La vida normal en Ramala —ciudad de Cisjordania a la que se le conoce por su población joven y su vida nocturna animada— está paralizada desde hace un mes.
Desde los atentados mortíferos de Hamás del 7 de octubre, las fuerzas israelíes han lanzado numerosas redadas en Cisjordania y han detenido a personas con distintos tipos de perfiles: estudiantes, activistas, periodistas, incluso personas que publican en internet su apoyo a Gaza. Los ataques aéreos y con aviones no tripulados han dejado casas y calles en escombros, varios campos de refugiados han sido objetivos y casi destruyen la mezquita Al-Ansar. Han bombardeado la ciudad de Yenín y, el mes pasado, las fuerzas israelíes destruyeron el monumento conmemorativo de Shireen Abu Akleh, periodista de Al Jazeera, en el lugar donde murió mientras informaba hace más de un año.
Mientras tanto, un consejo de asentamiento ha estado repartiendo cientos de fusiles de asalto a escuadrones civiles en los asentamientos del norte de Cisjordania, como parte de un esfuerzo más generalizado del ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, quien también es colono, para armar a los grupos civiles tras los atentados del 7 de octubre. Hasta ahora, el ministerio ha comprado 10.000 fusiles de asalto para este tipo de grupos en todo el país. Es parte de la atmósfera de violencia creciente que ha dejado, desde el 7 de octubre, un saldo de más de 130 palestinos muertos en Cisjordania.
Este tipo de violencia sistemática no es nada nuevo para los palestinos.
Para muchos, dentro y fuera de esta guerra, la brutalidad de los ataques de Hamás del 7 de octubre era impensable, como lo ha sido la escala y la ferocidad de las represalias de Israel. Pero, durante generaciones, los palestinos han sido objeto de un flujo constante de violencia insondable, así como de la progresiva anexión de sus tierras por parte de Israel y los colonos israelíes.
Si queremos que la gente entienda el conflicto más reciente y vea una ruta a seguir para todos, tenemos que ser más honestos, matizados y exhaustivos sobre las últimas décadas de historia en Gaza, Israel y Cisjordania, en particular sobre el impacto que tienen la ocupación y la violencia en los palestinos. Esta historia se mide en décadas, no en semanas; no es una guerra, sino un continuo de destrucción, venganza y trauma.
Desde la Nakba de 1948 —en la que aldeas palestinas enteras fueron borradas del mapa y se estableció el Estado moderno de Israel—, los palestinos han soportado un sometimiento que ha definido su vida cotidiana. Llevamos décadas sufriendo la ocupación militar de Israel, así como una sucesión de invasiones y guerras mortíferas. Las guerras de 1967 y 1973 contribuyeron a configurar la geografía y geopolítica modernas de la zona, con millones de palestinos en gran parte apátridas divididos entre Gaza y Cisjordania. En Gaza, a menudo denominada la mayor prisión al aire libre del mundo, a los palestinos se les prohíbe entrar o irse, excepto en circunstancias increíblemente extraordinarias.
Esta historia ha estado ausente de gran parte del discurso que rodea la guerra entre Israel y Hamás, como si los ataques del 7 de octubre fueran completamente arbitrarios. La verdad es que, incluso en tiempos de relativa paz, los palestinos son ciudadanos de segunda clase en Israel, si es que acaso se les considera ciudadanos. Según la legislación israelí, los palestinos no tienen derecho a la autodeterminación nacional, que está reservada para los ciudadanos judíos del Estado. Diversas leyes restringen el derecho de circulación de los palestinos, por lo que regulan todo, desde dónde pueden vivir hasta qué identificaciones personales pueden tener o si pueden o no visitar a sus familiares en otros lugares.
El “derecho al retorno” —el derecho de los palestinos y sus descendientes a regresar a las aldeas de las que fueron expulsados como víctimas de limpieza étnica durante la guerra de 1948— es fundamental para la perspectiva política de muchos palestinos porque muchos siguen siendo, legalmente, refugiados. En Gaza, por ejemplo, aproximadamente dos tercios de la población son refugiados. Este estatus no es una abstracción; lo dicta todo, desde dónde vive la gente hasta dónde estudia o a qué médicos consulta.
Muchos gazatíes tienen padres y abuelos que crecieron a pocos kilómetros de donde viven actualmente, en zonas a las que ahora, por supuesto, tienen prohibida la entrada. Aún evocan recuerdos de su infancia o adolescencia, cuando paseaban por los huertos de cítricos de Yaffa o los campos de olivos de Qumya; este último, al igual que muchos pueblos cuyos habitantes fueron expulsados a Gaza durante la guerra de 1948, se transformó más tarde en un kibutz.
