Espiritismos

Hay personajes y personas susceptibles de convertirse en personajes, que están muy bien en los libros y no tanto en la vida. Pueden ser apasionantes literariamente hablando, pero no tomaríamos con ellos ni un café. Hace poco se ha publicado en España una novela francesa —Laurent Binet, su autor— cuyo protagonista es Reinhard Heydrich, aplicado sádico durante la ocupación alemana de Checoslovaquia y uno de los ideólogos de la Solución Final. Es un buen ejemplo, creo, de lo que digo. A estas alturas —otra cosa son los pecados de juventud, que también pueden ser formativos— me iría a comer, encantado, con Petrarca, con Brueghel El Viejo, con Thomas Hardy o con Anthony Powell, pero no —por poner un ejemplo— con el falso conde de Lautréamont, entre otras cosas porque en la única fotografía que de él existe, aparece como un tipo siniestro capaz de meter sus dedos en mi plato (por si no bastara el espíritu que sostiene sus Cantos). Lo mismo digo de Rimbaud, que acaba en traficante de armas y esclavos —nada, una fruslería— y así podríamos seguir un buen rato. Siendo dos escritores que renuevan los pilares de la poesía del siglo XX —aunque yo me sienta más cerca de otra poesía que de la que deriva de ambos—, lo que nos habría fascinado en nuestra juventud —o podría seguir haciéndolo en una buena novela— no es precisamente el modelo de vida al que nos acogemos en el tiempo. Y de entre los que lo hacen, o dicen hacerlo, muchos son mitómanos de pacotilla que nunca escribirán ni una escueta nota a pie de página en la obra de estos dos poetas franceses. A veces la vocación artística sólo oculta un variado catálogo de patologías.

Cuando terminé de escribir París: suite 1940—una novela-reportaje sobre las andanzas de González-Ruano en el París ocupado, publicada en España hace cuatro años y en Francia hace dos— tuve una sensación muy distinta a la que he tenido en todas las ocasiones que he acabado un nuevo libro. Digamos que cierta náusea se difuminaba entre los pliegues de la satisfacción por haber escrito el libro que quería escribir. Tenía la sensación de haber visitado un territorio tan inquietante y mucilaginoso —y no era una sensación imaginaria: lo había visitado— que necesitaba una buena ducha y alejarme de él. Recuerdo que durante su escritura me asaltó la duda de si incluir un capítulo sobre las costumbres sexuales del escritor en ese mismo París —sus archivos secretos— y la deseché, digamos que por una cuestión moral. Esto de la moral y la literatura es un asunto complicado. Se supone que la turbiedad de un personaje enriquece una novela y su bondad la desinfla. Como se supone que un escritor amoral tiene una biografía más atractiva que otro que no lo es. De haber hecho caso a estas suposiciones, la novela habría adquirido un nuevo tinte morboso —algo que gusta mucho cuando el personaje es real— y quizá se hubieran vendido un par de miles de ejemplares más, pero para eso —vender, digo— mejor dedicarse a los negocios de burdel o al robo a gran escala, que a la literatura. Así que descarté esa idea por su inmoralidad (palabra que al amoral Ruano, por cierto, le habría hecho partirse de risa).

Recuerdo también que, meses después de haber acabado París: suite 1940, empezaron a llegarme nuevos datos —bastante novelescos, además— que reforzaban las sospechas más negras (una de las tesis del libro) sobre el papel de CGR y otros amigos suyos en la Francia ocupada. Pero también deseché la tentación —que era grande— de escribir una adenda sobre el asunto porque mi novela ya estaba cerrada y yo había tomado la decisión de alejarme de ella como quien se aleja de un puesto fronterizo regido por la canallería. Había querido escribir una novela que entonces no existía —España en un capítulo de la II Guerra Mundial— y lo había hecho. Había escrito, en el fondo, una novela que me habría gustado leer. En cuanto a Ruano, para quien lo quisiera; nunca lo he considerado de mi propiedad. No son los escritores propiedad de nadie, salvo de sí mismos y malo cuando no es así. Pero últimamente me ha parecido que su fantasma vuelve a pasearse por la galería de espejos de la literatura española, por la cámara de ecos donde hoy se confunde lo verdadero con lo falso. No sé si es un espejismo u otro fenómeno alucinatorio, pero he creído ver a un escritor esgrimiendo una carta de Ruano escrita en la prisión de Cherche-Midi, mientras aseguraba a quienes quisieran escucharle, «esto es otra historia». Otro escritor lo incluía en un catálogo de carcelarios junto a Jean Genet, William Burroughs y Maurice Sachs. Y un tercero, ay, se lamentaba de que un periodista de The New York Timesno hubiera escrito el libro que yo había escrito cinco años atrás sobre Ruano en París durante la Ocupación. Para que nada faltara en el retablo valleinclanesco, me ha parecido ver a González-Ruano dedicando su mejor sonrisa a la duquesa de Alba. ¡Qué gran boda hubiera sido ésta!

He recordado a Ruano junto a un camello y dos muchachos —como Lawrence de Arabia— en un oasis del desierto libio; en el Sitges de la postguerra europea, intentando congraciarse con Falange por puro miedo —lo cuenta Ridruejo en sus memorias— y lo he visto muerto sobre la alfombra del salón de su casa de Ríos Rosas, mientras Cela tocaba las maracas en el piso de abajo. Porque con Ruano pasan estas cosas: que nunca sabes, al contemplar sus fotos, si es él o su fantasma, si está vivo o no, si ese rostro —junto al de Somerset Maugham, uno de los más difíciles del siglo XX— es pose para defenderse del mundo, o maldad para aprovecharse de quienes lo habitan. Los que más íntimamente lo trataron no quieren apenas hablar de él (supe de uno que lo admiraba pero que nunca dejó que su mujer lo conociera). Luego están los que conocieron a alguien que lo padeció y estos cuentan a veces cosas tremebundas de pintores bielorrusos, pasaportes y dibujos falsos y Domínguez, Condoy y Viola, detrás. Eso cuentan como algún otro narra su entusiasmo de converso ante la prosa ruanesca, como si CGR fuera Livingstone y él Stanley y lo hubiera descubierto en el corazón de las tinieblas y se hubiera hecho la luz (negra, supongo) en su vida. He visto ambas cosas. De todo he visto desde el palco porque cuando uno ha dedicado algunos años de su vida a un asunto, siempre le queda butaca de palco. Incluso lo he visto, a Ruano, mezclado con el fotógrafo checo Josef Sudek, el escritor-dibujante Bruno Schulz y el músico ruso Shostakóvich pasado por el psicoanálisis barato. Seguro que esas imágenes eran falsificaciones o imposturas porque nunca se conocieron entre ellos. Se ve que Ruano despierta ese afán, el falsificador, como un destino.

Pero quizá lo que he visto lo haya soñado tan solo. Quizá nada de lo que cuento sea verdad; no más verdad de lo que eran las sesiones de espiritismo a finales del XIX. Me acuerdo ahora de aquello que escribió Kant —que tanto sabía de moral y escritura— en Los sueños de un visionario: «¿Por qué habría de ser más honroso dejarse llevar por la ciega confianza en aparentes fundamentos racionales que por la imprudente fe en historias engañosas?» Lo cierto es que aunque no se sepa ya dónde está la honra, sin la imprudente fe en esas historias engañosas tampoco existiría la verdadera literatura.

José Carlos Llop, escritor.

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