Esperando al presidente

Aunque a estas alturas sigue siendo mucho más probable una victoria de Joe Biden que de Donald Trump porque los votos que falta escrutar en el Medio Oeste se presumen mayoritariamente favorables al demócrata, ya nadie se sorprendería si resultara reelecto el presidente (teniendo en cuenta, por ejemplo, que para ganar Pensilvania, estado clave, Biden tendría que obtener el ochenta por ciento del millón y pico de votos aún por contar). La verdadera noticia de los comicios estadounidenses es que el fenómeno Trump, es decir la transformación populista del partido de Lincoln, Eisenhower y Reagan, y la identificación tribal de una mitad de los habitantes del país más poderoso con el nacionalismo, es profundo y duradero.

Esperando al presidenteTrump vio aumentar su voto negro e hispano, y su porcentaje del voto entre las mujeres blancas en cuatro, tres y dos puntos porcentuales respectivamente. Perdió cinco puntos entre los hombres blancos y Biden logró que votaran, por oposición a Trump, ciudadanos que en las elecciones pasadas se habían abstenido. Pero el resultado demócrata es muy pobre. En circunstancias normales, el partido de Jefferson tendría que haber barrido a un republicano como Trump, del que una de las democracias ininterrumpidas más antiguas en parte se avergüenza y que desafía el armazón institucional estadounidense, el sistema de alianzas internacionales de las democracias liberales y la primacía moral del país que sirve, a propios y extraños, de referencia. Biden no solamente perdió en Florida, Ohio, Iowa y Carolina del Norte, y otros estados pendulares: en los grandes bastiones del cinturón industrial que llevaban décadas siendo demócratas y donde Trump triunfó, se suponía que accidental y efímeramente, la vez pasada, su porcentaje es bastante menor que el de anteriores vencedores demócratas. En el mundo rural y en las ciudades pequeñas Biden sufrió reveses no muy distintos a los de Hillary y lo hizo bastante peor que ella entre votantes negros e hispanos; en comparación con los comicios de 2016, Trump recortó, entre los hispanos, treinta puntos en Florida y veinte en Ohio y Georgia. En el condado más hispano del país, Starr County, que es 96 por ciento latino y donde Hillary había sacado a Trump sesenta puntos de ventaja, Biden apenas derrotó a Trump por cuatro. En lo que respecta al resultado parlamentario, los demócratas no pudieron capturar el Senado y a estas alturas parecen haber visto su mayoría en la Cámara de Representantes reducirse un tanto.

El fenómeno Trump, el del nacionalpopulismo estadounidense, es cultural antes que ideológico o carismático. Empezó a gestarse lentamente en los años sesenta. Hijo del relativismo cultural de la posguerra, cuando se puso de moda cuestionar los valores y tradiciones liberales occidentales y poner en pie de igualdad con el Occidente libre a cualquier superchería o charlatanería que emanara de la boca o la pluma de las antiguas colonias, el multiculturalismo se centró en reivindicar, en Estados Unidos, a los grupos étnicos y las minorías, es decir las «víctimas», para compensarlas por las injusticias históricas. Esta tendencia compasiva degeneró en una ideología pétrea y deformó la idea misma de lo que era Estados Unidos. Hartos de ver que la tradición estadounidense de los derechos individuales, el esfuerzo personal, la libre empresa y las asociaciones cívicas que habían asombrado a Tocqueville era reemplazada por colectivismos identitarios que convertían a todo estadounidense no perteneciente a una minoría étnica en culpable de algo, millones de ciudadanos empezaron a replegarse, ellos también, en una identidad tribal, el nacionalismo. Un nacionalismo con varias vertientes, incluyendo la del supremacismo blanco.

La arrogancia posmoderna de la academia, el esnobismo de Hollywood y el maltrato de la gran prensa biempensante ahondó el resentimiento de muchos blancos de a pie. Las dislocaciones económicas de la globalización (a pesar de sus beneficios inmensos), los sobresaltos de la crisis financiera y, sobre todo, la inmigración, sirvieron de contexto para que esa respuesta tribal cristalizara en una actitud social, y luego política, a la que sólo le faltaba un líder tremebundo. Ese líder llegó un buen día desde Nueva York y se apoderó, primero, del Partido Republicano y, luego, del voto conservador y el voto industrial que había sido demócrata. Esto, en lo esencial, sigue siendo cierto tras los comicios del martes, que han dado a Trump, aún si acaba perdiendo, un resultado muy superior al que habían vaticinado las encuestas.

Sería un error creer, como piensan tantos incautos, que el populismo estadounidense está concentrado en Trump. El Partido Demócrata también está en sus garras; de allí que tantos votantes, a pesar de sentirse muy incómodos con Trump, hayan votado por el republicano, incluidos no pocos hispanos (dos tercios de los votantes hispanos son nacidos en Estados Unidos, por tanto, por raro que suene, también hay quienes se identifican con el nacionalismo de Trump). La deriva del Partido Demócrata hacia un intervencionismo económico a la europea y una ingeniería social paternalista, y el protagonismo violento de tantos fascistas de izquierdas que lindan con el ala populista de esa organización, han hecho del partido de Clinton, el centrista, algo irreconocible. A pesar de Biden, un moderado tradicional.

Todo indica que, de triunfar, Biden tendrá al Senado en contra, lo que impedirá que los demócratas amplíen la Corte Suprema para llenarla de adeptos, y, con suerte, que leyes excesivamente estatistas empujadas por el ala populista de su partido vean la luz. Un Biden de temperamento moderado con equilibrio de poderes servirá no sólo para contener el nacionalpopulismo de derecha: quizá también el de esa masa histérica que en nombre del antirracismo y el antifascismo ha inundado de odio, ira y prácticas iliberales -con la anuencia de los falsos progresistas- la democracia estadounidense en estos años.

Urge que en ambas familias políticas surjan líderes dispuestos a emprender la tarea de alejar al país de las identidades tribales y ayudarlo a regresar a ese lugar, hecho de sentido común y tolerancia, de inclinaciones liberales y responsabilidad individual, que es el credo de los Estados Unidos. Un país que, como decía Margaret Thatcher, es el único fundado sobre una idea. Esa idea, hoy opacada por la bruma de las identidades colectivistas, no ha muerto ni mucho menos. Devolverle su visibilidad y primacía debería ser la gran misión de los sucesores de Trump y Biden en ambos partidos.

Álvaro Vargas Llosa es periodista y ensayista.

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