Estado, geografía y sentido común

Cuando a la reciente contienda electoral sucede, casi sin solución de continuidad, un escenario preelectoral en el que las fuerzas políticas, como Don Quijote en la venta, se limitan a velar sus armas, el común de los ciudadanos corre el riesgo de ver reducido su horizonte a un beligerante contraste de programas. Porque la cultura partitocrática, tan propensa a subordinar el marco constitucional a la propia pulsión ideológica, suele reducir el Estado a categorías que, más que explicar la realidad, tienen la pretensión de suplantarla. Sin embargo, esa realidad es anterior al Derecho y a la política. El Estado mismo es, ante todo, territorio, es decir, geografía. Hoy, el espacio del poder político, en un contexto de fronteras cada día más simbólicas o nominales, obliga a superar el principio tradicional de soberanía. Ciudadanos e instituciones públicas compartimos un ámbito fundamentalmente administrativo, en garantía del interés general. Incluso el concepto que autores como Hans Kelsen tenían del territorio, como «ámbito espacial de vigencia de un orden jurídico», debe someterse a revisión ante el entrecruzamiento de sistemas legales y por la emergencia de un horizonte cada vez más virtual y abierto. Un espacio en el que, cualquiera que sea el modelo de Estado, cobran singular relevancia dos principios: el primero, el de racionalidad en la gestión de los recursos, dentro de las buenas prácticas exigibles a cualquier poder público. El segundo, el de seguridad jurídica, de naturaleza constitucional y relevancia cardinal para la consolidación del Estado de Derecho, presupuesto del Estado social y democrático, que nuestra Constitución consagra. El principio de racionalidad en la gestión se ajusta necesariamente a lo que el maestro Recasens Siches entendía como «la lógica de lo razonable», superadora de la lógica de tipo matemático. Esta «no contiene puntos de vista de valor ni estimaciones sobre la corrección de los fines». Frente a ella, la lógica de lo razonable, aplicable al Derecho, es lo que él denominaba «el logos humano». Es esta una lógica concluyente, que no se limita a describir alternativas o hipótesis. Así, en el ámbito judicial, lo razonable se concreta en la sentencia, más aún en el fallo, precedido por la imperativa motivación que lo explica y justifica. Motivación y fallo resuelven el caso, no alimentan dudas o perplejidades ni acumulan argumentos en un ejercicio evasivo que suele confundir el razonamiento con el mero enunciado. Esta conducta judicial responsable es exigible también a todo gestor público. Así, cuando la acción estatal se proyecta sobre el espacio, el principal beneficio para la sociedad es el disfrute de una organización estable y previsible, gracias a la efectividad del principio de seguridad jurídica. El Estado se hace presente en la realidad social a través de la ley, y esta viene a configurarse como un signo integrador de su acción sobre el territorio. Ello se traduce también en el reforzamiento de la indivisibilidad de este elemento, condición que no obsta a la vigencia del principio de división de poderes o a la articulación de un régimen de descentralización política. Esta pauta de organización no debe proyectarse, simétricamente, sobre el espacio físico estatal, porque la realidad primaria de este debe ser razonablemente considerada. Para ello ha de excluirse la aplicación mecánica del principio de autonomía política a la gestión de los servicios y de los recursos públicos, una gestión que tiende, cada día más, a la integración institucional y a la búsqueda de economías de escala. En consecuencia, lo residual, por complementario, debe situarse en el nivel de las colectividades territoriales infraestatales, vinculadas a la defensa de intereses particulares, definibles pero casi nunca separables, y no en el del Estado, garante último del interés general. Su centralidad obliga a no traducir la autonomía territorial en una multiplicación de los servicios, con la consiguiente emergencia de burocracias alternativas, inasumibles en el actual contexto de crisis económica. Un ejemplo del mayor interés sobre la necesidad de coordinación administrativa es la reciente sentencia del Tribunal Constitucional 30/2011, de 16 de