A la memoria de Àlex Seglers, gran amigo, con quien me hubiera gustado discutir este artículo.
La visita del Papa a España ha renovado, como era de esperar, la polémica sobre la laicidad del Estado y sus relaciones con la Iglesia católica. Durante su estancia en Barcelona, algunos grupos se han manifestado en contra del Papa y otros han criticado el trato que las autoridades, tanto estatales como autonómicas y locales, le han dispensado. No obstante, en un balance global, creo que la visita ha discurrido dentro de lo que podríamos denominar normalidad.
Tanto en Santiago como en Barcelona, una gran mayoría de ciudadanos, a tenor de la fría acogida que en sus recorridos por las calles ha tenido el Papa, se han mostrado indiferentes ante su visita. Ello, creo, se corresponde con la creciente secularización de la sociedad española. Asimismo, los grupos que se han manifestado de forma insidiosa en contra han sido muy minoritarios, una muestra de que en España el distanciamiento de la fe religiosa no implica hostilidad, ni a la religión, ni a quienes se declaran creyentes. Por ello han sido muy poco acertadas las palabras del Papa en las que establecía un símil entre la situación española actual y el anticlericalismo de la época de la Segunda República. Alguien le informó mal, muy mal, porque no hay comparación posible. Afortunadamente, la sociedad española, en esta y en otras materias, es infinitamente más abierta y tolerante que entonces.
Por último, las autoridades políticas han acogido al Papa dentro del amplio marco de la función que tienen constitucionalmente asignada. En efecto, el artículo 16.3 de la Constitución establece que "ninguna confesión tendrá carácter estatal". Pero a renglón seguido añade que "los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones". Por tanto, el Estado es laico - o no confesional, no veo diferencias de fondo-, pero debe tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, en especial la religión católica, y a tal efecto mantener relaciones de cooperación con las distintas confesiones de forma proporcionada a su significación social. Dado que la religión católica es, con enorme diferencia, la más numerosa, las autoridades se han comportado de acuerdo con este mandato constitucional.
La laicidad es un componente esencial de la idea de democracia. Estado laico y Estado confesional son conceptos antitéticos. En efecto, el Estado confesional es aquel que adopta como propia una determinada creencia, concede privilegios a sus fieles y, por tanto, discrimina a quienes profesan otras religiones o a quienes no profesan religión alguna. El privilegio es, por definición, opuesto a la igualdad y, por tanto, discriminatorio. En un Estado confesional, esa discriminación, tal desigualdad de trato, impide que denominemos ciudadanos a quienes componen su población, ya que la condición de ciudadano presupone la igualdad de derechos. En consecuencia, un Estado confesional no puede ser ni liberal ni democrático, porque vulnera los principios de libertad - al no reconocer el pluralismo que deriva de esta libertad-y de igualdad.
Por el contrario, el Estado laico es imparcial respecto de las diversas creencias precisamente porque, como tal Estado, no profesa creencia alguna. Se puede objetar que los valores en que se basa el Estado de derecho, básicamente la libertad y la igualdad, son también creencias cuya naturaleza no es distinta a las de cualquier religión. Por tanto, si admitimos esta objeción, nuestros estados constitucionales son también confesionales aunque basados en una creencia distinta a la religiosa pero creencia al fin: que todos los hombres son libres e iguales.
Esta conclusión sería aceptable si no tuviéramos en cuenta el valor democracia, es decir, si no consideráramos al poder político como expresión de la voluntad de los ciudadanos. Como ya sostuvo Rousseau, obedecer al Estado democrático o, lo que es lo mismo, obedecer las leyes democráticas, es una forma de obedecernos a nosotros mismos, ya que precisamente somos nosotros quienes hemos aprobado estas leyes; en definitiva, la obediencia a la ley democrática es un presupuesto necesario para el ejercicio de nuestra libertad, de la libertad individual igual para todos. Por tanto, en un Estado de derecho liberal y democrático no puede haber una creencia externa a nosotros que pueda imponerse contra nuestra voluntad - como sería el caso de una religión oficial en un Estado confesional-,sino que la finalidad de este Estado, que nos hemos dado nosotros mismos mediante un implícito contrato mutuo, es hacer posible, en la misma medida para todos, el libre ejercicio de nuestra voluntad.
Laicidad y democracia son, en consecuencia, indisociables. Por definición, toda democracia es laica. Y como no hay democracia sin libertades individuales, en un Estado laico, no confesional, cualquiera puede practicar la religión que desee mientras esta actividad no vulnere la ley. El Estado es laico, las personas son libres.
Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.