Estado de letargo

Cuando Kant formuló a fines del XVIII su famosa apelación al imperio de la razón (‘Sapere aude!’: «¡atrévete a pensar!»), estaba haciendo la síntesis más cabal del espíritu de la Ilustración, significado por una voluntad revisionista de todo el bagaje cultural de su tiempo y por un ímpetu renovador que pondría en cuestión los presupuestos mentales y el sistema de creencias que hasta el momento habían sostenido el andamiaje mental de Occidente. No otra cosa significó, por ejemplo, la aparición de la Enciclopedia francesa, un intento de reescribir las nociones culturales heredadas, desde los grandes problemas de la filosofía a los saberes propios de las ciencias físico-naturales. Se trataba de un innovador mecanismo perspectivista, de una nueva forma de mirar el mundo iluminada por los rayos de la razón. De ahí la metáfora de la luz que subyace en el término español ‘Ilustración’ y en otras versiones como la alemana ‘Aufklärung’ o la italiana ‘Illuminismo’.

Animada por ese mismo propósito crítico y revisionista, la literatura del siglo XVIII generó nuevos métodos de abordaje de la realidad, y entre ellos un modelo epistolar en el que viajeros ficticios llegados a Europa desde tierras lejanas se sorprendían de cosas censurables que a los ojos de los nativos eran vistas, en cambio, como enteramente normales. Chinos, persas, marroquíes…, toda una variedad de gentes que proyectaban sobre Occidente su mirada exótica y desconcertada. Ese desconcierto lo trasladaban en forma de cartas a sus compatriotas, quienes a su vez respondían con sabrosos comentarios y juicios.

Era un recurso para denunciar desde dentro los defectos de la propia sociedad europea con aparente distanciamiento emocional. Y si el francés Montesquieu se sirvió para ello de las cartas de un joven persa, el gaditano José Cadalso recurriría en sus ‘Cartas marruecas’ a un musulmán llamado Gazel para pasar revista a los males que en su opinión aquejaban a España. El efecto desmitificador de ese recurso dependía de dos presupuestos básicos: la mirada virgen del visitante y la ceguera mental derivada de la vida rutinaria de los nativos. Lo primero aseguraba el efecto sorpresa que impelía al viajero a contrastar las cosas que veía con las de su lugar de origen o con el cuerpo de doctrina más avanzado del espíritu ilustrado. Y lo segundo, fruto de la costumbre, embotaba la mente de aquellos que convivían diariamente con los errores y carencias de su propio país, que a la postre acabarían por no parecerles tales. Si el extranjero, llevado por la novedad, tendía a realzar aquellos defectos, el nativo vivía en una atonía totalmente exenta de espíritu crítico.

En el libro de Cadalso, Gazel, avisado por el español Nuño Núñez, un personaje desengañado de perfil quevedesco, iría denunciando el cúmulo de paradojas que la vida española ofrecía a quien sabía descubrir en ella lo que en verdad se ocultaba por debajo de las apariencias. Ese contraste producía efectos humorísticos que acentuaban la eficacia de la sátira. Así, a pesar de que en España la religión prohibía la poligamia, la inobservancia multiplicaba de hecho la nómina de polígamos reales por encima de la de aquel país africano, ya que «entre estos europeos la religión la prohíbe y la tolera la pública costumbre». Y si en Marruecos no se sabía bien qué cosa era la ‘nobleza hereditaria’, entre los españoles el prurito de alcanzar alguna ejecutoria, aunque fuese la de un trasnochado hidalgo cervantino de los de lanza en astillero, se había convertido en una generalizada obsesión enfermiza, en un incomprensible «capricho de un pintor demente» que alicortaba el desarrollo socioeconómico de la nación.

Y mientras en las universidades españolas sus responsables se mofaban de las innovadoras ‘ciencias positivas’ hijas del empirismo, el ‘sabio escolástico’ al uso era caricaturizado por Gazel, a la manera de Quevedo, como «un hombre muy seco, muy alto, muy lleno de tabaco, muy cargado de anteojos, muy incapaz de bajar la cabeza ni saludar a alma viviente».

Pero los españoles, ajenos a la gravedad de estos y otros muchos males, no acertaban a ver lo que el espíritu crítico de Cadalso denunciaba desde una óptica ilustrada subrayando el contraste con las más avanzadas naciones de Europa. Y si al escritor gaditano le irritaba la conducta de los gobernantes y de la clase noble, tanto o más severo se mostraba contra la indolencia de un pueblo que aceptaba sumisamente sus efectos. Era un anticipo de la amarga sentencia de Larra cuando recordaba «lo mucho que cuesta hacer libres por las leyes a un pueblo esclavo por sus costumbres».

La historia de la literatura proporciona a veces valiosas enseñanzas que pueden ser aplicadas también a nuevos tiempos y a nuevas circunstancias. Y este lúcido reproche de Cadalso y el grupo de ilustrados a la desidia y pasividad de sus compatriotas en pleno siglo XVIII tal vez haya que hacérselo también a la sociedad española de hoy, que en medio de un grave estado de cosas parece responder con exasperante indolencia a los retos que estamos viviendo.

Al igual que la de aquellos avispados viajeros de entonces, una mirada crítica capaz de detectar lo sustancial por debajo de lo aparente por fuerza habrá de alarmarse ante el alud de amenazas que en estos momentos está poniendo en peligro el futuro inmediato del país. Amenazas que atañen a la médula misma de la noción de España tal como hasta ahora la hemos conocido. Anestesiada por los efectos de la pandemia pero también por un desmesurado estado de alarma que embota su capacidad de reacción, la sociedad española da la impresión de asistir bastante adormecida a la progresiva disolución del andamiaje institucional que desde 1978 sustenta nuestra convivencia democrática y nos identifica con los modelos más solventes del mundo occidental.

Acontecimientos tan graves como los ataques a nuestra simbología identitaria, a la jefatura del Estado y a la independencia del poder judicial, o el inquietante protagonismo político otorgado desde el mismo poder central a quienes atentan sin remilgos contra la unidad nacional, no parecen inquietar en demasía a un pueblo instalado en una preocupante atonía. Como si un extraño desistimiento del ánimo hubiese aletargado sus resortes más sólidos y un peligroso ‘laissez faire’ hubiese invadido, tal como en su tiempo denunciaba Cadalso, sus fibras más íntimas.

Rogelio Reyes es catedrático emérito de Literatura Española.

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