¿Estado de derecho a la carta?

La reciente sentencia de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Del Río v. España, que declara contraria a los artículos 7 (principio de legalidad penal) y 5 (legalidad de la detención) del Tratado de Roma la llamada doctrina Parot, ha sido objeto de un recibimiento hostil por parte de nuestros políticos.

Todos nuestros políticos parecen lamentarla, aunque reconocen que el Estado español está obligado a cumplirla. La alegría con que fue recibida la susodicha doctrina y lo mucho que fue ensalzada no permitían esperar otra cosa. ¡Por fin!, parecían pensar sus defensores, ¡por encima de la tosca letra de la ley el Tribunal Supremo había encontrado un brillante modo de hacer justicia!

Justamente eso, que el Tribunal Supremo se había situado por encima de la ley, es lo que en definitiva afirma el Tribunal de Estrasburgo y, consecuentemente, ha anulado las resoluciones que afirman o toleran esa ilegitima doctrina.

Dicho de otro modo, lo que el Tribunal Europeo afirma por unanimidad es que la decisión que aplicó tal doctrina era (razonablemente) imprevisible, esto es, contraria a las exigencias materiales de legalidad, y que, por eso, la demandante de amparo estuvo detenida indebidamente desde el 3 de junio de 2008 hasta el 23 de octubre de 2013, en que ha sido puesta en libertad.

La irregularidad, es decir, la inconstitucionalidad, de esa detención es difícilmente discutible. Según el texto de la ley vigente cuando se cometieron los delitos por los que fue juzgada la demandante, una vez aplicados los límites legales a la duración de las penas impuestas (30 años o el triplo de la más grave), las demás penas debían dejarse de extinguir por el reo, esto es, considerarse extinguidas. Proyectar sobre ellas los beneficios penitenciarios fue tanto como hacer revivir, contra el texto expreso de la ley, unas penas que ya estaban muertas. Así se ha entendido y aplicado ese texto durante más de 100 años (desde 1870). Por eso lo único que cabía esperar razonablemente era que el Tribunal Supremo así lo declarase y no que, a posteriori, entendiese que la legislación vigente al tiempo de los hechos decía algo distinto de lo que efectivamente había dicho en ese tiempo.

Quienes combaten la sentencia no argumentan contra ella, seguramente porque es muy difícil hacerlo con éxito: la tesis defensiva del Estado español (que las reglas que determinan la duración legal de la pena impuesta son un mero problema de política criminal en la ejecución) es, a simple vista, indefendible. Por eso, en vez de argumentar, suelen remitir, a un relato que obedece a una lógica singular. La sentencia no se ha dictado por las razones que la avalan, sino por culpa de una astuta maniobra ¡cómo no! de Zapatero. Según ese relato, Zapatero en el curso de las negociaciones con ETA para que dejaran la lucha armada habría prometido que, si lo hacían, anularía la doctrina Parot; y, aunque no dejaron entonces la lucha armada, por lo que la supuesta promesa no tenía por qué cumplirse, al haberse acabado esa lucha, se sintió obligado a hacerla efectiva. Lo más curioso es cómo, pese a estar ya fuera del Gobierno y carecer de poder político, pudo llevar a cabo esa gesta. Parece imposible, pero el relato que justifica el rechazo de la sentencia tiene explicación para todo. Y es el siguiente: Zapatero propuso a Luis López Guerra como magistrado español para el Tribunal de Estrasburgo, ya con el fin de poder cumplir su imaginario compromiso; y este, con un portentoso poder de convicción, llegado el caso, engañó a los otros 16 magistrados para que anularan la tan celebrada doctrina Parot.

Los cuentos para niños relatan historias más creíbles. Pero, con esa historia inverosímil, en lugar de culpabilizar a quienes proclamaron, alentaron o dieron por buena una doctrina ilegítima se arroja una sombra de culpa sobre uno de los magistrados españoles —no ha sido el único— que, con toda justicia, la estimaron ilegítima.

Otra técnica no menos brillante que la anterior es, sencillamente, limitarse a decir que la sentencia es injusta. Esto, dicho por licenciados en Derecho, suena como una especie de herejía. Pues, ¿cuál hubiera sido a juicio de estos ilustres juristas una sentencia justa? ¿La que, constatada la vulneración de la legalidad, la hubiera dejado subsistente en aras de un ideal de justicia que convierte en justo lo contrario a derecho? ¿O la que hubiera negado la vulneración pese a su carácter evidente? Ciertamente, una ley posterior (el Código Penal de 1995) estableció una excepción a las reglas históricas de cómputo de la pena en hipótesis de delincuencia múltiple. Pero si el legislador no pudo prescribir que esa nueva regla rigiese para los hechos anteriores a su entrada en vigor, ¿cómo iban a poder hacerlo los jueces?

Da pena —y también vergüenza— que la búsqueda de rédito electoral haya prevalecido en la gran mayoría de nuestros políticos sobre la afirmación del Estado de derecho.

Cada vez que hablan de él a los políticos de cualquier signo se les llena la boca de grandes palabras; pero no hay que creerles. Cuando llega la hora de la verdad se pone de manifiesto que solo quieren un Estado de derecho a la carta, a la medida de sus conveniencias. Y como eso ni es ni puede ser, no componen una figura moral, sino un esperpento.

Tomás S. Vives Antón es catedrático emérito de Derecho Penal en la Universidad de Valencia y vicepresidente emérito del Tribunal Constitucional.

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