«Los partidos políticos son incapaces de dar sentido a nuestra condición de ciudadanos. Los tópicos principales del debate nacional —el objetivo correcto del Estado del bienestar, la extensión de los derechos y facultades, la dosis justa de regulación a cargo del Gobierno— se construyen con argumentos propios de épocas anteriores. No son cuestiones sin importancia; pero no llegan a las dos preocupaciones que laten en el corazón descontento de la democracia. Una es el miedo a estar perdiendo, individual y colectivamente, el control de las fuerzas que gobiernan nuestras vidas. La otra, la sensación de que, desde la familia al vecindario y a la nación, la fábrica moral de la comunidad hace crisis a nuestro alrededor. Estos dos temores —la pérdida del autogobierno y la erosión de la comunidad— definen juntos la ansiedad de esta época».
Son las palabras iniciales del libro que un conocido profesor de Derecho de Harvard publicó hace quince años: El descontento de la democracia: América en busca de una filosofía pública. Michael J. Sandel preconizaba en 1996, con el objetivo de recuperar la voz cívica frente al voluntarismo reinante, una filosofía política sobre la ciudadanía, la libertad, la justicia y la democracia indagando en Hobbes, Rousseau, Tocqueville, no tan distantes, para explorar con su ayuda en la conciencia colectiva y proponer soluciones a los problemas ya entonces acuciantes de una sociedad desorientada. Hoy, con aquella ansiedad premonitoria convertida en auténtico drama, podemos encontrar muchas reflexiones semejantes y gran variedad de respuestas según los autores. En Estados Unidos. No sueño con el sueño americano, que tiene mucho que ver con el origen de la crisis económica que todos sufrimos, pero envidio la capacidad autocrítica de aquel país; su predisposición a dedicar los recursos necesarios para estar en la avanzada académica de las preocupaciones sociales sin perder la perspectiva fundamental de la filosofía política. El principio para una posible regeneración.
Aquí miro alrededor y, en general, veo discursos que apenas levantan un palmo del suelo. Afirmaciones vacías, que no soportan su inversión en negativo porque perderían todo sentido (vamos a crear empleo, o no vamos a consentir la corrupción, cuando nadie diría lo contrario); noticias nimias, que importan sobre todo al interés del político que las genera o de su entorno próximo y que, sin embargo, merecen la respuesta inmediata de los demás partidos y la glosa multicopiada en columnas periodísticas, según el color, durante días, hasta que las afirmaciones, las respuestas y los comentarios se funden en un magma que fluye y mantiene a todos —protagonistas, comunicadores y su público— atentos como si se tratara de uno de aquellos interminables seriales radiofónicos que algunos conocimos en nuestra juventud. Parecen vivir de ello.
Por enlazar con las palabras iniciales de Sandel, no estoy seguro de que estemos debatiendo sobre los fundamentos del Estado del bienestaro la amplitud que requiere la regulación de la actividad económica para embridar un capitalismo sin alma que no ha sido capaz de mantener la dosis de crecimiento indispensable para no herir aún más a los más. Acabamos de pasar por un proceso electoral como quien pasa un sarampión (solo que, a juzgar por la historia, no nos inmuniza) y resulta difícil retener cuáles han sido los diagnósticos, los pronósticos y los tratamientos propuestos para los males que indudablemente nos aquejan más allá de la descalificación del contrario y de las consignas dirigidas a los ya convencidos. Tampoco acompañan el pensamiento crítico, la ciencia y el ensayo, poco significativos o lejanos.
