Espíritu constitucional y pluralismo

Espíritu constitucional y pluralismo

La confrontación de propuestas para la resolución de los problemas de un país forma parte de la esencia del pluralismo, valor fundamental de toda democracia. Nada que reprochar, por eso, al calor que se ponga en la defensa de las propias posiciones. Sin embargo, hay momentos y retos en la vida de un país que exigen buscar un mínimo común para edificar sobre él las bases de un futuro compartido para que éste pueda continuar siendo plural y diverso. Así ocurrió en nuestra Transición, en la que, por enfrentadas o incompatibles que fueran o hubieran sido las posiciones respectivas, se construyó la democracia al esforzarse todos en encontrar puntos de apoyo comunes sobre los que construir aquel presente y un futuro en el que el pluralismo siempre estuviera garantizado. Así se alumbró nuestra norma suprema, que todavía hoy celebramos. Pero no solo hay que celebrar la Constitución, sino ese espíritu que la hizo posible.

Los momentos actuales, con el daño y la incertidumbre infligidos por la pandemia y los estragos en la economía y los que tendremos que afrontar, exigen de todos recobrar ese espíritu para encontrar puntos de apoyo comunes con los que responder a los desafíos.

Uno de esos momentos es el actual, que exige acelerar el combate final contra la pandemia y llegar a acuerdos sobre qué hacer cuando acabe próximamente el estado de alarma, sacando lecciones de la experiencia para encontrar soluciones sin incertidumbres jurídicas. La primera lección consiste en constatar que, desde finales de junio de 2020 hasta finales de octubre del mismo año, el alivio al ver concluida en junio la primera ola de la covid-19 se vio trastornado, desde mediados de agosto, por la incertidumbre de no saber qué medidas, para evitar una segunda ola, tenían cobertura legal. La incertidumbre y el desconcierto que se derivó de la exigencia de su aprobación o ratificación por el poder judicial fue enorme. Unos jueces y tribunales dijeron que no se podía hacer lo que otros decían que sí era posible. Y las razones para una u otra cosa eran diferentes. Nada que reprochar a jueces y tribunales, sino al legislador que les pasó una función que no les correspondía: la carga de decir el derecho sobre la conveniencia u oportunidad de medidas de salud de carácter general o no individualizables, allí donde no puede haber referencias claras en las leyes para saber qué se debe hacer para garantizar al máximo la salud sin perjudicar, innecesaria o desproporcionadamente, la economía.

La segunda lección es que durante los dos periodos de alarma —del 14 de marzo al 20 de junio de 2020 y del 25 de octubre de 2020 al 9 de mayo de 2021— el desconcierto y la inseguridad terminó al no ser ya necesario que la justicia ordinaria autorizara o ratificara, con contradicciones sistemáticas, las medidas no individualizables adoptadas. Se podría discutir sobre el acierto u oportunidad de las medidas generales, pero no su cobertura legal.

La última lección es que no hay un único modelo de alarma, sino tantos como puedan reclamar las circunstancias: la evolución de la pandemia, con sus diferentes clases de medidas e intensidades. Ha sido flexible y amplísimo el abanico de soluciones y modelos: uno inicial de estricto confinamiento domiciliario, suavizado desde primeros de mayo, con relajación progresiva y sucesiva de horarios de salidas por edades y mascarillas, con toques de queda o sin ellos, etc. Desde octubre, el segundo estado de alarma nacional no comportó confinamiento domiciliario alguno; circunstancialmente confinamientos perimetrales por barrios, zonas de salud o municipios. Los desplazamientos de unas provincias y autonomías a otras no estaban necesariamente impedidos y los toques de queda admitían flexibilizaciones según localidades o autonomías.

Los hechos han demostrado, pues, que el estado de alarma es compatible con multitud de modelos, de medidas y de intensidad de las mismas y que bajo tal estado no ha habido incertidumbres en la justicia ordinaria sobre su cobertura.

