Espías depredadores y Estado de derecho

En memoria de Joan Argemí i d’Abadal

Los casos protagonizados por E. Snowden y el editor de Wikileaks J. Assange han suscitado debates en todos los órdenes. Pero seguramente no ha sido el jurídico el que más ha ocupado a la opinión expresada en los medios de comunicación españoles, aún cuando se han utilizado duros argumentos para denostarlos, sosteniendo que con sus actos han vulnerado la privacidad de las personas que aparecen en los documentos difundidos y que son unos depredadores de la libertad (Vargas Llosa, en las páginas de este diario). Entiendo, sin embargo, que en ambos supuestos lo que prima facie podría aparecer lesionado no es el derecho a la intimidad, sino los secretos de Estado. Es decir, aquello que en primer lugar y eventualmente podría haber sido violado es aquel ámbito de la actividad de los poderes públicos que conforme a la ley aprobada por el Parlamento, haya sido clasificado como secreto y, por tanto, excluido del conocimiento de los ciudadanos, a fin de preservar bienes jurídicos que en determinadas circunstancias pueden ser considerados susceptibles de superior protección, en aras de garantizar la seguridad del Estado.

Porque, en efecto, de las informaciones contenidas en los papeles de Wikileaks —de interés relativo— o en los correos divulgados por el espía norteamericano, lo que se deriva de esas conversaciones registradas en el ámbito de la actividad diplomática, u otros similares, es la publicidad que han adquirido temas relacionados con las relaciones internacionales, la política de seguridad de los Gobiernos, o el papel ejercido por determinados responsables políticos, embajadores, etcétera. Dicho lo cual, ciertamente, nada empece para que, en algunos casos, de forma simultánea también pueda aparecer vulnerada la intimidad de algunas de las personas citadas en los documentos difundidos. Pero lo que principalmente está en juego es la seguridad del Estado. Por supuesto, ello no significa que dicha seguridad siempre corra peligro. Por esta razón, no es banal aproximarse al significado del secreto de Estado en los sistemas políticos basados en los principios del Estado de derecho que tan enfáticamente siempre se invocan y tantas veces se incumplen, acudiendo incluso al argumento de oportunidad de la razón de Estado.

El secreto de Estado es un límite al principio general de publicidad de los actos del poder público. Responde a la necesidad de excluir de la información el conocimiento de determinados temas que conciernen a la seguridad del propio Estado. Se trata de un límite al derecho fundamental a comunicar y recibir información que afecta a los ciudadanos, y particularmente a los profesionales de la comunicación y a determinados empleados públicos. Ahora bien, no hay duda de que en las coordenadas que son propias del Estado democrático el secreto es una excepción y no una regla. En este sentido, es necesario precisar que cuando se invoca la seguridad nacional, esta viene referida a aquellos aspectos que conciernen al ámbito militar y la seguridad frente a amenazas que procedan del exterior. No puede ser una cláusula abierta que permita al Gobierno o a sus agentes aplicar a cualquier materia la calificación de materia reservada o secreta.

Una buena prueba del carácter excepcional que ha de tener la aplicación del secreto a los actos del poder público es que muchos Estados democráticos han reconocido el derecho de los ciudadanos a acceder, con los requisitos previstos en la ley, a la información que genera la Administración pública. Así, además del caso más precoz que ofrece en Suecia la Real Ordenanza de 1776, cabe recordar que en los Estados Unidos la Freedom of Information Act de 1966 reconoce el derecho de acceso a la documentación administrativa; y desde 1982 ocurre lo propio en Canadá y Australia. En Europa, Francia lo reconoció en 1978 y la Gran Bretaña en 1978; España lo prevé, incluso, con rango constitucional.

Desde la perspectiva jurídica, el caso protagonizado por Snowden plantea, sin duda, un problema en cuanto a su relación de lealtad con respecto a la Administración a la que servía. Pero con independencia de ello, la información conocida a través de la acción del espía arrepentido ha permitido a la ciudadanía saber que, entre otras lindezas, Estados Unidos disponía de un programa de espionaje electrónico dirigido también a la Unión Europea. Este hecho es, en sí mismo, de un interés público incuestionable en una sociedad abierta, que diría el tan citado Karl R. Popper. El Gobierno norteamericano no puede escudarse en la defensa de su seguridad nacional y en el secreto de la documentación que lo acredita para legitimar una acción de esa naturaleza contra Estados soberanos. El cínico argumento del presidente Obama no es de recibo: “Creo que deberíamos dejar claro que todos los servicios de inteligencia, no solo los nuestros (…) tienen una tarea: intentar comprender al mundo mejor, y qué está sucediendo en las capitales del mundo a partir de fuentes que no están disponibles a través del New York Times o NBC News...”. Por cierto, si hubiese sido a la inversa, no sería fácil imaginarse al señor Van Rompuy diciendo algo parecido. En fin, en realidad, cuando estas fuentes son utilizadas de manera tan omnímoda, el verdadero depredador de la libertad son los representantes políticos del Estado de derecho.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.

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