Estado de las Autonomías: confusión

El proceso que ha llevado al desarrollo de las previsiones constitucionales sobre las Comunidades Autónomas es un caminar inevitablemente creativo, pues amplio era el margen dejado por el constituyente; pero creativo dentro de unos límites que la Constitución impone de manera no menos diáfana y que ni siquiera al calor de aquel desarrollo podrían nunca transgredirse. Lamentablemente ese caminar ha sufrido un descarrilamiento, en cuanto se apartó de lo razonable.

El Estado autonómico representa un tertium genus entre el Estado federal y el centralizado, y en esta característica suele verse ya un primer rasgo de indefinición. En realidad, lo que ha de apreciarse aquí es la consideración de un modelo propio, tan distinto del federal como del centralizado; fórmulas de organización territorial tradicionales que no representan el ideal al que alternativamente ha de llevar el Estado autonómico, mal entendido entonces como si fuese una simple estación de tránsito entre el Estado centralizado, heredado del franquismo, y el que ahora se decida establecer.

Los principios del Estado de las Autonomías son: a) Una única Constitución, norma suprema que es expresión de la soberanía –única e indivisible– del pueblo español. b) Pluralidad de Estatutos de Autonomía. c) Distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. d) Prevalencia y supletoriedad del Derecho del Estado. Los anteriores son principios y postulados que la Constitución ha establecido de manera expresa e incontestable, sin que las facultades reconocidas por el constituyente a los poderes constituidos permitan su contravención.

Los avatares que ha experimentado la instauración del modelo dieron pie a interpretaciones erróneas de la presente organización territorial de España. Fue el principio del descarrilamiento. Recuérdese que ya en los inicios de la Transición se instaló entre nosotros una duda, que todavía venimos arrastrando: si la descentralización del poder debía ser generalizada o contraerse al caso de aquellas Comunidades cuya inserción en el Estado venía demostrándose problemática desde el pasado.

La generalización del máximo nivel de autonomía ha diluido la diferencia entre Comunidades Autónomas de primera y de segunda. La sola exposición de lo que ha sido el proceso histórico de implantación del Estado de las autonomías puede arrojar alguna pauta para la identificación de los posibles derroteros en la evolución que el sistema ha experimentado.

Los hitos del proceso autonómico son bien conocidos. También los diversos cauces ideados por el constituyente para dar cuerpo a las aspiraciones autonómicas de los distintos territorios. Me parece conveniente acercarme a la historia del Estado de las Autonomías intentando una cronología cuyas divisorias puedan agruparse alrededor de alguna línea de tendencia. El arranque: ¿Estado de las autonomías o Estado con autonomías?

1. En el principio fue, sobre todo, la duda: reconocer algún grado de autonomía a determinados territorios o permitir que todos ellos pudieran disfrutarla. En realidad, el segundo término de la alternativa (autonomía para todos) nunca se habría planteado si no hubiere sido necesario dar respuesta al problema que históricamente ha supuesto la inserción de Cataluña y el País Vasco en la estructura del Estado. Se optó por generalizar la excepción misma y hacer de la autonomía un principio general, por más que sólo a algunos territorios (aquéllos que realmente lo reclamaban) se facilitara desde el principio el acceso al autogobierno y, además, con el mayor alcance. Se cierra así una primera etapa, la fundacional. En realidad, este cierre sólo fue un tiempo muerto, una dilación en la marcha del proceso.

2. El fin de la indefinición: la homogeneización del sistema. Los mecanismos previstos en el Título VIII permiten que cada Comunidad Autónoma adopte una fisonomía propia y diferente de la de las restantes. También hacen posible que el movimiento descentralizador se detenga en cualquier punto antes de alcanzar el nivel máximo de autonomía constitucionalmente admisible o, incluso, que el proceso se revierta y conduzca de nuevo a un sistema de mayor centralización.

3. La necesidad de una lealtad constitucional. El presupuesto inexcusable para el buen funcionamiento del sistema y para la defensa y garantía de la normatividad de la Constitución, pasa por el decidido compromiso de actuar sus previsiones sobre la base del principio de lealtad constitucional. Si se prescinde de esa lealtad, no habrá ni Constitución ni modelo alguno que puedan aportar soluciones para este gran problema de la organización territorial de España, cuya solución depende de una verdadera voluntad de concordia.

Frente a ese buen deseo, en Cataluña se dice y repite que su horizonte político es la independencia. Admiten que no pueden realizar un referéndum sin la autorización del Estado (art. 149, 32 CE), y con la suposición de que las falsedades históricas a veces prosperan, replican que harían una consulta que no será referéndum. O sea, que no les importa que el contenido de esa hipotética consulta sea inconstitucional, como lo es la independencia de cualquier región de España, olvidando esos llamados soberanistas que nuestra Constitución «se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (art. 2 CE).

Hay que vertebrar ese Estado para que funcione bien. El diseño acordado en 1978 se ha desviado en su ejecución. El carácter abierto de los procedimientos de revisión constitucional ha permitido la pretensión de sustituir el modelo autonómico por otro que históricamente resulta disparatado. Se han transferido, con ligereza, competencias a las Comunidades Autónomas, como el caso de las normas para el desarrollo del art. 27 CE, relativas a la educación y enseñanza, olvidando que las competencias estatales transferidas o delegadas siempre tendrán por único titular al Estado, por más que éste delegue su ejercicio en las Comunidades Autónomas. Y, desde luego, la reversibilidad de esa delegación o transferencia no pasa por el consentimiento de la Comunidad Autónoma beneficiada, como sería el caso si se tratara de competencias atribuidas por su Estatuto. Quiero decir que el artículo 150.2 de la Constitución no permite superar el modelo autonómico en lo que se refiere a los límites de los máximos competenciales en términos de titularidad.

Según el Tribunal Constitucional, además de la lealtad, para realizar la solidaridad hay que aplicar el principio de colaboración. Este principio es requerido para la unidad del sistema: «Un adecuado equilibrio entre el respeto a las autonomías territoriales y la necesidad de evitar que éstas conduzcan a separaciones o comportamientos que desconozcan la propia unidad del sistema. A través de la adopción de las formas y fórmulas de coordinación y colaboración, más abiertas y flexibles que la utilización exclusiva de intervenciones normativas» (STC 104/1988). Con la solidaridad, lealtad y colaboración, el Estado de las Autonomías funcionaría bien y se pondría fin al confusionismo.

En los últimos meses, se ha acentuado el clima caótico con declaraciones en Cataluña en las que se afirma que allí no se cumplirán determinadas leyes y determinadas sentencias. Acaso se olvide que la Constitución facilita la intervención del Gobierno central en el caso de incumplimiento de las normas constitucionales (art. 155 CE). Una de ellas es precisamente el cumplimiento de las sentencias (art. 118 CE), además del debido respeto a la ley (art. 10 CE). Al reto de los representantes de la Comunidad catalana no se está respondiendo, como debería hacerse, por las autoridades centrales del Estado. Primero, replicar con argumentos (que los hay) y luego recordar que en la Constitución figura el artículo 155. Nos encontramos ante una impasibilidad nefasta. El confusionismo aumenta.

Manuel Jiménez de Parga es catedrático de Derecho Político y ex presidente del Tribunal Constitucional.

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