Es difícil comprender así el porqué de la negativa de la oposición a prorrogar el estado de alarma a partir del 9 de mayo y por qué el Gobierno no propone su prórroga en las condiciones de flexibilidad adaptadas a las características de la eventual cuarta ola.

El argumento de la alternativa de modificar la Ley orgánica 3/1986, de medidas de salud pública (LOMSP) en lugar de prorrogar el estado de alarma con un contenido tan flexible como se quiera no tiene sentido lógico, jurídico o político. No es lógico pretender meterse en la reforma de una ley para acabar aplicando con ella las mismas medidas que bajo la alarma, pero sin su seguridad. Eso sí, dejando al Estado sin una dirección central del combate contra la pandemia; dirección que hasta Merkel acaba de reconocer en Alemania que es indispensable.

No tiene sentido jurídico, tampoco, porque la LOMSP de 1986 fue una ley bien consciente tanto de lo que quería regular, como de lo que quería excluir de esa regulación. El Gobierno remitió en 1985 un proyecto de ley ordinaria de sanidad que incluía, entre otros, tres artículos que el Congreso consideró que no podían estar en una ley ordinaria por afectar al desarrollo de derechos fundamentales: sólo una ley orgánica podía tratar esas cuestiones. La junta de portavoces del Congreso decidió unánimemente quitar dichos artículos de la ley ordinaria para llevarlo a una ley orgánica (la futura LOMSP). La redacción de los tres artículos extraídos se mantuvo casi idéntica en esa ley orgánica, pero con un cambio absolutamente trascendente: se suprimió la referencia a las “epidemias” que figuraba en el proyecto originario del Gobierno. La razón es reveladora: la Ley Orgánica 4/1981 sobre el estado de alarma, que había desarrollado el mandato de la Constitución, mencionaba expresamente las “epidemias” como uno de los supuestos determinantes de la declaración de la alarma. Por esa razón —por no invadir el espacio reservado al estado de alarma por la Constitución y su ley de desarrollo de la alarma— la LOMSP de 1986 suprimió la referencia a las “epidemias” como uno de los supuestos que permiten adoptar determinadas medidas sin estado de alarma.

No se trató, pues, de olvido o inadvertencia del legislador de la LOMSP, sino que no quiso violar la Constitución, permitiendo hacer fuera del estado de alarma lo que la Constitución quería que se hiciera dentro de tal estado de acuerdo con la ley específica del mismo y con sus garantías de control por el Congreso.

La trascendencia del momento actual exige recuperar el espíritu constitucional y evitar impostar el pluralismo hasta convertirlo en tribalismo, si se exacerba la diferencia de posiciones no sobre la base de las que se tengan, sino sobre la base de buscar cualquiera que sea diferente de la del contrario para confrontarle.

El objetivo compartido debe ser vencer definitivamente la pandemia cuanto antes para afrontar sus consecuencias posteriores y hacerlo con la mayor seguridad jurídica; y ésta parece claro que solo la da el estado de alarma. El objetivo para la oposición no puede ser debilitar al Gobierno, ya sea porque pierda la votación de la prórroga, ya sea porque la gane con el apoyo de los independentistas y los que llama herederos de ETA o Batasuna pensando, así, atacar al Gobierno, en cualquier caso.

Pero el objetivo del Gobierno no puede ser evitar tal dilema para no caer en esa supuesta trampa que parecería tenderle el momento. Todo Gobierno tiene que hacer lo que debe hacer; hay exigencias de la democracia a la que nadie se debe sustraer y el Gobierno menos que nadie cuando se trata de solucionar problemas.

También la oposición está sujeta a obligaciones y responsabilidades y no puede cerrarle al Gobierno todas las salidas para denigrarle, después de hacer imposible cualquier otra.

Recuperar el sentido común con altura de miras y buscando, precisamente, la mayor seguridad jurídica es una exigencia de la democracia y del espíritu constitucional que inspiró la Constitución a la hora de enfrentarnos de nuevo a graves problemas comunes.

Tomás de la Quadra-Salcedo Fernández del Castillo es catedrático emérito de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III, exministro de Justicia y expresidente del Consejo de Estado.

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