¿Estado de derecho vs. democracia?

Los argumentos a los que acuden los nacionalistas catalanes, para justificar por qué están legitimados los ciudadanos de esa comunidad autónoma para alcanzar la independencia de España en virtud de un referéndum, son dos: porque con ello no harían otra cosa sino ejercitar su «derecho a decidir» y porque quien se opone a ello, a lo que se estaría oponiendo, en realidad, es a la «democracia».

Pero, por lo que se refiere al primer argumento, hay que decir que no existen derechos subjetivos (individuales o colectivos) si no existe una norma jurídica que los reconozca, y hasta ahora los nacionalistas catalanes no han sido capaces de designar cuál es en concreto la norma en cuestión que les otorga ese supuesto «derecho a decidir». Como ya expuso en este mismo periódico, en un artículo publicado el 10 de octubre de 2007, con motivo del Plan Ibarretxe, con mucha mayor autoridad que la mía, la catedrática de Derecho internacional Araceli Mangas, en las dos resoluciones (la 1514 y la 2625) de la ONU, de la que España es Estado miembro, en las que se ha ocupado del derecho a la libre determinación de los pueblos (del «derecho a decidir»), este derecho sólo está reconocido en casos de dominación colonial y extranjera o cuando, fuera de los supuestos de colonialismo, existe en el pueblo que aspira a la autodeterminación bien una dominación racial, bien una discriminación de sus ciudadanos en su vida pública o en sus relaciones económico-sociales de carácter privado. Como Cataluña no se encuentra obviamente en ninguna de esas situaciones, de ahí que no pueda apelar al Derecho internacional para hacer valer ese supuesto «derecho a decidir». Y mucho menos aún al Derecho interno, porque la Constitución Española (CE), que es la norma suprema del ordenamiento jurídico, no sólo no reconoce el derecho de autodeterminación de las comunidades autónomas, sino que niega expresamente la existencia de tal derecho en su art. 2º CE: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común indivisible de todos los españoles».

A la vista de esa falta de apoyo, tanto en el Derecho internacional como en el nacional, que pudiera reconocer ese «derecho a decidir», el Parlamento catalán ha aprobado hace unos pocos días una ley ad hoc de consultas populares. Pero esa ley ni está en vigor -porque, como consecuencia del recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra ella por el Gobierno, ha sido suspendida, como era preceptivo, por el TC, como también lo ha sido, y por el mismo motivo, el Decreto de convocatoria de referéndum en Cataluña- ni lo va a estar nunca, porque es, simplemente, de libro que la Ley catalana de consultas está en contradicción no sólo con el ya mencionado art. 2º CE, sino también con el art. 1º.2 («La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado») y con el art. 149.1.32ª que atribuye al Estado la «competencia exclusiva» para «autoriza[r] la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum».

Ante la ausencia de una norma de Derecho objetivo internacional o nacional que reconozca ese «derecho a decidir», los nacionalistas catalanes se han dedicado a picotear en los distintos ordenamientos jurídicos del mundo hasta que han encontrado uno, el del Reino Unido -descartando a la multitud de los que no reconocen el derecho de autodeterminación de sus regiones, nacionalidades o Estados federados-, cuyo Derecho interno, previo acuerdo entre el primer ministro británico, David Cameron, y el ministro principal de Escocia, Alex Salmond, sí que permitía la celebración de un referéndum de independencia, consulta que ya se ha celebrado y en la que los escoceses se han manifestado en contra de la separación del Reino Unido.

«¿Es Cataluña menos que Escocia?», se preguntaba hace poco tiempo Artur Mas. Pero, independientemente de que, después de proclamar este eslogan, Mas no se ha molestado en aclarar dónde residen las analogías entre Cataluña y Escocia que justifiquen un tratamiento unitario de ambas regiones, teniendo en cuenta las circunstancias tan diversas que han rodeado las relaciones históricas entre Escocia y el Reino Unido, por una parte, y entre Cataluña y el resto de España, por otra, ¿es que se quiere decir, con ello, que en España hay que aplicar la legislación democrática británica, en la que los españoles (incluyendo a los catalanes) no hemos tenido arte ni parte, frente al Derecho español realmente existente, elaborado por los representantes políticos elegidos democráticamente por los españoles, también, naturalmente, por los catalanes, ciudadanos catalanes que, además, y en su día, aprobaron la Constitución Española en el referéndum del 6 de diciembre de 1978, con un porcentaje de, nada menos, el 90,46% de votos «sí» sobre una participación de, nada menos también, que el 67,9% del censo electoral de Cataluña?

Una vez expuesto por qué ese «derecho a decidir» no es tal derecho, sino un mero invento, ya que no existe norma alguna de Derecho objetivo (ni internacional ni nacional) que lo reconozca, paso a ocuparme del segundo argumento de los nacionalistas catalanes: la posibilidad de separarse de España mediante un referéndum es una exigencia de la «democracia».

