¿Está muriendo la democracia en EEUU?

Multitud de partidarios de Trump marchando en el Capitolio de los Estados Unidos el 6 de enero de 2021. Foto: TapTheForwardAssist (CC BY-SA 4.0 / Wikimedia Commons).
Multitud de partidarios de Trump marchando en el Capitolio de los Estados Unidos el 6 de enero de 2021. Foto: TapTheForwardAssist (CC BY-SA 4.0 / Wikimedia Commons).

Tema

¿A qué retos se enfrenta la democracia en EEUU y cuáles son sus causas y posibles soluciones?

Resumen

La democracia en EEUU se enfrenta a grandes retos: muchos ciudadanos estadounidenses dudan de los resultados de las elecciones de 2020 y el extremismo, el autoritarismo y la desinformación van en aumento. EEUU, como muchos otros países, está viviendo un período de convulsiones políticas casi sin precedentes en su historia moderna. Por vez primera en la historia moderna del país se cuestiona la solidez del sistema democrático, y cada vez hay más preocupación sobre el futuro democrático del país: de acuerdo con las encuestas, un 71% de los votantes estadounidenses piensa que la democracia está en riesgo. Además, si hay un elemento diferenciador del momento actual en relación con otros períodos de crisis en el país, es que hay un sector de votantes radicales que se niegan a aceptar los resultados de las elecciones cuando pierden.

Además, el Partido Republicano, clave para la estabilidad de la democracia en EEUU, no sólo está fracturado por la radicalización del sector del partido todavía leal al ex presidente Trump, sino que también carece de un proyecto común como muestran las dificultades que ha tenido para elegir a un presidente/portavoz de la Cámara de Representantes entrante en enero de 2023. Pese a que al final el Republicano Kevin McCarthy fue elegido presidente de la Cámara –tras 15 votaciones y en la elección más larga en 164 años– para conseguirlo se vio obligado a hacer concesiones a los congresistas más radicales de su partido, que debilitarán su poder, facilitarán el proceso para destituirlo y darán mayor poder al sector radical en la aprobación de legislación y en las asignaciones de los congresistas a los comités. Estos últimos son fundamentales, porque es en los comités donde el Congreso hace gran parte de su trabajo legislativo y de control del gobierno. En definitiva, esta elección convirtió un procedimiento rutinario de elección del presidente de la Cámara en una crisis institucional, y reveló cómo un pequeño grupo de congresistas ultraconservadores puede paralizar la gobernabilidad del país con el objetivo de obtener lo que quieren.

Las consecuencias de esta debacle no serán evidentes de forma inmediata, pero se harán muy visibles cuando se procesen nuevos proyectos de ley, sobre todo en materia de gasto, que son clave para mantener al gobierno operativo, evitar su cierre y cumplir las obligaciones de deuda del país. Precisamente, entre las concesiones que los ultraconservadores sacaron de McCarthy está la promesa de que cualquier aumento en el límite de la deuda del país irá acompañado de recortes de gastos, ya que buscan limitar el gasto público que financia una burocracia que ellos consideran desastrosa para el país. Por ello, una de las grandes batallas que se avecina (se estima que a fines del próximo verano) será sobre el límite de la deuda, dado el sistema kafkiano que hay en EEUU según el cual corresponde al Congreso fijar un tope para la deuda federal. Si el gobierno alcanza este límite ya no puede pedir dinero prestado para pagar sus deudas, a menos que el Congreso aumente el límite de deuda, lo que podría forzar un impago y causar un daño grave al sistema financiero mundial. En definitiva, la batalla por la elección de McCarthy es un anticipo muy probable de lo que se avecina: un Congreso en el que una minoría radical ultraconservadora con capacidad de veto hará muy difícil que pueda cumplir sus funciones legislativas básicas. Es por todo ello que, pese a signos positivos –como el resultado de las elecciones de noviembre 2022 en que muchos de los candidatos más radicales y negacionistas de las elecciones perdieron–, el peligro para la democracia es claro y presente.

La creciente polarización, la desconexión cada vez mayor entre el poder de aprobar políticas y la opinión pública y de los votantes, el aumento de la violencia política manifestado trágicamente en el asalto al Congreso del 6 de enero de 2021, y el creciente deterioro y disfunción de las instituciones democráticas, son manifestaciones de la crisis del sistema.

