La declaración de inconstitucionalidad del estado de alarma ha causado una monumental polémica, una discusión a la que no se sustraen los propios constitucionalistas. Lejos de contribuir a la imparcialidad, el trasfondo político tóxico en que se decide este asunto favorece, en mi opinión, el uso de argumentos capciosos. Parece importante señalar que no se trata de dilucidar si las restricciones adoptadas fueron materialmente desproporcionadas, ni si debieron adoptarse medidas aún más restrictivas. En rigor, la cuestión objeto de examen es si las medidas impuestas deberían haber recibido un ‘nomen iuris’ que, por definición, precisa de más garantías. Entiendo que las dos opciones interpretativas -la de la mayoría que ha apoyado la Sentencia y la de los votos particulares- cuentan con argumentos a su favor, y no debería sorprender que el Tribunal no haya resuelto por unanimidad:
a) Con total independencia de la consideración que merezca este Gobierno, no me parecen banales los argumentos a favor de validar el confinamiento que decretó en el mes de marzo. Al soporte textual-constitucional de la medida adoptada -la amplitud o ambigüedad del concepto mismo de ‘limitación’ de derechos- se puede añadir el mejor encaje de la crisis sanitaria vivida en la descripción que hace la legislación orgánica del ‘estado de alarma’.
b) Tampoco desprecio, sin embargo, las razones de la Sentencia. Al mejor encaje de medida tan grave en el concepto de ‘suspensión’, se pueden unir serios fundamentos constitucionales que abogarían por romper la deferencia hacia el Ejecutivo, principalmente el argumento de las garantías de los derechos fundamentales que comporta el control político requerido para el estado de excepción.
En semejante tesitura, el Tribunal Constitucional ha tenido que adoptar una resolución que no puede evitar posicionarse entre ambas posturas. La heterogeneidad de circunstancias fácticas y criterios constitucionales que han de articularse en la decisión me lleva a concluir que ésta no se desprende inequívocamente de las premisas. Lejos de ser así, el fallo resulta de un proceso práctico-racional que se nutre en buena medida de elementos que no proporciona el texto. Y esto desemboca en el punto al que quiero ir a parar: lo más instructivo de este tipo de discusiones jurídico-políticas no es hallar «la solución racional verdadera», porque no existe una única solución racional. El mito creado por Dworkin del ‘juez Hércules’, cuya sabiduría superior le permitiría hallar ‘la solución precisa’ de cualquier caso, no pasa de ser una ilusión. Como afirmó Hegel, «es la razón misma la que reconoce que la contingencia» tiene «su esfera y su derecho», y no se empeña en reconducirla a la justicia perfecta (‘Grundlinien der Philosophie des Rechts’, § 214). En realidad, lo más instructivo de este tipo de discusiones es identificar las fuerzas y discernir las circunstancias que las han propiciado. Esta disputa ni siquiera se plantearía -desde luego, no con la magnitud con que se ha presentado- si las medidas para hacer frente a tan grave crisis hubiesen sido consensuadas por los principales partidos políticos del arco parlamentario, buscando el bien común. Los acuerdos de Estado en asuntos de Estado son la única vía para evitar el desgarramiento de la sociedad.
Los acuerdos de Estado, sin embargo, no siempre son posibles. La premisa que aboca un país a la discordia consiste en dividir a la población rompiendo los puentes de la concordia política, aprobando leyes que degradan a la sociedad, manipulando el lenguaje, sacrificando el bien común a intereses espurios de ‘lobbies’ y minorías que trabajan en dirección contraria a dicho bien; etc. El ‘dispersador’ arroja algo en medio de la población para dividirla, y lo hace habitualmente vistiéndose de luz, de concordia y de moderación. Toda vez que esto ocurre, se hace cada vez más difícil hallar acuerdos en asuntos de importancia pública. Uno puede verse en la tesitura, incluso, de tener que posicionarse -como ha hecho el Alto Tribunal- agudizando a su pesar la división. En situaciones de discordia, adoptar posturas susceptibles de ser tildadas de radicales puede ser, incluso, un ejercicio de honradez -así ocurrió a mi parecer, al menos en parte, con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña-. Resulta poco honesto el falso irenismo de doblar la vara de la justicia para no disgustar a los que atentan contra ella. Es lógico que aquel que sigue actuando verazmente en un contexto público deteriorado sea objeto de ataques. Lo verdaderamente inasumible no es el radicalismo, sino la mentira. Cuando se convierte en moneda de uso corriente en el panorama político la situación puede volverse irrespirable, aunque sus efectos no se dejen sentir inmediatamente. Sólo al cabo del tiempo se cae en la cuenta de sus consecuencias. «La lechuza de Minerva», dijo también Hegel en el prefacio al libro citado, «alza su vuelo en el crepúsculo».
Fernando Simón Yarza es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Navarra.