Los resultados electorales de Irak no hacen sino aumentar la incertidumbre sobre el futuro del país. La sorprendente victoria del partido laico nacionalista del opositor Iyad Alawi -el Iraqiya-, con 91 escaños, frente a los 89 obtenidos por el del primer ministro Al Maliki, pondrá a prueba el compromiso de la clase política con el proceso democrático que está dando poco a poco sus primeros pasos.
El triunfo de Alawi ha proporcionado a los suníes -privados durante mucho tiempo de representación política- una voz y una presencia directa en el nuevo orden de Irak. Porque, pese a que un altísimo porcentaje de ciudadanos de esta minoría religiosa se negó a participar en las elecciones de 2005, ahora la inmensa mayoría ha optado por dar su voto al candidato opositor.
Corresponde a Al Maliki -pese a que ha amenazado con impugnar los resultados- garantizar la imparcialidad durante las negociaciones que ahora se abren para la formación de un nuevo Gobierno, necesariamente de coalición, puesto que ninguno de los dos partidos más votados ha alcanzado ni de lejos la mayoría parlamentaria suficiente. De ello dependerán tanto la estabilidad política a corto plazo como la representatividad y credibilidad del Ejecutivo. Pero supone, antes que nada, una prueba de fuego para constatar si el frágil sistema democrático logra consolidarse o no.
Pese a haber terminado en segunda posición, Al Maliki sí ha logrado superar a la amplia coalición chií (que abandonó en plena bronca), que ha quedado en tercer lugar. Por su parte, los kurdos, que se presentaron verdaderamente unidos -lo que constituye su única opción de supervivencia en el Irak del futuro-, han obtenido 38 escaños.
Ante la previsible imposibilidad de Alawi de formar una coalición en 30 días, Al Maliki ya piensa en la oportunidad de montar su propia coalición. Y, de hecho, ya hay negociaciones entre bastidores muy poco claras. En el contexto actual, pueden surgir alianzas de conveniencia, incluso ideológicamente incompatibles, que reúnan en su seno a viejos enemigos. La influencia exterior, especialmente la de Irán y la de EEUU, va a jugar un papel trascendental.
A pesar de la violencia que marcó la campaña electoral, los ciudadanos desafiaron todos los pronósticos, acudiendo de manera masiva a las urnas. Muchos se preguntaron si las matanzas continuas era un precio que merecía la pena pagar por la democracia. Con una participación de cerca de dos tercios de los votantes posibles, se dio una respuesta afirmativa masiva a esa pregunta.
Pero el futuro iraquí es sumamente incierto. El camino no ha quedado despejado, ni mucho menos, por las elecciones. Bajo esta luz se antojan especialmente infames los atentados suicidas perpetrados el domingo en Bagdad, cerca de las embajadas de Irán, Egipto, Alemania y España -que sufrió enormes desperfectos-. Más de 40 personas murieron en el triple ataque registrado durante la jornada. No cabe duda de que detrás de los últimos atentados se encuentra la intención de los terroristas de desestabilizar e interferir en este momento clave para el país, en el que tienen lugar las difíciles negociaciones para formar el nuevo Gobierno. Es, por tanto, un desafío contra la democracia.
Es obvio que las elecciones en Irak distan mucho de ser perfectas. Sin embargo, no hay duda de que suponen un paso muy importante en la larga marcha de Irak hacia la normalización. Los métodos de antaño, de decidir el poder político en función pura y simplemente de la fuerza y de la coerción, ya no son una opción viable.
El éxito de cualquier coalición gubernamental dependerá de su capacidad para ofrecer una reconciliación política, de forjar un consenso mayoritario y de salvar las diferencias entre las distintas facciones y aun dentro de ellas. La justa resolución de varias cuestiones pendientes, como el estatus final de Kirkuk -importante ciudad del Kurdistán iraquí, capital de la provincia de At Ta'mim-, con sus enormes recursos energéticos, y el simbolismo sectario va a representar un factor determinante. El sectarismo es y va a seguir siendo una realidad durante mucho tiempo en el futuro. Sin embargo, a diferencia de Afganistán, Irak posee una parte de las mayores reservas de petróleo del mundo, que en su gran mayoría siguen estando todavía sin explotar. Mediante una equitativa distribución de sus beneficios, la clase política dirigente iraquí contaría con recursos para incentivar la presencia en la mesa de negociación de quienes estén interesados en la estabilidad.
Condenar al ostracismo a los que demuestran un interés verdadero en la paz sobre la base de sus pasadas lealtades políticas, muy concretamente por su militancia en el Baaz, el partido de Sadam Husein, no sirve más que para atizar la hoguera de la insurgencia. Podrá producir réditos políticos a corto plazo para algunos, pero plantea una de las más grandes amenazas a la estabilidad de Irak a largo plazo y a la seguridad de toda la región.
La realidad de la supremacía chií está fuera de toda discusión. Lo que sí constituye un interrogante, mucho más grave, es la habilidad con que los chiíes sean capaces de mantener el orden y de garantizar la no exclusión de otras minorías. Tanto en los disturbios de tiempo atrás como en los más recientes, el jefe espiritual de los chiíes, el ayatolá Sistani, ha demostrado que es un hábil administrador del poder y un factor de moderación sobre otros elementos más tempestuosos dentro de la complejidad de la política iraquí. Ha mantenido de manera constante un astuto equilibrio de poder político entre la autoridad religiosa y el gobierno laico civil.
Además, rara vez -si es que ha habido alguna- ha favorecido a alguna facción chií sobre otra y ha comprendido con acierto la necesidad de hacer participar a otros grupos étnicos y religiosos. La influencia de Sistani y su supervivencia siguen siendo fundamentales para el futuro de Irak y para la capacidad de los chiíes de mostrar a suníes, kurdos y otras minorías el camino hacia un futuro más estable y seguro.
Estados unidos debe seguir en Irak. La estabilidad relativa del país a lo largo de los dos últimos años ha llevado engañosamente a muchos a concluir que ya está preparado para salir adelante por sus propios medios. Tamaña complacencia no hará sino contribuir inconscientemente a una mayor agitación. Cualesquiera que sean, los progresos conseguidos son modestos en el mejor de los casos y están lejos de ser irreversibles. Para el futuro de Irak y para la seguridad de toda la región, sigue siendo indispensable el compromiso de EEUU a todos los niveles, incluido el militar.
La ansiedad con que muchos en Washington -incluido el presidente Obama- desean pasar cuanto antes la página de Irak, y luego la de Afganistán, con la finalidad de centrarse en los apremiantes temas nacionales, puede ser el típico tiro que sale por la culata. Se corre el riesgo de crear un vacío de seguridad que las fuerzas extremistas están más que ansiosas por ocupar. Además, una retirada prematura exigirá al fin y a la postre mayores recursos para hacer frente a una inestabilidad creciente a largo plazo. El fracaso de hoy supondrá que mañana habrá que pagar un precio más alto.
Son las realidades sobre el terreno las que deben determinar el proceso de retirada del ejército y no los calendarios políticos. Las decisiones precipitadas, la fijación impulsiva de las prioridades políticas y la retórica interesada, que fomentan la impaciencia por la retirada a cambio de beneficios políticos a corto plazo, hacen que se tambaleen los equilibrios frágiles, que se envalentonen los extremistas y que se desestabilice aún más si cabe una situación que ya es inestable de por sí.
Marco Vicenzino, director del Global Strategy Project, con sede en Washington, EEUU.