Las causas que han llevado a esta situación son complejas y multifacéticas e incluyen el aumento dramático de las desigualdades, la desafección con un sistema político que no ha dado respuestas ni ha cumplido las expectativas de los ciudadanos y la alienación cultural de un sector muy importante de la población del país, que observa con creciente preocupación las transformaciones sociales que se están produciendo. Asimismo, también se encuentra entre ellas la crisis de una estructura constitucional que fue diseñada para tratar de conseguir un equilibrio de poderes y la protección de las minorías, pero que ha llevado a un sistema que inhibe la elaboración de leyes y ralentiza la formulación de políticas. En estos fracasos está la raíz de los problemas del país.

Las necesarias reformas estructurales que pueden dar respuesta a esta situación también se plantean difíciles por la falta de mayorías suficientes y de consenso entre los dos partidos mayoritarios. Sin embargo, la implementación de políticas para atacar las desigualdades, así como la creciente movilización de la sociedad en busca de soluciones y en defensa de derechos, proporcionan razones para el optimismo.

Por último, es necesario resaltar que el estado de la democracia de EEUU es importante para el resto de mundo, ya sea porque sigue siendo un ejemplo para muchos países –pese a que es cierto que desde la Guerra de Iraq su prestigio ha decaído y es cada vez menor, un proceso que se aceleró marcadamente con las políticas unilaterales de la Administración Trump–, porque sigue siendo el líder del “mundo libre” y porque para la Administración Biden la defensa de la democracia es uno de los pilares de su política exterior, definiéndola como “una batalla por el alma de esta nación”. Reforzar la democracia en EEUU y en el resto del mundo se ha vuelto más urgente a medida que Rusia libra la guerra en Ucrania, China expande su poder y el ex presidente Donald Trump y sus partidarios Republicanos atacan y cuestionan las bases del sistema democrático y las elecciones justas.

Análisis

Acaba de terminar el año 2022 con una sensación de optimismo por la derrota de muchos de los candidatos más radicales en las elecciones de noviembre 2022, que ha sido interpretada por muchos como una victoria de la democracia. Muchos votantes Republicanos han dado la espalda a su partido por la vertiente radical de muchos de sus candidatos. Como muestra el diario The New York Times, en una encuesta de votantes en cinco estados realizada por la firma de investigación Citizen Data, un tercio de los votantes que votó por una combinación de Demócratas y Republicanos en noviembre citó la preocupación de que los candidatos Republicanos tenían puntos de vista o promovían políticas “que son peligrosas para la democracia”. Y en una encuesta post-electoral realizada por Impact Research, el 69% de los independientes y Republicanos que votaron por un Demócrata para la Cámara dijeron que la democracia fue fundamental para su decisión.

Sin embargo, parece muy pronto para cantar victoria, y cualquiera que crea que estamos fuera de peligro –porque un número significativo de candidatos radicales que se negaban a aceptar el resultado de las elecciones perdió sus elecciones (en muchos casos muy reñidas)– se engaña a sí mismo. Por supuesto hay que ser muy cautelosos a la hora de analizar los resultados de las elecciones de noviembre. Hay otros datos que sugieren que el resultado no fue un rechazo tan claro al impulso antidemocrático que ha adoptado un sector importante del Partido Republicano. Por un lado, millones de votantes tenían otras razones, no sólo defender la democracia, para rechazar a candidatos Republicanos, como sus posiciones sobre el aborto, su falta de cualificaciones o sus opiniones extremas. Los Demócratas, en muchos casos, no sólo tenían candidatos más cualificados, como en las elecciones al Senado en Georgia, sino que también tenían más recursos financieros y tuvieron más éxito movilizando a sus votantes, sobre todo en las votaciones por correo.

Además, el país sigue extremadamente dividido y todavía hay muchos que se preguntan si estamos abocados a otra ruptura civil. Dos de las condiciones señaladas en el libro de Barbara Walters Cómo empiezan las guerras civiles están ya presentes en EEUU: que el gobierno sea una democracia “parcial”, ya en retroceso; y que los votantes voten en base a identidades raciales, étnicas o religiosas. De acuerdo con el Chicago Project on Security & Threats, el uso del término “guerra civil” en Twitter aumento un 3.000% en las horas siguientes a la búsqueda de documentos confidenciales que llevó a cabo el FBI en la residencia de Trump el pasado mes de agosto, mientras que una encuesta reciente de la Universidad de Virginia muestra que un 52% de los votantes de Trump (¡y un 4% de los de Biden!) están al menos algo de acuerdo en que el país está tan fracturado que optarían por alguna forma de “secesión” de los estados azules (Demócratas) de los rojos (Republicanos).

