Estado de excepción, no de alarma

El presidente del Gobierno ha extendido la declaración de alarma con medidas tan drásticas que han cambiado el aspecto vital de pueblos y ciudades y nos mantienen desde hace días enclaustrados en casa, con playas, parques y montes vacíos, alarmados estos por la doliente música del silencio.

Combatir una pandemia tan agresiva, y sobre la que los científicos aún saben tan poco, exige, lógicamente, la adopción de previsiones específicas y dramáticas. Están en juego la salud y la vida, nos estamos moviendo en estertores de agonías. Pero esa misma conciencia de la gravedad de la situación es la que debería haber iluminado la sensatez en las decisiones y, para un Gobierno constitucional, su acomodación a la Carta Magna. No cabe admitir el uso de técnicas jurídicas para fines espurios ni el abuso de potestades públicas para evitar controles democráticos, es decir para que el gobernante se abastezca libremente en el carcaj de sus caprichos.

Tras tantos días encerrados en casa sabe ya el lector que la Constitución española atiende a acontecimientos extraordinarios que pueden alterar lo que es la normal convivencia en una sociedad abierta y civilizada (arts. 55 y 116). En ella se perfilan las situaciones de alarma y de excepción con el fin de asegurar el desarrollo de nuestras vidas alteradas y proteger nuestros derechos y libertades. Son dos figuras cuya distinción es capital porque hay que percibir lo singular de cada acontecimiento para proceder eficazmente, siempre respaldado por esa legitimidad sin la cual el poder se trueca en arbitrio.

Esos preceptos constitucionales citados fueron desarrollados por una Ley orgánica que tiene fecha de 1 de julio de 1981. En ella se lee que las declaraciones del estado de alarma pueden acordarse, por ejemplo, ante «crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves». La pandemia que nos sacude acogería, en principio, tal declaración de alarma por parte del Gobierno y así, sin más indagaciones, se han pronunciado algunos juristas respaldando la opción del poder ejecutivo. Sin embargo, las medidas que a su amparo se pueden decidir en ningún caso pueden alcanzar la suspensión de derechos como la libre circulación por el territorio nacional, la libre expresión e información o el derecho de reunión y manifestación, entre otros (art. 55 CE).

El Tribunal Constitucional ha tenido también oportunidad de recordarlo: «A diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (art. 55.1 CE contrario sensu) aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio» (sentencia 83/2016, de 28 de abril).

Los decretos aprobados por el Gobierno se han saltado este valladar constitucional porque lo que en esos textos se califican como «limitaciones» implican en puridad una real e inequívoca suspensión de nuestros derechos. Ciertamente es asunto de medición pero recordemos: se establece que únicamente podemos movernos solos –nada de reuniones ni manifestaciones–; más aún, hemos de andar sin compañía alguna por las vías y cualquier espacio de uso público y, además, siempre con un fin muy concreto que ha de estar documentado en la mayoría de los supuestos (adquisición de alimentos básicos, medicamentos, asistencia sanitaria…). Se ha restringido notablemente la circulación por carreteras y vías férreas, incluso algunas se han cerrado o se han limitado de forma agobiante sus servicios. Se han encorsetado tanto nuestros movimientos que no en balde se llama a todo ello «confinamiento en los hogares».

La desmesura de tales previsiones del Gobierno nos lleva a preguntarnos con cierta angustia cómo podemos respirar en tan apretado corsé, cómo es posible hablar de simples limitaciones cuando estamos en presencia, incluso, de arbitrariedades: ¿Por qué puede pasear mi vecina a sus perros mientras que mi otra amiga no puede dejar que su hijo dé dos saltos en el parque? ¿Por qué se impide sin matices de personas ni enclaves el imprescindible paseo tan necesario para mantener el buen ritmo del corazón y el movimiento de las articulaciones? ¿Por qué tantas prohibiciones en zonas llamadas blancas donde no se conoce ningún contagiado? ¿Cómo es posible que se cierren parques y jardines sin salvedad alguna? ¿No terminaremos con el virus y veremos una expansión de las enfermedades cardiovasculares y de otras de naturaleza psíquica? Echo mucho de menos la utilización de las técnicas que hoy facilitan la informática y la llamada inteligencia artificial para evitar estos excesos, formulados, al no admitir matices, de una manera inhumana.

