Espionaje y derecho global

Las sobrecogedoras noticias sobre el espionaje internacional americano han dado la vuelta al mundo. Y no podía ser menos. De que existía pesquisa secreta, vigilancia oculta, averiguación sigilosa, investigación clandestina por parte de los países más poderosos, no cabía la menor duda. Pero quizás muchos no imaginaban, no imaginábamos, la magnitud y alcance del espionaje americano. Una vez más, la regla de que todo lo que puede pasar pasa se ha cumplido a pies juntillas. Si se puede intervenir el teléfono de cualquier persona, ¿por qué no se va a poder intervenir el móvil de Merkel, Maduro o incluso del mismo Obama? Es una cuestión técnica, política, en donde la ética parece que no juega ningún papel.

Eso de que el fin no justifica los medios, es decir, que los comportamientos concretos han de ser nobles por sí mismos al margen de la intención, es una regla moral que nunca ha sido tomada en serio en política en momentos de incertidumbre y sufrimiento colectivo. Ahora, sin embargo, en que los medios son tan sofisticados y producen unos resultados tan eficientes, se hace más necesario que nunca aplicar a rajatabla el principio. No, no se puede, no se debe torturar para conseguir información por más que dicha información sea del más alto valor para la consecución de un objetivo legítimo como es la seguridad de un país. No, no se puede, no se debe acudir al espionaje saltándose a la torera el más elemental derecho a la intimidad de las personas con el fin de luchar contra el terrorismo internacional. Acudiendo a estos medios ilícitos, se obtiene información, se cumplen objetivos, sí, pero se pervierte, se envilece, se degrada la propia condición humana. El lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Japón sirvió para zanjar la Segunda Guerra Mundial -el fin era bueno- pero dejó a la humanidad lastrada moralmente, herida de muerte, con semejante acción bélica.

Era el americano un liderazgo indiscutible, nacido precisamente de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, y legitimado por la comunidad internacional por la vía de los hechos. Se trataba de lo que técnicamente se llama una legitimidad de ejercicio. El poder lo tiene quien lo ejerce, y si la comunidad internacional no lo cuestiona, la legitimidad se impone como un hecho que se da por supuesto. Difícilmente se entiende la historia de los últimos 70 años sin el protagonismo internacional de los Estados Unidos. Son muchas vidas, mucha energía, muchos dólares los que se han gastado en ese país para que el mundo goce de la seguridad que hoy existe. Insuficiente a todas luces, pero real. Creo que esto nadie lo cuestiona. Me parece, sin embargo, que ha llegado el momento de dar un paso adelante en la Historia y pasar página. Han sucedido en el mundo muchas cosas después de la Segunda Guerra Mundial y el orden internacional que de ella resultó se encuentra ya en fase de decadencia. Sería, por tanto, un error considerarlo un punto de partida irreversible.

La democracia instituida en los Estados Unidos, de la que tanto hemos aprendido en todos los países del mundo, hay que institucionalizarla también en la comunidad humana global. No cabe otro camino. La democracia es el mejor modo de luchar contra la concentración de poder, contra el peligro real del dominio de la humanidad por fuerzas oscuras, criptocráticas, capaces de controlar el planeta como se puede controlar cualquier espacio limitado. Estados Unidos debe dar una lección de magnanimidad al mundo sometiéndose libremente a las reglas de un nuevo derecho global, fruto de la democratización de la comunidad global. Perderá poder efectivo, ganará, en cambio, en autoridad moral.

Naturalmente, no estoy hablando de convertir el mundo en una especie de Superestado que sería el fin de la política como tal, en famosas palabras de Hannah Arendt, sino más bien de dotar a la humanidad de un ordenamiento jurídico totalmente peculiar que permita proteger los bienes globales y resolver aquellos problemas que nos afectan a todos los humanos, entre ellos, la seguridad. Estamos todavía muy lejos de la deseada integración y necesaria solidaridad que debe reinar en la comunidad de naciones para alcanzar este objetivo tan acariciado. Faltan todavía toneladas de voluntad política, especialmente en los mentideros de Washington. Pero hay que perseverar en el intento hasta lograrlo.

