Estado de miedo

EL título se lo tomo prestado a una novela de Michael Crichton (altamente recomendable, por cierto). En ella, dicha expresión define lo que ha sido la situación de las democracias occidentales desde 1945 hasta hoy: estado de miedo, que no estado de guerra. Ni siquiera el terrorismo ha conseguido abolir el imperio de la ley. Los Estados democráticos son más fuertes que los totalitarios, entre los que se han dado abundantes casos de regresión al estado de naturaleza y a la guerra civil consiguiente (ex Yugoslavia, repúblicas ex soviéticas). Pero, en los democráticos, el terrorismo ha conseguido a veces la intensificación del estado de miedo y la inhibición de las libertades, hasta llegar en algunos de ellos al golpe de estado y al cambio de régimen por una dictadura militar (países del Cono Sur). De ahí que, en las democracias afligidas por el terrorismo, la estrategia contra éste no deba plantearse como una lucha por la paz, puesto que no existe un estado de guerra, sino como una defensa de la libertad ante el estado de miedo. En rigor, ante el terrorismo, el pacifismo de Estado es el peor camino posible. O propicia las soluciones dictatoriales o favorece las demandas de los terroristas, toda vez que un Estado pacifista tenderá siempre a sacrificar las libertades en aras de la paz. En este sentido, la estrategia del actual Gobierno ante ETA -y ante el terrorismo islámico- ha sido profundamente equivocada. Que el estado de miedo se incrementó en el País Vasco durante el pasado año, el del «proceso de paz», lo demostraban las encuestas en vísperas del atentado de Barajas. La persistencia de Rodríguez en el pacifismo de Estado, con el correlativo rechazo de la propuesta de la oposición (volver al Pacto por las libertades y reorientar desde la defensa de las mismas la lucha contra ETA), agrava considerablemente la situación. Como, dado el empecinamiento suicida del Gobierno, parece imposible transformar aquella, trataremos de interpretarla, haciendo de paso un ejercicio de historia.

En 1975, pocos meses antes de la muerte de Franco y de la suya propia, el poeta Gabriel Aresti escribía que el futuro de Euskadi estaba en manos de la democracia cristiana (el PNV) y del PCE. El comunista -eurocomunista, a la sazón- Aresti traducía así a términos vascos lo que ya para entonces era el sueño imposible del eurocomunismo español: una salida del franquismo a la italiana, mediante un compromiso histórico entre las dos fuerzas sociales independientes del régimen, los católicos y los comunistas o, como más exactamente lo ha formulado mi amigo José Miguel Oriol, la Iglesia católica y el PCE. Un compromiso que había funcionado en Italia desde la época de De Gasperi y Togliatti y que se había revelado capaz de consolidar la democracia a pesar de la inestabilidad política endémica y de la oleada terrorista de los «años de plomo». A mediados de los sesenta, una salida semejante todavía era verosímil en España, pero no ya en 1975. En primer lugar, porque la Iglesia católica española no salió del Concilio Vaticano II reconciliada con los valores políticos de la democracia, sino, salvando honrosas excepciones, dividida en sectores radicalizados, entre los que predominaban los de izquierda y, en el País Vasco y Cataluña, los nacionalistas. En ausencia del socio esperado, la estrategia eurocomunista del compromiso histórico resultó un fracaso y el PCE se derrumbaría a lo largo de la Transición.

Porque ésta no fue orientada por las residuales fuerzas del exilio republicano ni por un bloque democrático a la italiana, sino por nuevas fuerzas nacidas de la descomposición del régimen y de la Iglesia (a este respecto, hay que recordar que casi todo el antifranquismo de izquierda o nacionalista surgido en los sesenta tuvo origen eclesial, no sólo ETA). El caso del PSOE no es una excepción. En Suresnes se liquidó el PSOE histórico, republicano y marxista, y se inició la construcción de un nuevo partido socialdemócrata que apenas conservaba del anterior otra cosa que sus bases sindicales, lo que no era poco, pero insuficiente para un partido de masas que pudiera disputar al PCE la hegemonía de la izquierda. Como es sabido, el PSOE creció durante la Transición, a medida que el PCE se hundía, gracias a las aportaciones de la extrema izquierda, bien fuesen directas o por mediación de pequeñas organizaciones socialistas o socialdemócratas de ámbito regional. En este proceso de agregación hay que observar tres fenómenos: la extrema izquierda afluyó mayoritariamente al PSOE, no al PCE, a cuya dirección odiaba más que al franquismo; tampoco hubo trasvase del PCE al PSOE hasta la crisis terminal de los comunistas, a comienzos de los ochenta y, finalmente, tanto en Cataluña como en el País Vasco, la existencia de organizaciones nacionalistas de izquierda frenó el crecimiento de los socialistas, al convertirse aquéllas en polos de atracción para los izquierdistas (incluso los comunistas vascos, tras la crisis del PCE, prefirieron unirse a los nacionalistas de Euskadiko Ezkerra).

La anomalía vasca y catalana ha representado una causa perenne de desazón para los socialistas, al impedirles convertirse en una alternativa al nacionalismo. En Cataluña, optaron por transformarse en una fuerza nacionalista más. En el País Vasco, salvo durante el período marcado por el Pacto de Estella, que los obligó a acercarse al PP e improvisar una estrategia constitucionalista, han oscilado entre los compromisos de gobierno con el PNV y las tentativas de atraerse a los nacionalistas de izquierda. Durante la primera fase del «proceso de paz», esta última fue su directriz estratégica (es más: hay motivos suficientes para sospechar que los socialistas vascos no trataban tanto de terminar con ETA como de conquistar el espacio electoral de la izquierda abertzale). Tras el atentado de Barajas, vuelven a acercarse al PNV. Tal oscilación oportunista es un índice de la inconsistencia moral y política del progresismo, definido por Jean-Claude Milner como un dispositivo de repentización de falsas coartadas éticas (buenistas) para cualquier desaguisado. Pero no es algo que tenga fácil solución, sino la característica esencial de la izquierda progresista. No deja de resultar curioso y significativo que los cuadros comunistas vascos del antifranquismo, los que estuvieron en las cárceles franquistas en el 62, terminaran en el constitucionalismo recalcitrante, o sea, en la defensa incondicional de la libertad contra el terrorismo y frente al pacifismo delicuescente. Ahí, qué duda cabe, había y hay una moral democrática. Una voluntad de no plegarse al estado de miedo. Y un referente ético que, personalmente, nunca me ha fallado.

Jon Juaristi