos.

José Ignacio Torreblanca, director de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores y profesor en la UNED.