Estado de pandemia, pandemia de Estado

Una de las representaciones más exitosas de Estado es la del Leviatán. Acuñada en el año 1651 cuando Thomas Hobbes publicó su libro, su éxito debe tanto al frontispicio que lo acompaña desde entonces, obra de Abraham Bosse, como a la imaginación que hace volar. Es el nombre de un monstruo marino que encontramos en el Antiguo Testamento (Salmos 74: 13-14), descrito en Job 41 de una manera tan vívida que el lector sólo puede sentir terror: la rendición humana ante el poder de Dios. Es elocuente el que, para Hobbes, «ese gran Leviatán que se llama una república o Estado (civitas en latín)», es un «hombre artificial», surgido de «pactos o convenios», «aunque de estatura y fuerza superiores a las del natural, para cuya protección y defensa fue pensado».

Tiene razón David Runciman cuando afirma que el Leviatán de Hobbes sea quizá «el mejor tratado de filosofía política que se haya escrito en lengua inglesa». Su influencia ha sido enorme. El carácter monstruoso ha quedado vivamente marcado en nuestra imaginación, porque, en el fondo, lo que Hobbes pretendía, sobre lo que construye su visión, es la de alimentar la obediencia por el camino del miedo.

El miedo es esencial, como ha argumentado Corey Robin, en la reflexión de Hobbes. El que había sentido ya desde su nacimiento; el miedo a la Armada invencible y a las guerras de la Inglaterra del siglo XVII, incluida la decapitación del Rey Carlos I (1649). El miedo crea al Leviatán tanto como que es su fruto para generar obediencia, la del miedo.

No nos puede sorprender el éxito histórico de la figura del Leviatán: es el Estado. Daron Acemoglou y James Robinson, en su último libro (El pasillo estrecho. Estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad), hablan de las condiciones que ha de reunir el Leviatán para que las sociedades progresen: «Es necesario un Estado que tenga la capacidad de hacer cumplir las leyes, controlar la violencia, resolver conflictos y proporcionar servicios públicos, pero continúe estando dominado y controlado por una sociedad asertiva y bien organizada». Es lo que denominan, precisamente, el «Leviatán encadenado».

Una de las lecciones de la Historia es que cuanto más avanza el poder del Estado, más debe hacerlo el del control para refrenarlo. Es lo que Acemoglou y Robinson denominan el efecto Reina Roja (por el libro de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas). El progreso social no radica en impedir que el Estado disfrute de poder, incluso, reforzado, sino en habilitar a la sociedad, a los ciudadanos, con los mecanismos adecuados, necesarios, suficientes y efectivos para controlarlo: «La expansión simultánea de las capacidades del Estado y la sociedad impulsada por el efecto de la Reina Roja» (Acemoglou y Robinson).

La pandemia está provocando una expansión desconocida de los poderes del Estado. Durante tres meses hemos estado bajo un estado de alarma. Se nos han suspendido derechos fundamentales como los de circulación y de reunión; se nos ha confinado en nuestras casas en una suerte de arresto domiciliario; se han interrumpido todo tipo de actividades sociales y económicas; se han impuesto obligaciones a suministradores de energía y operadores críticos de servicios esenciales, etcétera. La mayoría de los ciudadanos han entendido que es razonable. En el último barómetro del CIS (junio 2020), el apoyo que le merecen a los encuestados las medidas adoptadas es del 87%.

Una vez finalizado el estado de alarma, no ha desaparecido el régimen de excepción. Ahora está vigente uno nuevo, el del post-estado de alarma que lo estará, como ha establecido el artículo 2 del Real Decreto-ley 21/2020, hasta que el Gobierno no declare finalizada la «situación de crisis sanitaria». Este Derecho legal de excepción (integrado por el Real Decreto-ley 21/2020 y las leyes de salud pública) habilita al Estado, en sentido amplio, con poderes para aprobar «las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible» (art. 3 Ley Orgánica 3/1986, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública); o «cuantas medidas sean necesarias», así como «cualquier otra medida… si existen indicios racionales de riesgo para la salud incluida la suspensión de actuaciones» (art. 54 Ley 33/2011, General de Salud Pública).