Hay otro riesgo: el jurídico. A saber, que el Gobierno debilite de manera grave el sistema democrático aprovechando la lucha contra la enfermedad y contra la gravísima crisis económica.

Ya mencioné que la Constitución española atiende a las situaciones extraordinarias permitiendo que se adopten medidas singulares. Por ello, junto a la alarma, lo hemos visto, se prevé la posible declaración del estado de excepción. ¿En qué casos? Copio el texto legal: «Cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad… resulten tan gravemente alterados...» (art. 13 de la Ley orgánica citada). Y ¿no ha sido el cuidado del sistema sanitario para que no se colapse y termine por derrumbarse, a pesar del titánico esfuerzo de tantas personas como en él trabajan, una de las causas principales de esta reclusión domiciliaria?

Preciso es hablar claro: la pandemia ha dejado en suspenso el ejercicio de derechos fundamentales y libertades públicas tenidos por indispensables para calificar a una sociedad democrática. Procede, por ello, declarar el estado de excepción y así lo han visto destacados juristas (Manuel Aragón, Francisco Javier Álvarez García et alii). ¿No se advierte que el encadenamiento de estados de alarma es ya la excepción misma? Es más: ¿cabe excepción mayor de nuestro sistema de libertades que vivir una alarma cuyo fin se diluye en el horizonte? ¿No se ha desvirtuado o desnaturalizado por completo el estado de alarma tal como lo concibió el legislador?

La pregunta punzante es: ¿por qué el presidente del Gobierno no ha seguido esta vía constitucional? A mi juicio, porque hubiera tenido que someter sus medidas a un debate previo en el Congreso de los Diputados. Tendría que dar un protagonismo al Parlamento que no parece gustar al actual inquilino de La Moncloa.

Adviértase la diferencia. Frente a la declaración de alarma donde el Gobierno diseña sus medidas de las que «da cuenta» al Congreso de los Diputados, en la declaración del estado de excepción, el Gobierno tendría que haber presentado su propuesta ante la Cámara de manera previa y, sobre todo, hubiera tenido que discutir y, en su caso, admitir los matices, modificaciones y otras precisiones que se aprobaran en esa sede planteadas por los grupos políticos. Como se ve, estamos tratando aspectos que integran la esencia, el pálpito de una sociedad democrática, la protección de los derechos y libertades fundamentales y el papel de la representación de los ciudadanos. Sólo un debate sin trampas en la Cámara habilita con limpieza una ablación tan grave del desarrollo de nuestras libertades.

Justo lo contrario es lo que hemos visto: el descaro con el que se ha suspendido durante una larga temporada la actividad parlamentaria, lo que contraría la propia Ley orgánica de los estados de excepción (art. 1.4). Y lo mismo ha ocurrido con el derecho de información de los periodistas. Cuando tantos profesionales, funcionarios, profesores, estudiantes… tratamos de mantener la actividad gracias a la conexión a internet, vemos cómo se han cercenado los derechos de los diputados limitando arbitrariamente la actividad en el Congreso; los miembros del Gobierno han incumplido las normas de cuarentena que ellos imponen a los demás; se han censurado preguntas de periodistas y se está dando una información sesgada en medios públicos… ¿Aprenderemos, al menos, como lección que la presidencia de las Cortes debe recaer en quien lealmente sepa ejercer sus funciones constitucionales de manera objetiva y neutral, sin groseros alardes sectarios?

¿Hasta cuándo se confundirá la mascarilla sanitaria de protección con un bozal que nos impida defender la libertad o con un dogal que estrangule las bases del sistema democrático?

Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo. Su último libro se titula Las desventuras del dinero público. Elegía al principio de riesgo y ventura (Marcial Pons, 2018).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *