Estado democrático o revolución

El día 6 de septiembre, mientras se aprobaba en el Parlament la primera de las leyes de desconexión, la del “referéndum de autodeterminación”, dos expresidentes de la Cámara, Ernest Benach y Núria de Gispert, reconocían en televisión que la manera en la que sus correligionarios independentistas se disponían a aprobar las leyes no era demasiado ortodoxa, pero lo justificaban en que no les había quedado más remedio que hacerlo así. Esa es la coartada oficial. Los suyos, decían, solo querían cargarse la Constitución, no el Estatut, ni el reglamento del Parlament ni el Consell de Garanties Estatutàries, pero esto del ordenamiento jurídico es tan complicado que al final no había más remedio que arrasar con todo para poder consumar la voluntad del pueblo. Concretamente, la del 47,8% del pueblo catalán.

Esa es la clave de lo que estamos viviendo: era necesario derribar el orden legal establecido (nuestro Estado de derecho y nuestra institucionalidad deliberativa), para situar en su lugar un “nuevo” orden por la fuerza, y eso tiene un nombre: revolución. Digan lo que digan, nadie les ha obligado a intentar destruirlo todo, nadie les ha forzado a situar las instituciones catalanas al margen de la ley. Podrían haber intentado alcanzar sus objetivos mediante la reforma del orden existente, consiguiendo de entrada una mayoría cualificada en el Parlament, los dos tercios que exige el Estatut para la toma de decisiones de especial trascendencia, pero han optado por la vía rápida de la ruptura. Han tratado de aprovechar una coyuntura política favorable para explorar la senda revolucionaria sin miramientos, para regocijo de la CUP. Decidieron abandonar por su cuenta el ordenamiento jurídico democrático y apostar por las decisiones políticas ajenas al Derecho, y eso también tiene un nombre: decisionismo.

Tras la II Guerra Mundial, el decisionismo político teorizado por Carl Schmitt parecía haber perdido definitivamente la batalla frente al constitucionalismo normativo preconizado por Hans Kelsen. Para Kelsen, la democracia no es solo la aplicación del principio de la mayoría, sino también el respeto a los derechos y las libertades individuales y de las minorías, protegidos por una norma fundamental, la Constitución, que se sitúa en la cúspide de la pirámide normativa. Kelsen prevé la existencia de un Tribunal Constitucional que vele por el cumplimiento de la Constitución, preservándola de posibles excesos de la mayoría. Si Kelsen levantara la cabeza hoy en Cataluña, alucinaría con las leyes de desconexión, que hablan de un proceso constituyente no supeditado a las decisiones del Tribunal Constitucional.

Así, no es de extrañar que en los últimos días los académicos constitucionalistas, tan poco dados a la exposición pública, hayan expresado a través de manifiestos su preocupación por la deriva antijurídica desencadenada desde la aprobación de la ley del referéndum en el Parlament. El primero de esos manifiestos lo han firmado más de 200 profesores de Derecho Constitucional de toda España, 20 de ellos catalanes, los más prestigiosos entre la academia internacional. Xavier Arbós, Francesc de Carreras, Josep Maria Castellà, Víctor Ferreres, Enric Fossas y Teresa Freixes, entre otros, señalan que la ley del referéndum es claramente contraria al ordenamiento constitucional y al derecho internacional y piden a las autoridades catalanas que, “por respeto al Estado de derecho, se abstengan de realizar cualquier acción que suponga eludir la suspensión de las normas acordada por el Tribunal Constitucional”.

Como académicos de distintas convicciones ideológicas y sensibilidades en cuanto a la organización territorial del Estado, se limitan a defender los principios del constitucionalismo democrático que explican a sus alumnos. Todo lo contrario de lo que han hecho algunos de sus colegas, que se han dedicado a enmascarar con una pátina de juridicidad los abusos de unos políticos decididos a destruir el orden jurídico democrático en Cataluña. Está claro que han dejado de creer en los principios del constitucionalismo democrático y se han pasado a la revolución, de la que son servidores cualificados. Empezando por el exvicepresidente del Tribunal Constitucional Carles Viver i Pi-Sunyer, espléndidamente retribuido por el Govern, Enoch Albertí y Joan Vintró, que formaron parte del Consell Assessor per a la Transició Nacional y han contribuido a construir el andamiaje intelectual de la secesión sobre la base de un derecho inexistente y de la preeminencia de la decisión política sobre el Estado democrático de derecho. De estas ideas han bebido los autores materiales de las leyes de desconexión que tan ufanamente defendieron los políticos de la mayoría parlamentaria el pasado 6 de septiembre. El decisionismo no conoce límites jurídicos, de ahí el semblante indolente de Puigdemont y Junqueras cuando la oposición apelaba a la Constitución, al Estatut o al reglamento del Parlament.

Ignacio Martín Blanco es periodista y politólogo.

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