En 1950, Alf Ross utilizaba una comparación que, ligeramente adaptada, todavía puede servirnos. La comunidad internacional es como un densa área forestal salpicada de casas de madera y, por tanto, con una alta predisposición a los grandes incendios. Cada casita, palacio, rancho o espacio habitable vendría a ser uno de los 200 estados de la comunidad global. En un primer momento, los dueños de las casas del área forestal no fueron capaces de llegar a un acuerdo para crear un cuerpo de bomberos eficiente, dotado de los instrumentos necesarios para combatir los incendios y con el permiso para entrar en todo tipo de propiedades, sean públicas o privadas con el fin de abortar el fuego. Prevaleció el self-interest, el principio de que cada palo aguante su vela, de que cada estado apague su propio fuego. Cuando se produjo el primer incendio, la experiencia fue desastrosa y devastadora. Así las cosas, se reunieron los dueños de las casas (los estados) para crear algunas instituciones comunes que ayudaran a resolver el problema (piénsese en Naciones Unidas, Banco Mundial, etc.). Pero esas nuevas instituciones, con escasas competencias y manejadas tantas veces por intereses espurios e insolidarios, tampoco gestionaron con eficacia el segundo incendio. Ante el nuevo fracaso, la casa con más recursos (piense el lector en los Estados Unidos), decidió crear su propio cuerpo de bomberos con el firme propósito de acallar el fuego, no ya en su propio terreno, sino en cualquier rincón del área forestal. Y fueron muchas las casas que pidieron su ayuda cuando se produjeron nuevos incendios. Eso sí, sometiéndose a las reglas made in USA. En esa situación, estábamos hace un puñado de años. Ahora, sin embargo, gran parte de la comunidad internacional piensa que se sigue dependiendo excesivamente de los intereses de los Estados Unidos y que ha llegado la hora de tener un cuerpo de bomberos global, autónomo, que sirva a los intereses de la comunidad humana global. Y punto.

ESTADOS UNIDOS está dejando de ser el poderoso actor internacional cuya voz y decisión se impone inexorablemente en la comunidad global sin encontrar una oposición real. Estados Unidos ya no es la gran potencia indiscutida a quien todos los actores internacionales deben acatamiento. Estados Unidos es un país respetado, querido, admirado, pero no puede erigirse en el árbitro permanente de los conflictos internacionales, en el gran pacificador de la comunidad global, en el gran defensor de la democracia en el mundo. Estados Unidos ocupa un puesto de honor en la comunidad global, pero ya no tiene la exclusiva. Por eso, este es un momento especialmente propicio para reordenar la comunidad humana internacional, para crear un nuevo paradigma global que abra definitivamente las puertas al multilateralismo, a la armonía institucional interdependiente y no dependiente de los Estados Unidos. El unilateralismo ha sucumbido como política. El unilateralismo ha muerto como estrategia.

El mundo necesita refundar, reformar y reorientar sus instituciones globales haciéndolas mucho más autónomas, sólidas, eficientes, flexibles, y dotándolas de los mejores medios para resolver los problemas globales, pero no bajo las consignas de los Estados Unidos, sino sometidas a un ordenamiento jurídico global consensuado por la comunidad de naciones. Se trata de crear, en definitiva, un sistema de solidaridad institucional no dependiente de los intereses dominantes de los países que financian las propias instituciones, sino tan solo pendientes de cumplir con los nobles fines para las que fueron creadas. Dichas instituciones deben estar en contacto permanente, no ya con los estados, sino con los restantes actores de la comunidad internacional, promoviendo un diálogo abierto y fecundo. Se trata, en definitiva, de dar un salto de calidad en la reorganización de la comunidad global, de realizar un esfuerzo importante por mejorar nuestra comunidad internacional hasta convertirla en una comunidad jurídica sui generis con un ordenamiento propio. Este largo camino se ha de recorrer con el apoyo generoso e incondicional de los Estados Unidos, pero no al ritmo y bajo las condiciones impuestas por esa gran nación.

Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra y profesor visitante en la Emory Law School.

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