¿Está Alemania enferma nuevamente?

¿Está Alemania enferma nuevamente?
Sean Gallup/Getty Images

Pueden decirse muchas cosas sobre el Presidente ruso Vladimir Putin, pero su guerra en Ucrania abrió los ojos de los europeos a algunas verdades que se han obviado durante mucho tiempo. Una es que, incluso después de más de 70 años de relativa paz en el continente, dejar de lado la seguridad militar resulta muy riesgoso. La otra es que el “sueño ecológico” de unas economías modernas alimentadas exclusivamente por energías renovables sigue estando fuera de nuestro alcance, y que el acceso fiable a un suministro de energía barata sigue siendo esencial.

Si bien la primera verdad se hizo muy evidente el día en que las tropas rusas cruzaron la frontera con Ucrania el 24 de febrero, la segunda solo ha penetrado gradualmente la conciencia pública. De hecho, muchos han llamado a hacer un embargo de las importaciones europeas de gas ruso, con el argumento de que eso no solo debilitaría la capacidad de Rusia de seguir en la guerra, sino que también aceleraría la transición hacia el nirvana verde, con un coste mínimo para Europa en términos de reducción de su PIB.

Un nuevo estudio pone en evidencia lo fantasioso de ese planteo. Si se cortara el suministro de gas ruso, Alemania sencillamente ya no podría fabricar sus 300 productos que utilizan grandes cantidades de gas. Es cierto que el estudio observa que estos productos podrían ser sustituidos si se importan. Pero esa afirmación no toma en cuenta las pérdidas en términos de bienestar y calidad de vida resultantes del hecho de que Alemania tendría que pagar precios mucho más altos por ellos, pérdidas que tendrían repercusiones en toda la economía.

Debido al efecto de la relación de intercambio, el bienestar de los consumidores de gas y bienes para cuya fabricación se necesita mucho gas declinaría a medida que aumente el precio de los productos que, para entonces, habrían pasado a ser importados. Puesto que este aumento no se incluye en la definición del PIB real, los efectos de un embargo de gas sobre el PIB europeo parecen menores de lo que serían.

Es más, no solo los consumidores directos de los 300 productos se verían afectados. Si, por ejemplo, el metanol y el amoniaco que están en la base de la producción de fertilizantes y varios otros productos químicos se tuvieran que importar desde los Estados Unidos en lugar de producirse localmente, los sectores industriales secundarios y complementarios alemanes perderían competitividad. Muchísimos empleos se verían afectados hasta que se encontrara un nuevo equilibrio. No es de sorprender que BASF, la mayor compañía de químicos del planeta, haya decidido invertir hasta €10 mil millones ($10,4 mil millones) en una nueva planta en China.

Reemplazar los combustibles fósiles con renovables no es la solución que muchos creen que es. Las energías que dependen de las condiciones meteorológicas, como la eólica o la solar, sencillamente son demasiado impredecibles para alimentar de manera confiable las economías modernas, lo que significa que las fuentes de energía “ajustables” -el carbón, el gas y la energía nuclear- seguirán siendo esenciales para amortiguar la volatilidad al compensar las energías eólica y solar cuando estas sean insuficientes. En caso de un “ocaso prolongado”, en que no sople el viento y el sol no brille, estas fuentes incluso podrían tener que suplir toda la demanda energética por sí solas.

La adopción de la electricidad (en lugar del gas) como fuente energética del transporte, la calefacción y los electrodomésticos exacerbará el problema al generar una mayor demanda eléctrica, lo que exigirá que aumenten proporcionalmente las plantas de energía ajustable. Para Alemania, que está descartando recurrir al carbón o la energía nuclear, esto significa plantas alimentadas a gas. Pero el gas ya está escaseando, por lo que se debe encontrar otra solución.

Se podría argumentar que para eso están las baterías: reunir energía cuando está disponible y guardarla hasta que se necesite. Pero, si bien las baterías en, digamos, los coches eléctricos un día podrán compensar las fluctuaciones de corto plazo del acceso a la energía, todavía falta mucho para eso. Incluso con tecnologías más avanzadas de almacenamiento en baterías, uno o dos días sin viento o sol harían que el transporte eléctrico se paralizara. Los coches eléctricos agravan el problema de la amortiguación estacional. Entonces, ¿en cuánto tiempo más podremos contar con baterías que alimenten no solo a nuestros vehículos, sino a nuestras economías enteras durante el invierno, compensando las fluctuaciones estacionales de los suministros renovables a través de la energía almacenada con el sol del verano y las tormentas de otoño?

Un futuro más realista, aunque todavía distante, sería el de plantas alimentadas por hidrógeno que cerraran la brecha que dejaran las energías eólica y solar. Pero para producir un hidrógeno barato, los electrolizadores necesitan un flujo estable y confiable de electricidad, algo que se supone tendrían que aportar ellos mismos. La solución a este dilema sigue sin encontrarse.

La guerra de Ucrania ha expuesto de manera implacable las insuficiencias de la transición a la energía verde, obligando a países como Alemania a un experimento energético en tiempo real. Por ahora, no tienen más alternativa que comprar insumos extremadamente caros de gas natural licuado, importar y extraer más gas natural local, y depender de la energía nuclear, sea producida en el país o importada.

Hace veinte años, Alemania era llamada el enfermo de Europa, por su alto desempleo, la debilidad de su demanda interna y el lento crecimiento de su PIB. Hoy el país parece haber cogido otra enfermedad, esta vez por una política energética ambiciosa y poco realista. La recuperación será dolorosa.

Hans-Werner Sinn, Professor Emeritus of Economics at the University of Munich, is a former president of the Ifo Institute for Economic Research and serves on the German economy ministry’s Advisory Council. He is the author, most recently, of The Euro Trap: On Bursting Bubbles, Budgets, and Beliefs (Oxford University Press, 2014). Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *