Estado de sitio

Una semana después de los dramáticos atentados terroristas de París, Europa observaba atónita cómo Bruselas, su capital administrativa, era situada bajo estado de sitio. No parece, sin embargo, que estas circunstancias extremas hayan sido suficientes para sacudir las agendas y cambiar las rutinas de la toma de decisiones de la lentísima política comunitaria. La pobre reacción política –más allá de la obligada sobreactuación del presidente francés, François Hollande– resulta altamente desmoralizadora para los ciudadanos directamente afectados y para todos aquellos que esperaban señales de control y liderazgo por parte de las instituciones y sus dirigentes. Europa ha cedido ante el ataque de los intolerantes, pero las agendas institucionales no se han alterado, o lo han hecho a ritmos propios del siglo pasado.

La ocupación de una capital como Bruselas por parte del ejército y la policía, con la consecuente suspensión de la libre actividad de los ciudadanos, no se había visto en Europa occidental desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno belga y las policías europeas –que tienen o deberían tener la capital belga como una de sus prioridades– debieron manejar información que aconsejaba medidas excepcionales; la repetición de un ataque terrorista como el de la capital francesa habría dejado bajo mínimos la moral y la confianza ciudadanas. Pero desde el momento que suspendían la vida normal en París, en Bruselas o en Hannover, estaban concediendo una derrota que seguramente iba más allá de lo que los mismos terroristas esperaban.

Estado de sitioLas calles desiertas de la capital comunitaria suponen un precedente peligroso, que anula el mensaje de fuerza que habían querido transmitir en un primer momento los dirigentes occidentales. Tenían que emitir un discurso de confianza en los valores de la libertad y la solidaridad, pero se han quedado en un conjunto de gesticulaciones para el consumo populista. Si la alteración de la normalidad democrática ya es lo bastante grave, la sensación de que a partir de ahora formará parte de la rutina cotidiana resulta simplemente inaceptable. El fatalismo con el que las sociedades europeas han aceptado ser rehenes del terrorismo es como mínimo temerario.

La comunidad internacional se enfrenta, ciertamente, a un fenómeno de una complejidad extrema: nada más fácil que sembrar el pánico cuando el terrorista está dispuesto a morir en una acción suicida; nada más fácil que hacer daño a una sociedad pacífica de miembros desarmados y tolerantes; nada más fácil que atentar contra una comunidad que tiene en la libertad tanta grandeza como puertas abiertas a los que se aprovechan para atacarla.

Pero una cosa es analizar acertadamente la realidad –los estados y las ciudades de Europa no están preparados para garantizar la plena seguridad en un mundo global– y otra, resignarse fatalmente a la suspensión de la normalidad y las garantías democráticas. Los europeos deben tomar conciencia de las amenazas y asumir un compromiso inequívoco en la defensa activa de su sistema de derechos y libertades. No pueden dejar este discurso en manos extremistas y xenófobas.

Para encarar cualquier crisis hace falta tener un buen diagnóstico, escoger una estrategia, dotarla de medios y conseguir la imprescindible cohesión social para ejecutarla. Europa no comparte diagnóstico sobre la amenaza terrorista, no tiene una estrategia compartida –ni en las políticas de cohesión interna ni en las acciones internacionales–, no se pone de acuerdo en los medios y no cuenta con el imprescindible consenso sobre la respuesta. Eso condena al fracaso las actuaciones comunitarias.

En este momento de extrema gravedad, la responsabilidad de los dirigentes es enorme: la historia juzgará si en la defensa de intereses nacionales o partidistas han sacrificado el futuro de la Europa de las libertades y la solidaridad. Pero la responsabilidad de los ciudadanos no es menor: los europeos hemos pretendido demasiado a menudo que otros defendieran nuestros intereses en distintas partes del planeta. Ahora que son atacados dentro de nuestras fronteras deberemos mojarnos y ceder trozos de nuestras preferencias ideológicas con el fin de conseguir (desde la pluralidad y la crítica) el consenso imprescindible.

Esta cohesión requiere un debate previo y algunos pactos complejos en las instituciones y en el corazón mismo de las sociedades europeas. Hollande no puede arrastrar Europa a intensificar la aventura militar en Siria sin antes definir una política conjunta sobre Bashar el Asad, los kurdos, los opositores vinculados a Al Qaeda, Rusia o Turquía; unos acuerdos que deben priorizar la defensa de las poblaciones civiles y encarar de una vez por todas las responsabilidades de las dictaduras del Golfo. En este sentido, los gritos de guerra y las sobreactuaciones políticas no son una buena señal, pero la pretensión de equidistancia de los que en Barcelona condenan la exhibición de la bandera francesa (por imperialista) en solidaridad con las víctimas de los atentados de París todavía es más alarmante.

En París, en Beirut, en Ankara, en Túnez y en el corazón del Oriente Medio el fanatismo castiga a los más débiles. Incluso los sectores antibelicistas de las sociedades europeas deberíamos aceptar que, en el estado actual de las cosas, la equidistancia y la inacción son todavía más criminales que la implicación decidida en la lucha contra el terror.

Rafael Nadal

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