Estado de excepción

Mikel Buesa, Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (ABC, 26/10/05).

EL proceso que nos ha conducido a la actual situación del País Vasco, en la que una vez más el nacionalismo plantea la realización inmediata de su programa máximo de independencia y secesión, ha estado plagado de transgresiones al derecho, de ataques a las libertades de los ciudadanos reconocidas dentro del marco constitucional. Pueden recordarse, a este respecto, algunos de los hechos más destacados. Así, desde que tuviera lugar la formación del actual gobierno, ETA ha cometido más de cincuenta atentados con un saldo considerable de personas heridas -por encima del centenar- y un nada despreciable balance de estragos materiales. Se han producido asimismo más de trescientos ataques de terrorismo urbano, siguiendo una tendencia ascendente en cuanto a su número e intensidad con el paso del tiempo, y dejando una senda destructiva valorada en no menos de diez millones de euros. Además, el saldo de la campaña emprendida por ETA-Batasuna para amedrentar a unos cuatrocientos concejales, a los que tacha de «electos ladrones», se ha saldado ya con la retirada de un centenar de ellos, propiciando de esta manera la recomposición del poder municipal de la organización terrorista.

Por otra parte, el terrorismo hace estragos en el estado anímico de los agentes que tienen que asegurar el orden público, de manera que, en la Ertzaintza, más del veinte por ciento de sus efectivos reciben asistencia médica por problemas mentales, y los expedientes de baja causados por ellos afectan a casi el seis por ciento, duplicándose así las tasas que registran otros cuerpos policiales españoles. Y es precisamente la transgresión del orden público lo que más resalta en la cotidianeidad de la vida política y ciudadana vasca: miles de votantes se acreditaron en las últimas elecciones con un documento ilegal -el llamado «DNI vasco»- ante la pasividad de las autoridades gubernativas; Batasuna ha realizado centenares de actos públicos soslayando su estatus de ilegalización, pues al parecer nadie es capaz de hacer que se cumplan dentro del territorio vasco las sentencias y resoluciones del Tribunal Supremo de España; tampoco se persiguen los delitos de enaltecimiento del terrorismo que se han cometido en los múltiples homenajes a etarras que se han venido celebrando en diversos ayuntamientos; y, además, desde el Gobierno vasco o desde las instituciones gobernadas por nacionalistas se anima el cotarro terrorista enviando observadores a los juicios en la Audiencia Nacional, recibiendo en audiencia oficial a los responsables de la violencia callejera, admitiendo a Batasuna como interlocutor político, subvencionando a las familias de etarras presos y haciendo campañas a favor de éstos.

Digámoslo con pocas palabras: en todo lo que rodea al terrorismo, en el País Vasco, el Estado de derecho se revela débil y las más de las veces inexistente. Ello es así no sólo porque diariamente se transgreden las normas, sino también porque el Gobierno, en aras de una eventual negociación con ETA, ha decidido no actuar para restablecer el derecho y restaurar los bienes jurídicos dañados. El Gobierno se comporta como si, de hecho, se hubiese declarado un estado de excepción encubierto, aunque efectivo, que justificara la elusión de las leyes y de su defensa mediante el empleo del poder coercitivo del Estado.

El estado de excepción es, como ha destacado Giorgio Agamben, «un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en la que todas las determinaciones jurídicas son desactivadas». Heredero del iustitium contemplado por el viejo derecho romano, su finalidad básica ha sido siempre la de preservar la existencia misma del ordenamiento que se suspende, pues se concibe como la respuesta extrema del poder estatal a los conflictos que ponen en cuestión la supervivencia del Estado. En efecto, remontándonos a la tradición antigua, se puede señalar que, cuando advertía una situación de peligro para la República, el Senado de Roma solicitaba a los cónsules la adopción de las medidas necesarias para salvarla. Los senadores -investidos de la auctoritas, de la prerrogativa de suspender las leyes- declaraban así el tumultus, constatando la situación de emergencia que justificaba la proclamación del iustitium edicere que interrumpía la vigencia del derecho.

Esa finalidad defensiva de las instituciones establecidas es la que inspira también la regulación del estado de excepción en España. La Constitución alude a esta figura señalando que su declaración compete al Gobierno una vez autorizado para ella por el Congreso de los Diputados; e indica también que el decreto correspondiente ha de especificar sus efectos, ámbito territorial y plazo, limitando su duración máxima a treinta días. A su vez, la ley orgánica del primero de junio de 1981 reserva la aplicación del estado de excepción a las situaciones de alteración del libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos o del funcionamiento de las instituciones democráticas, siempre que la perturbación del orden sea de una gravedad tal que, con el ejercicio de las potestades ordinarias del Estado, no fuera posible restablecerlo.

Pero lo que ni la tradición histórica ni el ordenamiento constitucional contemplan es que el Gobierno suspenda el derecho mediante el simple expediente de no aplicarlo, dejando que su negligencia sirva de soporte a la creciente alteración del orden público. Cuando se actúa de esta manera, cuando la dejación de las funciones de defensa del ordenamiento encubre la disolución práctica de éste, cuando, como acertadamente recuerda Agamben, «el estado de excepción... se convierte en regla, el sistema jurídico-político se transforma en una máquina letal». Tal es el riesgo al que puede conducirnos la deriva emprendida, con relación al País Vasco, por la Administración que lidera el presidente Rodríguez Zapatero, pues su pretensión de poner fin al terrorismo sin combatirlo políticamente está permitiendo la recomposición acelerada de las bases del poder de ETA-Batasuna para volver a imponer el miedo y el silencio entre los ciudadanos.

Por ello, no es aceptable la tesis que sostiene que la actuación gubernamental con respecto a un supuesto final de la violencia terrorista puede soslayar el derecho; ni tampoco que la defensa del ordenamiento sea una excusa inmovilista; ni menos aún que la elusión del derecho -el estado de excepción encubierto- se justifique moralmente por la evitación de unas futuras víctimas del terrorismo. Una tesis que se enuncia con nitidez en el párrafo final de la carta que prologa el reciente informe semestral que el Alto Comisionado de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo ha presentado en el Congreso, cuando se señala que, en la lucha por la paz, «la política (no) debe dejar de actuar so pretexto de un respeto al Derecho que en ocasiones puede no ser más que una coartada para que todo siga igual, es decir, para que las víctimas potenciales... no dejen nunca de serlo». Una tesis que se construye para justificar las acciones arbitrarias del Gobierno y para evitar su control institucional, pues lo propio de ese estado de excepción furtivo es que no se dé cuenta de él a nadie y que nadie ajeno a quien lo aplica deba autorizarlo o refrendarlo. Una tesis, en fin, que preludia el deterioro de nuestro sistema político, pues, si como señaló Maquiavelo en El Príncipe son dos las formas de gobernar, «la una con las leyes, la otra con la fuerza», la que ahora se propugna se aparta de la primera y se acerca peligrosamente a la segunda.