Por otro lado, EEUU está presenciando un número vertiginoso de ataques a la democracia, incluyendo llamadas a derrocarla por los sectores más radicales, prohibiciones de libros o la adopción por parte del Tribunal Supremo del principio de que las libertades que no han sido formalizadas explícitamente en la Constitución no son legales pese a que hayan sido adoptadas y aceptadas mayoritariamente por la sociedad durante décadas. Este principio ya ha sido aplicado al aborto tras la derogación de Roe v. Wade, pero se podría hacer fácilmente extensible a otros temas como el sufragio femenino, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el matrimonio interracial, las regulaciones medioambientales, la autoridad de los tribunales sobre los procedimientos electorales federales (conocida como la teoría de la “legislatura estatal independiente”) o el propio derecho al voto, ya que ninguno de ellos está recogido explícitamente en la Constitución.

Hay también muchos otros datos alarmantes que no debemos ignorar. Una encuesta reciente de New York Times/Siena mostraba que un 71% de los votantes pensaba que la democracia estaba en riesgo (sin embargo, paradójicamente sólo un 7% pensaba que era el problema más importante del país), y que un 71% de los Republicanos respondían que se sentían cómodos votando a un candidato que afirmara que la elección del 2020 fue robada (también afirmaban lo mismo un 37% de los independientes y, lo que es aún más preocupante, un 12% de los Demócratas).

No es sorprendente, por ello, que muchos de los políticos que difunden mentiras y continúan deslegitimando las elecciones presidenciales de 2020 hayan ganado elecciones el pasado noviembre (incluyendo estados clave como Florida, Ohio y Colorado), lo que permitirá al Partido Republicano controlar la maquinaria electoral de muchos estados.

Pese a que estos datos pueden interpretarse como desvaríos conspirativos de una camarilla radical, la realidad es que los nervios están a flor de piel y que la ansiedad es real. El asalto al Capitolio de hace dos años sigue muy presente, y el reciente informe revelador del Comité del Congreso sobre dicho asalto pone de relieve cuan cerca estuvieron los sediciosos de conseguir sus objetivos, inspirados por las alegaciones persistentes del presidente Trump de que le habían robado la elección.

Además, la polarización sigue presente y todos los intentos por parte de los sectores más moderados de tratar de contrarrestarla con iniciativas bipartidistas están teniendo un efecto muy limitado y son rápidamente contestadas por los seguidores de Trump en los medios, que en gran parte están cada vez más polarizados y sirven sólo a sus partidarios. Cada elección, en vez de ayudar a resolver las diferencias, se está convirtiendo en una nueva aproximación al precipicio en el que todo está en juego y perder puede tener consecuencias catastróficas (por lo que todo sirve, incluido deslegitimizar el resultado con tal de no perder). Si hay una lección clara de cómo “mueren las democracias” (Levitsky y Ziblatt) es que sólo sobreviven cuando los perdedores aceptan el resultado. Y si hay un elemento distintivo del momento actual con otros períodos de crisis en el país (¡incluyendo la Guerra Civil!) es que hay un sector de votantes radicales (mayoritariamente en el Partido Republicano) que se niegan a aceptar los resultados de las elecciones cuando pierden. Es por todo ello que, pese a signos positivos como el resultado de las elecciones de noviembre en que los más radicales (incluyendo muchos de los candidatos patrocinados por Trump) perdieron, así como la labor titánica del Comité del Congreso sobre el seis de enero por clarificar lo que sucedió ese día y hacer responsable claramente a Trump y sus secuaces, el peligro es claro y presente, y no se puede desestimar. La pregunta de si el país está abocado a una ruptura o división sigue siendo, desafortunadamente, muy pertinente.