Para un profesional del Derecho, por ejemplo, ha sido triste el silencio sobre los problemas de la justicia en el ámbito de las autonomías con competencias transferidas, incluso allí donde se está dejando morir de desatención a una parte esencial del sistema constitucional de la justicia como es la asistencia jurídica gratuita a los más desfavorecidos prestada con el esfuerzo de miles de abogados de oficio, injustamente demonizados para tapar la imprevisión de quienes no saben o no quieren asegurar un servicio público imprescindible para la cohesión social. Como ha sido sintomática la falta de debate previo sobre el verdadero estado de las cuentas públicas municipales o autonómicas, apuntando unos y otros gestores partidas de gastos incurridos, debidos y no pagados en una barra de hielo con la mirada distraída en otra parte, hasta que venga una nueva administración a desvelar la gravedad de la situación, si es que los siguientes pueden tirar la primera piedra, o hasta que la ruina sea inmanejable.
Pero, desde luego, no hablamos de cómo y por qué se está perdiendo el control de las fuerzas que gobiernan nuestras vidas y nos conducen al empobrecimiento económico y cultural, a la destrucción gota a gota del empleo y, lo que es más grave, a la certeza de que para muchas familias difícilmente habrá nuevas oportunidades. Los «mercados» se han convertido en un conjuro esotérico para exorcizar las culpas, como si, por definición, el mercado no fuéramos todos, en términos globales, incluyendo los modestos ahorradores privados, la inversión del dinero que serán nuestras pensiones, y unas administraciones públicas que han hipotecado nuestro presente y nuestro futuro y no pueden pagar a sus cientos de miles de empleados, ni devolver el dinero que han tomado prestado, si no es con nuevos créditos. Distinto es que haya que profundizar en una ordenación que se ha demostrado insuficiente. Son patéticos los gestos del deudor dándoles puntapiés a sus acreedores al tiempo que los necesita para que le sigan financiando, más barato, por favor, que nosotros también ayudamos no presionando demasiado en la regulación o facilitando el reflotamiento de entidades deterioradas. Socializamos las pérdidas como nunca se socializarán los beneficios. Es comprensible la indignación de ese puñado de jóvenes en la calle y otros millones en sus casas, sin opción, que se sienten desconectados de la clase política y exigen, un poco de cualquier modo, un mucho sin posibilidades de éxito, todavía, una mejora de nuestra calidad democrática. Otra política.
Tampoco hablamos de la fábrica moral de una comunidad fragmentada y con dificultades para interiorizar lo colectivo como soporte del bien común, un concepto básico que suena a otra época. Claro que la moralidad pública en términos de filosofía política y social es algo muy diferente de los rastreros juicios de valor sobre la conducta del adversario que se prodigan en nuestra escena. Habría que ocuparse con método y rigor de las distintas concepciones de la justicia social; de los espacios y garantías de la libertad personal y de empresa; de las instituciones que todavía nos faltan para gestionar los problemas que plantea la globalidad; de los flujos migratorios y la integración de los extranjeros; de los nuevos principios que requieren una economía de la escasez en lo que ha sido el primer mundo y un orden internacional cuyas herramientas han quedado obsoletas; de la función vertebradora de la responsabilidad social de cada ciudadano; de la igualdad y de las intolerables desigualdades. Elevar el punto de mira.
En estos momentos de crisis, es improbable que la inercia de nuestros viejos modos de gobierno nos lleve a buen puerto. Sería deseable que, precisamente ahora, a la política fueran los mejores. Pero como eso no parece posible en ningún lugar del mundo, que al menos todos nos ocupemos de la Política, con mayúsculas, para un pensamiento más lúcido y una exigencia más firme hacia quienes la ejercen bajo nuestro mandato. Norberto Bobbio, gran jurista y hombre sabio, decía en 1989: «Respecto a las grandes aspiraciones de los hombres de buena voluntad, vamos ya con demasiado retraso. Tratemos de no aumentarlo con nuestra desconfianza, nuestra indolencia, nuestro escepticismo. No tenemos mucho tiempo que perder». Hoy, veinte años después y dramáticos cambios en el último minuto, los ciudadanos seguimos siendo la gran esperanza de la política.
Antonio Hernández-Gil, decano del Colegio de Abogados de Madrid.