Hace unos días el Tribunal Constitucional portugués se ha pronunciado sobre la Ley de Eutanasia del país vecino, aprobada el 29 de enero pasado, apuntando aspectos que vulnerarían su norma constitucional. Ha tardado, por tanto, poco más de un mes en resolver la petición del presidente de la República. Por su parte, el Tribunal Supremo de Estados Unidos rechazó a los cuatro días la solicitud del fiscal general de Texas pidiendo que se anulara el voto por correo en algunos Estados. La celeridad en dar respuesta a ambas reclamaciones contrasta sobremanera con lo que sucede en relación con nuestro Tribunal Constitucional. Sin remontarnos a épocas pretéritas, aún tiene sin decidir el recurso de inconstitucionalidad que, contra la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo (es decir, la actual ley del aborto, que establece el aborto libre en las primeras catorce semanas de embarazo), se presentó el 1 de junio de 2010. Once años sin sentencia y, durante este tiempo, más de un millón de abortos realizados al amparo de dicha ley.
Desgraciadamente, lo anterior no supone un caso excepcional. Aún estamos esperando la respuesta del Tribunal Constitucional sobre la constitucionalidad del actual estado de alarma, prorrogado por seis meses hasta el 9 de mayo e impugnado por Vox. Pero es que ni siquiera se ha pronunciado todavía sobre la conformidad con el texto constitucional del anterior estado de alarma, cuya vigencia terminó en junio del año pasado. Y habría muchos más ejemplos de recursos de inconstitucionalidad que se interponen ante dicho órgano y que duermen años y años en la mesa del Tribunal.
Estos retrasos no son imputables a la tramitación prevista legalmente. Según la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, que la regula, una vez presentado y admitido un recurso de inconstitucionalidad contra una ley, tan solo hay que dar traslado a las Cámaras y al Gobierno para que aleguen lo que consideren oportuno en un plazo de quince días, «transcurrido el cual el Tribunal dictará sentencia en el de diez, salvo que, mediante resolución motivada, el propio Tribunal estime necesario un plazo más amplio que, en ningún caso, podrá exceder de treinta días». Es decir, que, con la ley en la mano, en dos meses como máximo debería estar resuelto todo recurso de inconstitucionalidad. Huelga decir que no está siendo así y que, con su demora, el Tribunal Constitucional está traicionando no solo el espíritu de su función sino también la letra de su ley reguladora. Si le aplicáramos su propia doctrina sobre dilaciones indebidas, obtendría un nítido suspenso, pues él mismo ha sentado que «es exigible que jueces y tribunales cumplan su función jurisdiccional, garantizando la libertad, la justicia y la seguridad, con la rapidez que permita la duración normal de los procesos» (STC 77/2016, de 25 de abril).
La comunidad jurídica española no puede seguir silente e impasible ante una disfunción tan grave del Tribunal Constitucional. La agenda política, la búsqueda de pretendidos consensos, el deseo de no confrontar con otros órganos constitucionales, no pueden anteponerse a la principal función prevista por la Constitución para dicho Tribunal: excluir del ordenamiento jurídico aquellos preceptos legales que contraríen las normas constitucionales a la mayor brevedad posible. Un cometido que nuestra Corte Constitucional realiza con tanto retraso que da la razón a Séneca cuando afirmaba que la justicia tardía no es verdadera justicia. ¿Vamos a aceptar que mueran por eutanasia miles de enfermos terminales y crónicos sin saber de antemano si, constitucionalmente hablando, el Estado puede poner fin a su vida en vez de protegerla? ¿Asumiríamos con naturalidad que estuviera en vigor durante años -hasta que se pronunciara el Tribunal Constitucional- una ley que estableciera la confesión bajo tortura como medio de prueba, o que prohibiera la prensa libre, o que impidiera votar a determinados colectivos por razón de su sexo o de su raza?
Esa injustificada demora con que afronta su trabajo el Tribunal Constitucional es conocida por los grupos políticos y juegan con ella. Solo así se explica que la reciente Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, de Educación (la llamada ley Celaá), en el apartado 1 de su Disposición Adicional 25ª, insista en negar financiación a los colegios de educación diferenciada, a pesar de que la reciente STC 31/2018, de 10 de abril (y otras posteriores), fijara la doctrina de que «el sistema de educación diferenciada es una opción pedagógica que no puede conceptuarse como discriminatoria» y en consecuencia «podrán acceder al sistema de financiación pública en condiciones de igualdad con el resto de los centros educativos». No importa aprobar una ley abiertamente contraria a la doctrina constitucional si, a pesar de ello, va a estar vigente durante años -quizá lustros- y a lo mejor cuando toque resolverla hay mayoría suficiente en el Tribunal para cambiar esa doctrina. O aunque no se disponga de ella, solo el escándalo social que se produce si a la postre se declara inconstitucional una ley bajo cuyo amparo se han producido miles de muertes o numerosas condenas (como sucedió con la decisión relativa a los delitos de violencia de género), hace que sea muy difícil de facto adoptar esa decisión.
Ante esta tesitura, solo caben dos soluciones: o el Tribunal Constitucional cumple sus propias normas y procede a decidir todo recurso de inconstitucionalidad en el breve plazo legalmente señalado, o asume una nueva interpretación del art. 30 de su Ley y permite la suspensión cautelar de aquellos preceptos impugnados que presuntamente contradigan su doctrina previa o puedan afectar a derechos fundamentales de forma irreparable. No olvidemos que esta segunda opción fue ya apoyada por cinco magistrados en relación con la ley del aborto (ATC 90/2010, de 14 de julio), y es previsible que se plantee de nuevo en relación con la ley de eutanasia.
En 1953 se estrenó la obra de teatro del absurdo de Samuel Beckett titulada ‘Esperando a Godot’. En ella, dos vagabundos esperan día tras día a un personaje con quien se supone que están citados, pero que nunca llega a aparecer. La pieza termina con un famoso diálogo en que uno le dice al otro: «¿Nos vamos?», a lo que este responde: «Sí, vámonos». Y ninguno se mueve. Por su propio interés, el Tribunal Constitucional debería comparecer por fin a la cita a tiempo y dejar de ser nuestro particular Godot.
Julio Banacloche Palao es catedrático de Derecho Procesal de la UCM.