Estado de malestar

Por José Antonio Zarazalejos, director de ABC (ABC, 08/01/06):

LA crispación no es ahora un estado social generalizado como suponen los políticos o creemos los periodistas. Unos y otros elevamos nuestras percepciones a categoría universal sentenciando realidades políticas en las que los ciudadanos no siempre se reconocen. Es verdad que existe crispación, es decir, una contracción anímica repentina de la vida social, pero su alcance es limitado. Lo que sí se percibe es un estado difuso de malestar social propiciado por la decepción -es decir, por el pesar causado por un desengaño- que el Gobierno se ha encargado, consciente o inconscientemente, de ir consolidando de manera casi irreversible.

El malestar social -en el que se inscribe la extralimitación del teniente general Mena- no tiene que ver con una medida o una decisión política concretas, sino con la comprobación de que el espíritu con que este Ejecutivo decía que iba a gobernar se ha transformado en un deambular a veces sectario y casi siempre errático en ámbitos extraordinariamente importantes para la convivencia. Y quizá la peor sensación de desazón es la que produce el manifiesto propósito gubernamental de revisar la legitimidad del estatuto político-constitucional actual, que trae causa de 1978, y la voluntad expresa de retrotraernos en la historia para reescribirla conforme a un guión -sutilmente revanchista en un año de aniversarios como es éste de 2006- del que las mayorías sociales huyen o, simplemente, no comprenden.

Es muy cierto que en el origen de este revisionismo está el diseño taimado e interesado de los nacionalistas que han elaborado un eje de poder con los socialistas, al que concurren con entusiasmo nuevas generaciones del PSOE que, olvidando sabios consejos de los dirigentes anteriores del partido y de experimentados líderes institucionales, creen que es más importante desposeer a la derecha democrática de cualquier opción de poder en las próximas décadas que encargarse de seguir impulsando la continuidad de una democracia que hasta hace poco quedó registrada como un prodigio de artesanía política y social. En este gravísimo error de cálculo, los nacionalistas y un sector del socialismo español, mostrando su carácter anacrónico, casi fósil, vuelven por donde transitaron sus ancestros hace setenta años: a ensanchar las fallas de la unidad nacional y a banalizar, en su dimensión pública y cultural, las creencias morales de muchos millones de españoles.

La pretensión de definir España -como Estado y como Nación- desde el texto de un Estatuto de autonomía; o la frialdad con la que se han adoptado decisiones que afectan al patrimonio cultural de unas regiones a favor de otras; la innecesaria lesión que se infiere a quienes quisieran cohonestar la libertad y la igualdad de los homosexuales con la preservación del matrimonio; el desparpajo en la desprofesionalización del primer escalón de la instancia judicial o de proximidad; la indignidad de suscribir un presupuesto que incluye ayudas a los familiares de los terroristas etarras, o, entre otros muchos síntomas preocupantes, la acometida a la libertad de expresión mediante la instauración de los consejos audiovisuales, constituyen todo un macizo estilo de gobernar caracterizado por la prepotencia. Y es que determinada izquierda, asociada al victimismo inacabable de los nacionalismos, ha desarrollado una especie de superioridad moral sobre las demás opciones ideológicas en función de la cual su intervencionismo y su revisionismo -en definitiva, su manifiesto desafecto a la libertad liberal, y no es una redundancia, o su entendimiento grosero- se avala en la bondad ontológica de la causa progresista.

Ningún gobierno hubiese sido capaz, ni en Barcelona ni en Madrid, de erigir organismos como el Audiovisual de Cataluña o el Estatal de Medios Audiovisuales -instancias ilegítimas para el ejercicio de las competencias que se les confieren - si, como ocurre con los que presiden Maragall y Rodríguez Zapatero, no estuviesen poseídos por la soberbia de creerse los intérpretes más legítimos de los derechos fundamentales. Algunas explicaciones técnicas según las cuales estos organismos serían algo similar a una Dirección General de Tráfico, que permite el solve et repete, es decir, pagar y luego recurrir, son de una insensibilidad paquidérmica. La veracidad de una información es un concepto lábil y poliédrico, no comparable con el hecho objetivo de superar determinada velocidad o infringir un stop en una carretera. Mientras que el carácter administrativo de una sanción se ajusta a una tipificación que nunca afecta a derechos fundamentales y puede ser propuesta por funcionarios que hoy están en Sanidad y mañana en Administraciones Públicas -por citar un ejemplo entre cientos-, los posibles excesos a la libre expresión o información requieren de un enjuiciamiento por jueces independientes, imparciales e inamovibles. Y lo que no se produzca así será un ejercicio más o menos estético de censura. El buenismo de los nuevos socialistas no edulcora esta realidad regresiva.

El catálogo de derechos y deberes que introduce el proyecto de Estatuto catalán inflama de orgullo progresista a sus mentores, pero no es sino el espejo de un intervencionismo que alcanza cotas próximas al ridículo en la descripción de las competencias de la Generalitat, en un texto que, siendo más extenso que la Constitución española, resume y ejemplariza, no una visión catalana del mundo como se ha llegado a afirmar, sino una visión nacionalista y socialista de una sociedad que en pleno siglo XXI tiene derecho a sospechar que la prepotencia y la superioridad moral -sea de derechas o de izquierdas, y en este caso lo es del talantismo y del optimismo antropológico- no sean coartadas que procuren la regresión de la libertad. Y esta retrocede cuando -como desde estas mismas páginas ha recordado el líder de la oposición- los verbos promover, fomentar, intervenir y planificar saltean el proyecto estatutario catalán reflejando la mentalidad restrictiva de sus impulsores.

El brusco descenso en la confianza política que, como tendencia, marcan las encuestas e incluso las inquietudes sobre nuestro horizonte económico son fenómenos de inversión del estado de serenidad social producidos por formas de hacer que hasta ahora pasaban inadvertidas debidamente camufladas en el envoltorio de discursos conciliadores. La política es semántica, pero no sólo. Comienzan a aparecer ahora los hechos detrás de las palabras y asoman trazas inquietantes que hablan del pasado; que sobreponen la parte al todo; que relativizan derechos y libertades; que desestabilizan las bases éticas de la sociedad española sin ofrecer más alternativa que formas nihilistas de vida; que establecen relaciones con amigos internacionales con credenciales averiadas, y surge así un difuso estado de malestar consecuencia de la prepotencia, que es donde tiene origen todo el malentendido intelectual desde el que gobierna el PSOE y que irá en detrimento de sus posibilidades futuras. El presidente puede seguir perseverante en su estrategia (?) política derrochando la soberbia de sus antecesores. Bastaría que echase la vista atrás -y no precisamente a 1931, ni a 1936- para reparar en que la decepción de los ciudadanos les lleva al malestar y cuando se vota con esa sensación de desengaño se cambia a estos por aquellos.