Elementos diferenciadores de la crisis

Por supuesto, no debería haber duda de que los desafíos a la democracia en EEUU persisten y que el riesgo de una crisis constitucional ha aumentado (Leonhardt). Para afrontarlos, lo primero es reconocer que la amenaza actual es muy diferente a otras anteriores. En primer lugar, y no cabe repetirlo suficientemente, hay un movimiento creciente dentro del Partido Republicano que se niega a aceptar la derrota en las elecciones y vive de perpetuar mentiras sin evidencia y mitos sobre las elecciones. En palabras de Juan Linz, hay una ausencia de “actores semileales”. El asalto al Congreso del 6 de enero de 2021 es la manifestación más extrema de esas posiciones.

En segundo lugar, el poder de aprobar políticas está cada vez más desconectado de la opinión pública y de los votantes: por ejemplo, las decisiones del Tribunal Supremo en temas como el aborto, los derechos de voto o las armas, no tienen el apoyo de la mayoría de los ciudadanos, que prefieren políticas más moderadas. Una razón importante de esa desconexión entre las preferencias de los votantes mayoritarios y las políticas públicas son los principios constitucionales y/o los arreglos institucionales basados en tradiciones o principios históricos de defensa de las minorías cuando menos poco democráticos. Ejemplos de esto último son: el filibusterismo, que requiere mayorías cualificadas en el senado para pasar la mayoría de las legislaciones; la elección al senado, que otorga dos senadores por estado con independencia de la población (dando mucha mayor representación a estados con mucha menos población); y el Colegio Electoral en las elecciones presidenciales, que otorga más representación proporcionalmente a los estados más pequeños y posibilita que un candidato pueda ser elegido sin tener una mayoría de los votos (como sucedió con Trump en 2016 y Bush en 2000). Un último ejemplo es el sistema de elección de los jueces, en que el Senado juega un papel clave: Donald Trump nombró a 54 jueces federales de apelación (con tenencia vitalicia) en cuatro años, uno menos que los 55 que Obama nombró en el doble de tiempo. Trump también nombró en cuatro años a tres jueces del Tribunal Supremo y George W. Bush a cuatro en ocho años (siete en total en 12 años). Mientras, Obama y Clinton (que sirvieron durante 16 años) tuvieron que hacer frente a mayorías Republicanas en el Senado y sólo nombraron a cinco.

Un tercer elemento diferenciador del momento actual es el aumento de la violencia política. El asalto al Congreso del 6 de enero de 2021 es un ejemplo máximo de esta situación, pero hay otros muchos, como ha puesto en evidencia el Comité del Congreso que investigó dicho ataque: en 2022 las amenazas contra miembros del Congreso fueron más de 10 veces mayores que hace cinco años. De 902 amenazas investigadas por la Policía del Capitolio en 2016, pasaron a 3.939 en el primer año de la presidencia de Trump, a 5.206 en 2018, 6.955 en 2019, 8.613 en 2020 y 9.600 en 2021; y, en las 11 semanas entre la elección y el día de la toma de posesión, los actores armados en las protestas crecieron un 47% en comparación con las 11 semanas previas a las elecciones, mientras que los grupos paramilitares organizados crecieron un 96%. De acuerdo con un reciente estudio de Kalmoe y Mason (2022) sobre partidismo y violencia política, en febrero de 2021 el 25% de los Republicanos y el 17% de los Demócratas consideraban justificables las amenazas contra los líderes del otro partido, y el 19% de los Republicanos y el 10% de los Demócratas creían que estaba justificado acosar a los miembros ordinarios del rival.

Uno de cada cinco Republicanos (20%) y el 13% de los Demócratas afirmaron que la violencia política está justificada “en estos días”.

