Por José María Carrascal (LA RAZON, 31/08/04):
Una cosa hay que reconocer a los de Esquerra Republicana de Cataluña: no se andan con rodeos ni con remilgos ni con macanas. Ellos le llaman al pan, pan, y al vino, vino, sin disimular lo que buscan ni ocultar lo que rechazan. Sospecho que algo pueden tener que ver con ello las raíces aragonesas de Carod, un hombre que debe de bailar la sardana con botas de jugar al fútbol, habiendo impuesto a sus colaboradores un estilo de hablar y actuar en consonancia. Un buen ejemplo lo hemos tenido en las declaraciones que Josep Bargalló, su sucesor como «conseller en Cap» en el Gobierno catalán, hizo a este periódico el pasado domingo. Para Bargalló, que Cataluña es una nación ni siquiera se discute. Lo es y punto, lo diga o niegue la Constitución o el lucero del alba. Él va más allá. «La Generalitat –dice– es Estado». No dice «Cataluña es Estado», como Maragall, dejando en el aire si se trataba de «Estado español», lo que salvaba la cosa. No. Lo que para Bargalló es Estado es la Generalitat, el gobierno catalán. Y puntualiza: «Creo que en Cataluña, el Estado no tiene que hacer nada que no sea a través de la Generalitat». En otras palabras: El Estado español no pinta como tal nada en Cataluña. Allí, la Generalitat asume todas las funciones estatales. La Generalitat es el Estado. Miren ustedes por dónde hemos pasado de «España, nación de naciones» a «España, estado de estados». Dentro de poco tendremos que llamarla «Los Estados Unidos de España». O mejor, Desunidos, pues aquí, unidos, lo que se dice unidos, no están ni las señoras ministras, excepto para posar en «Vogue».
No sé si tan audaz apuesta, la de Bargalló, no la de las ministras, les extrañará a ustedes. A mí no me extraña en absoluto. La dinámica interna de los nacionalismos nos lleva irremediablemente a ello. Admitido que somos una nacionalidad, reivindiquemos la nación. Y una vez obtenida la nación, exijamos las funciones y categoría de Estado. Es lógico, es imparable, es incluso comprensible. Si no, no serían nacionalistas. Lo que ya no parece comprensible es que un partido que lleva en sus siglas lo de «Español» los haya hechos socios suyos y que Zapatero pretenda alcanzar pactos de legislatura con ellos. Los únicos pactos que aceptan gentes como Carod-Rovira y Bargalló son para enterrar el concepto de la nación española y convertir el Estado español en un multiestado. No lo digo yo. Lo dicen ellos. Por cierto que Ibarretxe, con su plan de libre asociación, viene a pedir exactamente lo mismo: la fragmentación del Estado español. Su voladura, en suma.
Frente a tal desafío, el gobierno Zapatero inicia el curso político con una parsimonia que uno no sabe si atribuir a nervios de acero, a despiste monumental o a ataque de pánico. La vicepresidenta y portavoz del Gobierno nos ha anunciado que, de entrada, éste se concentrará en las cuestiones sociales, concediendo especial importancia a la «ampliación de los derechos de los ciudadanos», y concretamente, a la Ley contra la Violencia de Género, a la activación de los trámites de divorcio, al reconocimiento del matrimonio entre homosexuales, a la integración de los inmigrantes, a mejorar el nivel de la enseñanza, a la investigación con células madres y, naturalmente, a que la Constitución europea sea ratificada por el mayor número de españoles posible. No niego que todos esos asuntos sean importantes, aunque algunos de ellos resulten controvertidos. Pero que se constituyan en prioridad para el Gobierno cuando sus socios directos e indirectos pretenden cuartear el Estado español me recuerda un poco a Nerón tocando la lira mientras Roma ardía. Prendida por él, recordémoslo. Como en buena parte, este incendio ha sido provocado por las alegrías, compromisos e hipotecas del actual Gobierno.
No sé cómo Zapatero y José Blanco, o José Blanco o Zapatero, van a salir del lío en que se han y nos han metido. Sé, en cambio, perfectamente qué buscan y pretenden aquellos con los que quieren pactar la configuración final de ese ente cada vez más gaseoso llamado España. Y lo sé porque me lo han dicho ellos mismos. «La Generalitat debe ser el Estado en Cataluña», remacha Bargalló en la citada entrevista. O sea, todo el Estado y el único Estado, no dejando resquicio alguno al Estado español. Que se despida Zapatero de pintar algo en Cataluña. Allí, sólo le quieren para que haga las transferencias oportunas y adiós muy buenas, si te vi no me acuerdo. Del Rey, nada dicen. Tal vez le acepten en el palco presidencial, cuando jueguen las selecciones catalana y española, como figura decorativa de estos nuevos Estados Unidos o Desunidos Españoles. Aunque dada su ascendencia republicana, dudamos que acepten seguir bajo una corona, por figurativa que fuese.
Alguno de ustedes creerán que me estoy cachondeando. ¡Ya quisiera! Estoy, simplemente, siguiendo el tren de pensamiento de don Josep Bargalló, «conseller en Cap» del Gobierno catalán y socio del Gobierno español. En la misma doble página de LA RAZÓN donde aparecían sus declaraciones, don José Blanco, secretario de Organización del PSOE y cerebro de nuestro Gobierno, nos tranquilizaba diciendo que «lo que hay que hacer es tener la capacidad de armonizar y no de vetar». Con lo que nuestros temores no hicieron más que multiplicarse. Más, cuando añadía que el objetivo final es «establecer un modelo que dé satisfacción a todo el mundo». Pues como satisfaga al señor Bargalló, ya podemos entonar aquello de «Adiós mi España querida» que Juanito Valderrama reservaba para los emigrantes.