marzo, que resuelve el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por la Junta de Extremadura frente a la previsión que sobre la cuenca hidrográfica del Guadalquivir se contiene en el artículo 51 del nuevo Estatuto de Andalucía. El conflicto se origina al asumir la administración autónoma andaluza competencias exclusivas sobre la referida cuenca, invocando razones de orden histórico, simbólico o cultural que conducen a quebrar, abiertamente, la competencia exclusiva que la Constitución, en su artículo 149.1.22ª, reconoce al Estado. De la lectura del precepto autonómico, que explícitamente concede a la comunidad autónoma «competencias exclusivas sobre las aguas de la cuenca del Guadalquivir que transcurren por su territorio», no puede dejar de reconocerse la artificiosidad, sin duda imaginativa, de pretender separar el recurso del cauce. No menos forzado es acudir a la cautela nominal e irrelevante del «sin perjuicio», vieja cláusula de estilo que solo pone de manifiesto la conciencia del legislador estatuyente de inmiscuirse en competencias que no le corresponden. Porque no basta invocar la Constitución. Lo que realmente importa es cumplirla, en su letra y en su espíritu. La sentencia está toda ella transida de la tensión que, ante un recurso tan vital como es el agua, se genera por la dificultad de cohonestar la territorialidad estatal y la autonómica. Una tensión que la sentencia resuelve, de modo inequívoco, a la luz de la propia doctrina del Tribunal. Así, se invoca la STC 199/1987, para reconocer que «la legitimación de las Comunidades Autónomas para interponer el recurso de inconstitucionalidad no está al servicio de una competencia violada, sino de la depuración del ordenamiento jurídico» o del denominado «orden de distribución de competencias»; pronunciamiento este que avala al recurrente, la Junta de Extremadura, al vincular el propio interés autonómico (geográficamente indiscutible, por referirse a dieciocho municipios extremeños de aquella cuenca hidrográfica) a la defensa de la función del Estado, garante del principio de solidaridad interterritorial (artículo 138.1 CE). La sentencia se apoya fundamentalmente en la doctrina sentada por la STC 227/1988. En ella, el Tribunal, además de reconocer la constitucionalidad del principio de unidad de gestión de la cuenca hidrográfica, fruto de nuestra mejor tradición administrativa (la de las confederaciones hidrográficas de Lorenzo Pardo), congruente con la normativa europea, vinculó la ordenación y gestión de los recursos hidráulicos al mandato constitucional que obliga a los poderes públicos a velar por la «utilización racional de todos los recursos naturales» (artículo 45.2 CE). De modo explícito, la sentencia se planteó el alcance de la condición determinante de la competencia del Estado (artículo 149.1.22ª CE), vinculada al hecho de que «las aguas discurran por más de una Comunidad Autónoma». La principal conclusión a que se llegó entonces, y ahora se reitera, es la de que «desde el punto de vista de la lógica de la gestión administrativa, no parece lo más razonable compartimentar el régimen jurídico y la administración de las aguas de cada curso fluvial y sus afluentes en atención a los confines geográficos de cada Comunidad Autónoma». El sentido común, una vez más la savia del Derecho, expresión de la lógica de lo razonable, frente a la lógica espuria de un eventual arbitraje político, lleva al supremo intérprete de la Constitución a declarar la inconstitucionalidad y nulidad del controvertido artículo 51 del Estatuto de Andalucía (al igual que ha ocurrido, un día después, con el artículo 75.1 del Estatuto de Castilla y León, sobre la cuenca del Duero, por la STC 32/2011). El fallo y sus fundamentos contribuyen decisivamente a consolidar nuestro marco constitucional, superando la ambigüedad equidistante o el abuso manipulador de las interpretaciones alternativas o conformes. Todo un ejemplo de lo que un riguroso control jurídico de constitucionalidad puede significar para asentar la actuación de todos los poderes públicos en la certidumbre normativa y en la eficacia de la gestión.

Claro José Fernández-Carnicero González, vocal del Consejo Genearl del Poder Judicial.

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