El último elemento diferenciador de la situación actual es el creciente deterioro de las instituciones democráticas, desde el Congreso, donde el respeto a las normas y tradiciones es cada vez menor, los tribunales (empezando por el Tribunal Supremo, cada vez más politizado), los medios (que mayoritariamente funcionan como cadenas de transmisión de sus audiencias con poco respeto a los datos y la veracidad), la educación (cada vez más politizada) e incluso la religión (pues muchas iglesias se ha convertido en instrumento de los partidos). Por último, hay cada vez una mayor erosión en la aplicación de normas informales por parte de los dos partidos: el ejemplo más paradigmático fue el del bloqueo por el Senado Republicano del nombramiento por el presidente Obama en marzo del 2017 del juez Garland al Tribunal Supremo, bajo el pretexto, sin base legal ni precedente histórico, de que había que esperar al resultado de las elecciones presidenciales de noviembre de ese año (principio que los Republicanos del Senado ignoraron posteriormente cuando Trump nombro a la juez Barrett en septiembre de 2020, a tan solo dos meses de las elecciones presidenciales). No hay duda, desafortunadamente, de que los principios de tolerancia mutua, paciencia y abstención (Levitsky y Ziblatt), claves para el buen funcionamiento de nuestras democracias, cada vez están más erosionados. Cada vez importan menos el “qué”, los principios/programas de los partidos, y el “quién”, a qué candidato apoyan. En definitiva, estamos ante una serie de elementos diferenciadores que hacen la situación actual particularmente complicada y presentan unos riesgos muy específicos al sistema democrático.

Causas de la crisis

Es importante también entender las causas que han llevado a esta situación y al deterioro de la democracia en EEUU. Muchos han tratado de diagnosticar el problema (Hochschild, Cramer, DeLong, Levy, Blyth, Krugman, Shapiro, Ziblatt/Levistky…) y, en general, hay coincidencia en que un detonante claro ha sido la frustración con el estancamiento de los estándares de vida y el aumento de las desigualdades de las tres últimas décadas, que ha llevado a la deslegitimación del sistema, a la polarización y al populismo. Un elemento clave ha sido lo que se podría denominar “la normalización de las desigualdades”: aceptar que el crecimiento de las desigualdades es algo política y económicamente razonable que se podría resolver a largo plazo, pero que ha sido catastrófico para el país. Es importante resaltar que esa “normalización” también ha sido alimentada por las políticas neoliberales de gobiernos Demócratas (Clinton y Obama) y no sólo Republicanos, lo que les ha hecho perder el apoyo de una parte significativa de los votantes trabajadores, que ya no se sienten representados por las políticas identitarias de los Demócratas. Esta “normalización de las desigualdades” ha llevado a una situación económicamente inaceptable de pobreza, con una tasa oficial en 2021 del 11,6%, estando 37,9 millones de personas en dicha situación, y a una creciente brecha entre ricos y pobres. De acuerdo con datos del Pew Research Center, los ingresos de los hogares han crecido sólo modestamente este siglo, la riqueza de los hogares no ha vuelto a su nivel anterior a la recesión y la desigualdad económica continúa ampliándose. Los ingresos de la clase media no han crecido al ritmo de los ingresos del nivel superior: de 1970 a 2018 la renta de la clase media aumentó de 58.100 dólares a 86.600, una ganancia del 49% pero considerablemente inferior que el 64% registrado por hogares de ingresos altos, cuyo ingreso medio aumentó de 126.100 dólares en 1970 a 207.400 en 2018. Por último, los hogares en el nivel de ingresos más bajos experimentaron un aumento del 43%, de 20.000 dólares en 1970 a 28.700 en 2018. Todo ello ha sido clave en el aumento del resentimiento, la desafección política, la deslegitimación del sistema, el populismo y la polarización.

Aunque la economía ha sido clave para entender la situación política actual y el daño a la democracia, hay también que resaltar otros factores que han llevado a la situación presente, como los temores culturales: un sector importante de la población, sobre todo en zonas rurales, se siente atacada por las elites culturales de las costas, que los tratan de forma condescendiente y con nula empatía. Perciben que lo que oyen de muchos políticos e influencers, y lo que ven en sus televisiones y en los cines, es un ataque directo a sus valores, sus creencias religiosas y sus tradiciones. Estos ciudadanos viven con gran ansiedad y desorientación los cambios sociales y culturales tan significativos que ha experimentado el país en las últimas décadas y que se han acelerado en los últimos años, como la inmigración, el aborto, las costumbres, la cultura de la cancelación, las solicitudes de desarmar a la policía, las políticas de género, el COVID, etc. Se sienten “extraños en su propio país” (Hochschild), y han generado una reacción cultural (el cultural backlash de Norris e Inglehart). Estos ciudadanos piensan de forma tan diferente que ni siquiera acontecimientos sísmicos como el COVID les hacen cambiar de opinión, lo que ha llevado a una “calcificación” de la política estadounidenses, que produce endurecimiento y rigidez en las posiciones de los votantes y hace más difícil alejarse de sus preferencias (Tuasanovitch y Vavreck). Para millones de votantes no importa tanto lo que afecte a sus carteras, sino cómo les impactan los cambios culturales que está sufriendo el país. Y todo ello se ha intensificado por el aumento masivo de las falsedades y mentiras propagadas más rápidamente que nunca a través de los medios y las redes sociales.

