Estabilidad civil

La fragmentación del panorama partidario, como expresión de la pluralidad social, no sólo genera dificultades a la hora de conformar mayorías de gobierno; propicia también una dilución de responsabilidades por parte de las formaciones elegidas y de sus electos. Como si en la confusión nadie estuviera obligado a obedecer más que a sus aspiraciones particulares. A la continuidad de la crisis fiscal se le suma ahora la complejidad de los puzles políticos en un país territorialmente tan heterogéneo. En ocasiones los actores principales dan muestras de frivolidad y aventurerismo porque sus palabras –más que sus actos– descansan sobre una base legal e institucional consolidada y sobre una sociedad civil que cuenta con sus propios recursos para sobrellevar el vacío político en sus distintas versiones: desde la carencia de mayorías estables hasta el unívoco afán independentista.

No hay más remedio que hacer de la necesidad virtud. En este caso la sociedad civil –la sociedad civil organizada no para hacer política, que la hay– está necesitada de superar cualquier sensación de orfandad respecto a los poderes legislativo y ejecutivo para así rescatar todas sus virtudes. Aun a pesar de que la estabilidad civil constituya el terreno del que se aprovecha la sociedad política –partidaria– para dar rienda suelta a sus caprichos. Aun a pesar de que el Estado de bienestar se jacte de seguir siéndolo gracias a que hay miles de personas comprometidas en infinidad de organizaciones sociales. De profesores que meten horas más allá de su convenio para mejorar el sistema de enseñanza. De jubilados que se mantienen activos en tareas solidarias. De jóvenes capaces de desarrollar iniciativas culturales por cuenta propia sin pedir un euro a nadie. De instituciones consagradas que pueden prescindir de la ayuda institucional.

La expansión informativa de la esfera política oculta su contracción real. La falsa sensación de que todo es posible en política queda desmentida a cada paso porque nada lo es de verdad. La inflación partidaria se sostiene a duras penas generando expectativas que ni siquiera consuelan a los más entusiastas. Es el vacío resultante del consabido ardid instintivo de dejar para lo que suceda mañana la justificación de lo que se ha hecho hoy. Hay una parte de la sociedad que tiene razones para sentirse desamparada, porque en su exclusión no cuenta con resortes capaces de eludir los efectos adversos de la inestabilidad política. Pero aunque la crisis que todavía perdura ha afectado a las clases medias, estas pueden todavía –lo necesitan– desentenderse del paternalismo institucional para buscarse la vida sin excesivos reproches hacia la galería. Aunque es evidente que la fragmentación del panorama partidario y la volatilidad de las fidelidades de antaño son indicativas de un desapego radical respecto a la política tradicional que la nueva política hereda sin remisión.

Si procediésemos a un inventario de la sociedad civil organizada, nos encontraríamos con que las subvenciones públicas llevan cayéndole desde hace años como una pedrea que intenta acallar su malestar a cambio de casi nada. La socialización moral del fraude y la elusión tributaria permite a las instituciones emplearse con mesura ante la fuga establecida de contribuciones. Los gobiernos manejan el erario dando a entender que forma parte de sus posesiones legitimadas en las urnas. La oposición está completamente desactivada en su función de control exhaustivo del Ejecutivo, porque tiene la cabeza en cosas pretendidamente más trascendentes, como el cambio de régimen, de sistema o de Estado. El vacío reinante ofrece una oportunidad de oro a la independencia del poder judicial, a la independencia de cada juez y magistrado. Es el único agarradero al que puede recurrir la sociedad civil para vadear este estado de locura política que, sin justicia, abocaría al caos institucional.

La Generalitat cuenta ya con un nuevo president al precio del enorme volumen de escepticismo y decepción que se ha ido acumulando hasta entre los más esperanzados por el soberanismo. Se presentan como soluciones creativas apaños de última hora cuya coherencia y estabilidad quedan más que en duda. Por su parte, la España institucional espera un milagro –o dos– para que se haga gobernable. Pero aun en la mejor de las hipótesis estamos hablando de transitoriedad, de provisionalidad, de salir del atolladero optando entre las inciertas vías de la indecisión o la obcecación. Ya llegará el momento de que la sociedad civil ajuste cuentas con la sociedad política. Mientras tanto es necesario –podría llegar a ser virtuoso– que la sociedad civil asegure su estabilidad frente a la inestabilidad política.

Kepa Aulestia

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