El régimen post-estado de alarma plantea, al menos, dos problemas sobresalientes. El primero es el de la unidad en la gestión de un virus que no entiende de fronteras. Sonroja recordar que la competencia del Estado es de «bases y coordinación general de la sanidad» (art. 149.1.16ª CE). La coordinación debería ser real y efectiva, y la Alta Inspección del Estado habría de ser el instrumento para hacerla operativa, incluso, mediante una agencia nacional. Y, por otro, un problema aún más relevante: el de los controles. Las leyes de salud públicas ni fueron pensadas para gestionar pandemias de duración temporal indeterminada (esa situación de «vigilancia epidemiológica permanente» en que consiste, según el Gobierno, la «nueva normalidad»); ni tampoco se preocuparon de articular controles a los que someter a la Administración. Y un poder sin control tiende, por la propia naturaleza (histórica) de las cosas, a la arbitrariedad.

Cuando un Leviatán desencadenado gestiona la pandemia, la preocupación hace acto de presencia: se corre el riesgo de normalizar un régimen de excepción, sostenido por un virus que se resiste a desaparecer, sin estar sometido a controles eficaces. Lo estamos comprobando ahora con los rebrotes que se extienden por España. Con la misma libertad con la que el virus hace acto de presencia, las Administraciones establecen medidas administrativas restrictivas e, incluso, de confinamiento. La pandemia puede justificarlas, pero ese poder fortalecido del Estado debe acompañarse de un reforzamiento de los controles. El infierno está lleno de buenas intenciones. El control es imprescindible para corregir, no sólo los excesos, sino también los errores.

El control judicial de las medidas es muy defectuoso. El control a posteriori es inútil (el Tribunal Constitucional tardará, incluso, años en pronunciarse sobre el estado de alarma) y el a priori (antes de que las medidas sean eficaces) está lleno de carencias. Sólo sabemos que la ley jurisdiccional de lo contencioso-administrativo establece una singular «autorización o ratificación judicial» de las medidas que las autoridades sanitarias consideren «urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental» (art. 8.6) Es un control que ni cuenta con un fundamento legal sustantivo (no está regulado en las leyes de salud pública), ni concreta cuál es el juez competente, ni el procedimiento a seguir, ni el alcance de la resolución (¿autorizar o ratificar?; ¿puede modificar las medidas?), ni los derechos protegidos (sólo los derechos fundamentales ¿qué sucede con los otros derechos constitucionales, caso de la libertad de empresa?). Es una resolución judicial que ni está prevista en la Ley orgánica del poder judicial (a diferencia, por ejemplo, de la autorización de entrada en los domicilios). Así se explican los problemas con los que se encuentran los jueces al autorizar o ratificar las medidas. Algunos tan insólitos como que sean jueces de lo penal, en función de jueces de guardia, y no los administrativos, los que autoricen o ratifiquen las medidas porque, a diferencia de aquellos, en este orden jurisdiccional, no hay jueces de guardia.

El control judicial es aún más imprescindible cuanto que se trata de examinar la proporcionalidad de las medidas adoptadas por la Administración. Hay que evitar las indiscriminadas y las desproporcionadas; garantizar que el confinamiento, por ejemplo, se limita a lo necesario para evitar la expansión del virus. Sólo así se conseguirá mantener la legitimidad de las medidas (hasta ahora apoyadas por el 93% de los encuestados por el CIS), indispensable para su cumplimiento. En caso contrario, más restricciones, y menos soporte social. Un círculo vicioso que propaga el virus.

Mejorar los controles es ineludible para evitar que el Estado de pandemia pueda convertirse en una pandemia de Estado, una amenaza a las libertades injustificada, innecesaria y, sobre todo, desproporcionada. El poder reforzado del Estado se ha de corresponder, cual efecto de la Reina Roja, con vigorizados mecanismos de control. Si queremos, realmente, controlar el virus, comencemos por el Estado. Un Estado fuerte con una democracia débil lo propaga. Un Estado fuerte con una democracia fuerte, lo controla.

Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo.

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