Vivimos en un mundo en el que los filtros están desapareciendo, los datos y las evidencias empíricas se hacen cada vez más irrelevantes, y las fronteras entre lo que se percibe como verdad y mentira es cada vez más tenue.

Por último, como se ha mencionado anteriormente, hay que resaltar la estructura constitucional del país, que fue diseñada bajo el principio de la separación de poderes y para proteger a las minorías, e históricamente ha privilegiado a los residentes de los estados más pequeños. La crisis actual ha puesto de relieve cómo la Constitución ha contribuido al retroceso democrático de los últimos seis años. El sistema, que funciono razonablemente bien durante décadas, se ha visto afectado dramáticamente por los cambios demográficos y ha llevado a una desconexión creciente, como se ha apuntado anteriormente, entre la opinión pública y los resultados electorales. Pese a recientes aseveraciones, EEUU es una democracia y una república que está basada en representantes electos y en la regla de la mayoría. Sin embargo, es también un sistema con elementos que se pueden caracterizar benévolamente como poco democráticos (el filibusterismo, la elección de senadores, el Colegio Electoral…) que priman a las minorías. Estos elementos poco democráticos se han acentuado con los cambios demográficos y geográficos que ha experimentado el país en las últimas décadas y que han llevado a una mayor concentración de población en las grandes metrópolis de las costas (Demócratas) y a una menor población en las zonas rurales del sur y del interior (Republicanos). Los estados de más población han crecido más rápidamente que los más pequeños. Esto está teniendo un efecto no democrático y un sesgo partidista que beneficia al Partido Republicano, que suele tener más apoyo en esos estados más rurales y con menos población. En un sistema en que el ganador se lleva todo (winner-takes-all) y con un Colegio Electoral para las elecciones presidenciales, los Demócratas están dilapidando votos en las costas y en los grandes estados en los que suelen ganar abrumadoramente, como California y Nueva York, que tienen menos relevancia proporcionalmente que otros estados con muchísima menor población. Por ejemplo, en siete de las ocho últimas elecciones presidenciales los Demócratas ganaron el voto popular y, sin embargo, los Republicanos ganaron la presidencia tres veces gracias al Colegio Electoral. Otros ejemplos del sesgo Republicano del sistema: en el Senado saliente, los 50 senadores Republicanos (que le daban capacidad de cuasi-veto en el senado por el filibusterismo, que requiere una mayoría cualificada de 60 votos para avanzar la mayoría de las iniciativas legislativas) representaban a 145 millones de estadounidenses, mientras que los 50 senadores Demócratas representaban a 186 millones. Por la misma razón, el sistema también consolida la desigualdad de representación racial en el Congreso. Actualmente, Washington DC (y Puerto Rico, que es una Commonwealth) no es un estado y no tiene representantes en el Senado y sólo un voto parcial en la Cámara Baja. Por último, la perversión y el abuso en el diseño de los distritos electorales (el llamado gerrymandering) tiende a favorecer a los Republicanos, que controlan 28 legislaturas por 19 de los Demócratas. Todos estos factores constitucionales contribuyen a la creciente desconexión (y frustración) entre la opinión pública y el resultado de las elecciones, y por consiguiente también a la desconexión entre las preferencias de la mayoría de los votantes, las legislaciones y las políticas públicas. Este contexto favorece la polarización, la deslegitimación del sistema y la falta de consensos.