Si no se celebrara el referéndum soberanista, ello pondría de manifiesto «la mala calidad democrática de España» (Mas). «Van a suspender la democracia en Cataluña» (Homs). «En democracia debemos resolver los retos que nos depara el futuro con más democracia. A nadie puede asustar que alguien exprese su opinión con un voto en una urna» (Mas). «Que no tengan miedo a la democracia y que se avengan a que el pueblo de Cataluña se exprese libre y pacíficamente» (Turull). «En democracia no debe ser pecado votar, más bien debe ser virtud» (Junqueras). Con estas frases, y otras similares, los nacionalistas catalanes apelan a la democracia para justificar por qué debe celebrarse el referéndum, negando la condición de demócratas a todo aquel que se oponga a la consulta.

Pero la «democracia» (gobierno del pueblo), en contraposición a la «autocracia» (gobierno de uno) y a la «oligocracia» (gobierno de unos pocos), si bien es un concepto lleno de contenido, carece de contornos precisos como para constituir, por sí solo, una forma de Estado. La culminación del principio democrático, la gran aportación política, social y jurídica de la civilización occidental a la humanidad, que se inicia con la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787, y que se ha ido depurando y perfeccionando a lo largo de los siglos posteriores, es el Estado democrático de Derecho, que es precisamente la forma de Estado de España (art. 1º.1 CE: «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho»). El Estado de Derecho, como lo es el español es un Estado democrático en cuanto que todas sus leyes (nacionales o autonómicas) son elaboradas por representantes políticos elegidos democráticamente por los ciudadanos y en cuanto que las restantes disposiciones jurídicas son dictadas por gobiernos (el Gobierno central y los autonómicos) democráticos, cuyos presidentes han sido elegidos democráticamente por parlamentos integrados por miembros elegidos también democráticamente. Pero el Estado de Derecho no es sólo democrático, es eso y mucho más: es un Estado que tiene, como características esenciales e imprescindibles, y entre otras, el reconocimiento de los derechos humanos (por ejemplo, de la libertad de expresión, de la presunción de inocencia, de la inviolabilidad del domicilio y del secreto de las comunicaciones o de los de manifestación y de reunión), la división de poderes, la sujeción de los ciudadanos y de los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (el «imperio de la Ley», Preámbulo de la CE), y el sometimiento de todos los actos estatales al control de tribunales independientes.

Por ello, cuando Oriol Junqueras dice que «ha llegado la hora de saltarse la legalidad española», o cuando Mas advierte de que «no se use la Constitución para silenciar al pueblo catalán», todos ellos están despreciando el imperio de la ley, como si éste fuera algo de quita y pon, del que se puede prescindir mediante un acto voluntarista, y no lo que realmente es: una de las bases fundamentales del Estado democrático de Derecho.

Y cuando Junqueras afirma que «ninguna sentencia del Tribunal Constitucional que suspenda el Decreto que convoca el 9-N acabará con el proceso soberanista», y que «diga lo que diga el Tribunal Constitucional, la consulta debe mantenerse porque nosotros estamos para servir la voluntad del pueblo catalán», con ello está afirmando que dos de las partes personadas en el recurso de inconstitucionalidad promovido por el Gobierno central -el Parlamento catalán, que aprobó la Ley de consultas, y la Generalidad de Cataluña, que dictó el Decreto de convocatoria- no admiten que nadie por encima de ellos dictamine en contra de la constitucionalidad de ambas disposiciones, con otras palabras: está afirmando que el Parlamento y el Gobierno catalanes se consideran juez y parte, y que no quieren saber nada de la división de poderes, con lo que, al rechazar la división de poderes están rechazando, con ello, un principio sin el cual el Estado democrático de Derecho es simplemente inconcebible, es decir: inexistente.

y cuando Junqueras y otros independentistas estiman, como lo estiman, que el TC es un tribunal «politizado», porque «ha sido elegido políticamente», ignoran que, independientemente de si se podrían haber elegido o no otros miembros jurídicamente más cualificados, han sido designados conforme al procedimiento previsto en el art. 159 de la democrática Constitución Española, y que, si se considera que alguno o algunos de ellos no son imparciales, la ley otorga a las partes la facultad de recusarles, facultad de la que ya ha hecho uso el Parlamento catalán proponiendo la recusación del presidente del TC, Francisco Pérez de los Cobos, y de su magistrado Pedro González-Trevijano. Y todavía más: si esas dos o ulteriores y eventuales recusaciones se inadmiten por el TC, y éste dicta una sentencia favorable al Gobierno central, las organizaciones no gubernamentales o grupos de particulares independentistas podrán demandar a España ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (¿también un «tribunal politizado»?), solicitando que se declare que dicha sentencia del TC, estimatoria del recurso del Gobierno, no ha sido dictada por un tribunal independiente e imparcial.

Los independentistas catalanes, al acogerse a un jurídicamente inexistente «derecho a decidir», al considerar, por sí y ante sí, que no están vinculados por la Constitución ni por las leyes vigentes en España, y al rechazar la división de poderes, pretendiendo sustraer las normas emanadas del Parlamento y del Gobierno catalanes del control de los tribunales, están dirigiendo un ataque masivo contra la democracia: porque en las naciones democráticas -en todas- no existe más democracia que la democracia del Estado democrático de Derecho.

Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Complutense y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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