En los últimos 75 años, ha habido periodos de mayor cooperación entre israelíes y palestinos. Pero normalmente han estado precedidos por épocas de mayor conflicto, como la primera y la segunda intifadas, o revueltas populares. Las intifadas, en las que los palestinos participaron en una resistencia a gran escala, a veces civil y a veces violenta, a menudo son retratadas por los medios de comunicación occidentales como estallidos aleatorios o indiscriminados de salvajismo asesino, como ha sido el caso de los atentados del 7 de octubre. Pero esa violencia no se produjo de la nada.
Las duras condiciones que enfrentan las comunidades palestinas —incluido el control cada vez más estricto de la vida cotidiana mediante redadas nocturnas violentas, detenciones, puestos de control militares y la construcción de asentamientos ilegales israelíes— fueron el telón de fondo de estos estallidos. Por desgracia, desde un punto de vista histórico, estos actos de violencia parecen ser lo único que ha movido la aguja en el ámbito político para los palestinos.
La muerte y la destrucción que los palestinos hemos presenciado y soportado de manera colectiva han prolongado nuestro trauma generacional. Incluso antes de este conflicto, el trastorno por estrés postraumático era común en los hogares palestinos, al igual que la depresión. Al ser una población joven, los niños son los más afectados por el régimen militar de Israel: muchos son arrebatados por la noche de sus camas o de los brazos de sus madres, golpeados y encarcelados tras ser juzgados arbitrariamente en tribunales militares. A otros les disparan y los dejan paralíticos, cuando no los matan.
En Gaza, estas víctimas prácticamente no tienen ninguna posibilidad legal de recurrir a los tribunales de parte del Estado israelí. Durante los 16 años de asedio a Gaza, los administradores israelíes han controlado el acceso a la electricidad, los alimentos y el agua, y en un momento dado determinaron el número de calorías que los gazatíes podían consumir antes de caer en la desnutrición. También han permitido que Gaza y los territorios ocupados sirvan de laboratorios para las tan alabadas empresas tecnológicas de seguridad israelíes. Muchas personas de Gaza se han arriesgado a emprender el peligroso viaje a través del Mediterráneo para salir de ahí, solo para morir en el camino.
Con Gaza sellada desde hace 16 años y Cisjordania contenida en gran medida por la violencia de los colonos y el ejército, Israel ha podido mantener su ocupación de manera indefinida. Los espasmos periódicos de violencia —como los ataques ocasionales de pequeños grupos o lobos solitarios y las descargas de misiles— refuerzan la justificación del Estado para controlar a largo plazo a los palestinos y las tierras palestinas.
A lo largo de los años, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y sus asesores han dejado muy claro que un Estado palestino independiente y soberano no está sobre la mesa de negociaciones. Tampoco lo está la posibilidad de conceder a los palestinos los derechos de los que gozan los israelíes. Así pues, el statu quo de ocupación sin fin —y los ciclos regulares de violencia— se han normalizado, y la comunidad internacional parece no querer o no poder pedir cuentas al gobierno de Israel.
Los atentados del 7 de octubre acabaron con esa situación. La naturaleza insostenible de la ocupación quedó a la vista de todos, al igual que la imposibilidad de gobernar dos pueblos privilegiando a uno sobre el otro.
Se avecinan días oscuros, eso lo sabemos. Tras haber vivido guerras, invasiones y bombardeos, nos hemos acostumbrado a esperar lo peor. En Cisjordania, la moral está baja en las calles silenciosas. Las cadenas de noticias árabes por satélite, que emiten las 24 horas del día, son el ruido de fondo de la vida cotidiana. Reproducen un flujo constante de imágenes y videos horribles: todos impactantes, pero no sin precedentes.
Un sentimiento de impotencia impregna las ciudades y los pueblos de Cisjordania mientras vemos cómo cada vez más compatriotas palestinos pierden la vida, más de 11.100 según el Ministerio de Salud de Gaza. Las autoridades israelíes han propuesto empujar a la población de Gaza hacia el desierto egipcio del Sinaí, lo que los convertiría en refugiados al doble o al triple, y tal vez llevar el proyecto de asentamiento israelí a una nueva fase más expansiva. En Cisjordania, miramos a nuestro alrededor y nos preguntamos: ¿podría pasar aquí? ¿Ya está pasando?
Lo más probable es que cualquier tipo de futuro compartido esté más lejos de lo que estaba hace un mes. Pero los palestinos ya lo sabían. ¿Se consideraba paz el día anterior a los ataques de Hamás? Quizá para los israelíes sí, pero para los palestinos no.
Dalia Hatuqa es periodista independiente especialista en asuntos de Palestina e Israel.