Posibles soluciones

Una vez diagnosticada la situación y sus causas cabe preguntarse cuáles son las soluciones. Muchos han propuesto una coalición amplia de los Demócratas (Demócratas y Republicanos) que aísle a los ultra “MAGA” (Make America Great Again) y negadores de las derrotas electorales. Sin embargo, hasta ahora, el Partido Republicano no ha querido purgar a esos elementos de sus filas y, salvo notables excepciones, los únicos que han dado un paso al frente, como los congresistas Cheney y Kinzinger, han sido penalizados por sus correligionarios y se han retirado del Congreso o han perdido su reelección. Hasta ahora (enero de 2023), el Partido Republicano es consciente de que necesita los votantes MAGA de Trump para ganar elecciones y no está dispuesto a asumir riesgos que lo lleven a perder su apoyo. Es cierto que las elecciones de noviembre de 2022 han sido consideradas por la mayoría de los analistas como una derrota casi sin paliativos para Trump y muchos de sus candidatos, y una repudiación de los peores negacionistas de las elecciones. Otros factores, sin embargo, también fueron clave, como la decisión del Tribunal Supremo sobre el aborto, que movilizó al votante Demócrata y centrista, así como la pésima calidad y el radicalismo de algunos candidatos Republicanos. De lo que no hay duda es de que en las últimas semanas hay cada vez más voces dentro del Partido Republicano que claman por un mayor distanciamiento con Trump y que piden que se mire al futuro y no al pasado. Pero es todavía demasiado pronto (y Trump ya ha anunciado que se presentará a la reelección) para ver como termina todo. Lo que sí parece probable es que Trump no va a ser coronado candidato y que otros pesos pesados, como el gobernador de Florida Ron DeSantis, se presentarán a unas primarias que serán apasionantes.

Otras soluciones buscan corregir los problemas constitucionales descritos anteriormente y tratan de minimizar el efecto contra-mayoritario de la Constitución, que inhibe la elaboración de leyes y ralentiza la formulación de políticas.

Una solución podría ser la de ampliar el número de representantes en la Cámara Baja, algo que está permitido por la Constitución y haría posible corregir los desequilibrios de representación. Sin embargo, dada la polarización y minúscula minoría de los Republicanos en el Congreso entrante, esta reforma no parece muy probable a corto plazo. Otros apoyan posibles reformas de la Corte Suprema: unos piden que se limite el número de jueces que puedan ser nombrados durante un mandato presidencial (por ejemplo, un máximo de dos jueces cada cuatro años) para evitar situaciones como la presente, en la que un presidente Republicano nombró más jueces en cuatro años que un Demócrata en ocho; otros piden que los nombramientos no sean vitalicios; otros que se limite la autoridad del Tribunal Supremo; otros que haya una edad de retiro forzosa para los jueces del Supremo; y otros que se aumente el número de jueces. Dada la falta de consenso sobre estas reformas, parecen poco probables a corto plazo.

Hay también un deseo de que se realicen reformas electorales que garanticen el derecho al voto y que se establezca un derecho constitucional al mismo. Otras reformas se podrían centrar en los distritos electorales para hacerlos más competitivos (el gerrymandering ha conseguido que tan sólo un 14% de los distritos sea competitivo). También hay propuestas para establecer una autoridad federal electoral que acabe con el caos estatal actual: la eliminación del Colegio Electoral y la elección directa del presidente; introducir mayor proporcionalidad para reducir la brecha de representación entre los estados grandes y los más pequeños; introducir un sistema de representación proporcional como el que hay en la mayoría de los países europeos con distrititos multipersonales; o limitar el gasto en campañas electorales, y/o reformar el sistema de financiación y proporcionar financiación pública. Desafortunadamente, ninguna de estas propuestas tiene el consenso necesario y en algunos casos requerirían una enmienda Constitucional, lo cual parece altamente improbable.

El gran problema es que en un contexto de “calcificación” de preferencias de los votantes, un cambio minúsculo de preferencia de voto puede tener consecuencias electorales dramáticas. Por eso hay tanto en juego y tanto miedo a perder unas elecciones. En este contexto, el problema de la democracia se ha convertido en un problema de números: mientras que las elecciones se sigan decidiendo por márgenes pequeñísimos el riesgo de que haya una divergencia entre el voto popular y el Colegio Electoral sigue siendo muy alto, y los votantes de las zonas rurales continuarán teniendo un peso desproporcionado y seguirán siendo clave para decidir las mayorías en el Senado y en la presidencia. Además, un electorado dividido por la cultura no va a poder generar los votos necesarios para que el Partido Demócrata pueda recuperar una mayoría duradera y suficiente para hacer las reformas institucionales necesarias. En esas estamos.

