Espionaje, entre lo sublime y lo ridículo

Es manifiesto que buena parte de la opinión pública de este país, patria de Mortadelo y Filemón, se ha tomado a broma el caso de ex agente secreto acusado de traición. Y, realmente, la historia del agente doble Roberto Flórez que vendía secretos de Estado a una potencia extranjera tiene algunos flancos chuscos porque encierra un colosal anacronismo: la 'guerra fría' concluyó hace tiempo y las pretensiones de Rusia por seguir contando como antagonista de Estados Unidos en los equilibrios mundiales resultan patéticas. Pero la cuestión presenta sin duda otros aspectos muy serios que deben ser aclarados y, en su caso, conducidos hasta el final, hasta la pertinente exigencia de responsabilidades.

El escándalo del agente doble tiene varias vertientes. La más grave, sin duda, es el descontrol que hizo posible la venta de información sensible del CNI, incluida la nómina del personal que trabaja en los servicios de información españoles. El tal Flórez, antiguo guardia civil que participó durante un tiempo en el desentrañamiento de las tramas de ETA, tuvo una asombrosa y nunca explicada visibilidad en Perú -en el entorno del candidato presidencial Alejandro Toledo-, donde residió en la Embajada española. Lo más inquietante de la deslealtad de este sujeto, entre 2001 y 2004 (etapa en la que Jorge Dezcallar estuvo al frente del CNI), es que en este período -concretamente a finales de noviembre del 2003- fueron asesinados en una emboscada siete miembros de los servicios secretos en Irak, mientras desarrollaban tareas de 'inteligencia' militar en el entorno de las tropas españolas allí desplegadas. En principio, no tendría por qué existir relación entre esta tragedia y aquella filtración, y así lo entiende el actual responsable del CNI, Alberto Saiz, pero el nexo tiene que ser investigado. Por lo demás, la evidencia de que nuestros espías se juegan literalmente la vida en sus misiones elimina cualquier rastro jocoso del incidente.

En segundo lugar, y aunque el CNI asegure que los efectos de aquella infidelidad han sido subsanados, habrá que ver si las consecuencias de la filtración interfieren o no todavía en las labores, igualmente peligrosas que aquélla de Irak, que actualmente realizan nuestros servicios de inteligencia junto a las tropas españolas desplegadas en diversas misiones de paz: Afganistán, Líbano y los Balcanes.

En tercer lugar, es claro que este asunto no es sólo un «asunto interno» español. La actitud de la «potencia», presumiblemente Rusia, que pagó «mucho dinero» por nuestros secretos de Estado, que por lógica incluían los que compartimos con nuestros aliados y con la propia OTAN, fue gravemente inamistosa, por lo que nuestra diplomacia no puede comportarse como si nada hubiera ocurrido. La comunidad occidental tiene establecidos estándares de conducta para estos casos, y el Reino Unido acaba de dar ejemplo de firmeza ante las injerencias del 'caudillo' Putin. Sin aspavientos pero con soltura, Madrid debe manifestar alto y claro a Moscú que esto no se hace gratuitamente.

Por último, el descubrimiento de la deslealtad del ex agente Flórez revela, como es natural, un colosal agujero de seguridad en el CNI. Lo de menos es que cuando se produjo gobernara el Partido Popular, puesto que parece ocioso significar que las actividades relacionadas con la seguridad del Estado han de quedar al margen de la coyuntura política.

El actual responsable del CNI, Alfredo Saiz, un hombre de la confianza de Bono y a lo que se ve tan singular como él en el tratamiento de la comunicación, se ha valido de una exótica rueda de prensa para dar a conocer la noticia. Probablemente hubiera sido más razonable dar cuenta del sucedido ante la comisión de secretos oficiales del Congreso de los Diputados, que es donde han de residenciarse estos asuntos que, por definición, requieren un territorio discreto. De cualquier modo, y según ya se ha anunciado, el asunto acabará en sede parlamentaria, donde la preocupación de los representantes de la soberanía popular habrá de centrarse en la constatación de que el CNI, además de garantizar su estanqueidad, cumple con los fines que tiene encomendados.

Fines que son bastante obvios: su papel ha de ser muy relevante en la lucha contra el terrorismo -tanto de ETA como islamista- y en el capítulo, cada vez más delicado e intenso, del combate contra el espionaje industrial, con el que se preserven los intereses empresariales españoles. En definitiva, el control del Parlamento ha de asegurarse de que el CNI está hoy más inclinado hacia lo sublime que hacia lo ridículo.

Antonio Papell