Conclusiones

El informe del Comité del 6 de enero muestra claramente la fragilidad de la democracia en EEUU. Los retos que se han descrito no han desaparecido y EEUU tiene que dar respuesta a ellos. El año 2022 ha estado marcado por el temor a un colapso de la democracia, la desintegración social, teorías conspirativas, la guerra de Ucrania, el post-COVID y la inflación. Pese a todo, el resultado de las elecciones de noviembre muestra que hay razones para el optimismo. No sólo no se materializo la “oleada roja” pese a la inflación y las bajas tasas de popularidad de Biden, ni hubo violencia durante ni después de las elecciones, sino que la mayoría de los candidatos negacionistas más reaccionarios perdieron. Por ejemplo, en Arizona, Michigan y Nevada, los votantes de las primarias Republicanas nominaron a candidatos para secretario de Estado, el cargo que en 40 estados supervisa el sistema electoral, que hacían campaña difundiendo las mentiras electorales de Trump. En los tres estados dichos candidatos perdieron, lo que ha aliviado el temor a que candidatos radicales “conspiranoicos” (que afirmaban que las máquinas electorales estaban pirateadas o que el proceso estaba a merced de intromisiones extranjeras) vayan a estar a cargo del sistema electoral.

Además, el sistema ha mostrado que hay responsabilidad (accountability): más de 900 personas han sido acusadas de crímenes relacionados con el asalto al Congreso y cientos han sido ya condenados. El Comité ha solicitado al Departamento de Justicia que presente cargos criminales contra Trump por sus acciones en el asalto al Congreso y el Departamento de Justicia prosigue con su investigación independiente. Más allá de la polarización, un problema fundamental es la falta de confianza (trust) y el informe del Comité sobre el asalto al Congreso es clave para mostrar claridad y la verdad, ambos imprescindibles para generar confianza. En un momento en que se cuestionaba el valor y la durabilidad de nuestras democracias, la guerra de Ucrania, así como el fracaso de las políticas autoritarias chinas en la gestión del COVID, muestran que nuestras democracias poseen algo que nunca tendrán los regímenes autoritarios: la capacidad de dar respuesta (a veces inadecuada) a las necesidades de sus ciudadanos en un marco que preserve la dignidad y los derechos humanos.

Por último, pese a la larga tradición democrática en EEUU, hay que recordar para no caer en complacencias que el país tiene también una larga tradición autoritaria (con orígenes en la esclavitud), que ha adquirido nuevos bríos en los últimos años por las razones que hemos analizado, y está erosionando y tensionando las instituciones y las raíces democráticas del país. Los próximos años y las próximas elecciones pondrán a prueba una vez más la solidez de las instituciones y de la cultura democrática del país.

La historia muestra que el mejor antídoto contra los intentos autoritarios ha sido la movilización activa de la sociedad civil, ya que históricamente han sido los propios ciudadanos los que ha liderado la lucha contra la esclavitud, por los derechos civiles y las libertades.

Uno de los grandes errores que ha puesto en evidencia la decisión del Tribunal Supremo en Dobbs v. Jackson (que ha revocado Roe v. Wade) ha sido la estrategia de depender sólo de los tribunales para defender derechos adquiridos. Como se ha visto, un problema clave en EEUU ha sido que el sistema no ha respondido a los deseos y necesidades de los votantes precisamente porque está diseñado para inhibir la elaboración de leyes y ralentizar la formulación de políticas, y en ese fracaso está la raíz de los problemas. EEUU se encuentra en un bucle: la falta de construcción de mayorías conduce a la falta de implementación de políticas, lo que lleva al fracaso en el cumplimiento de expectativas. Es imprescindible generar un compromiso cívico que lleve a la movilización activa de los ciudadanos para cambiar esta situación, generar mayorías suficientes y hacer las reformas que promuevan la receptividad del sistema. Ahí estará la clave para defender la democracia y los derechos adquiridos en EEUU. Mucho de ello estará en manos de las generaciones más jóvenes que ya se están movilizando. No será un reto fácil, pero el país ya ha demostrado en otras crisis su capacidad para afrontarlo.

Sebastián Royo es Vicedecano en el College of Arts and Sciences de la Universidad de Suffolk en Boston. También es director del Madrid Campus de la Universidad de Suffolk y profesor de Gobierno en el Departamento de Gobierno de la Universidad de Suffolk en Boston.

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