Estado y ciudadanos van en el mismo barco

Decía Maquiavelo que «las repúblicas bien organizadas deben mantener el erario público rico y a los ciudadanos pobres». Con ello quería insistir en la importancia de buscar el bien común postergando los intereses particulares, aparte de advertir del riesgo de que las desigualdades de riqueza y poder lleven a la república a su ruina. Hoy día, sin embargo, comprobamos dolorosamente que es imposible distinguir una cosa de la otra. En un mundo globalizado, la pobreza o riqueza del Estado está íntimamente ligada a la de sus ciudadanos, y cualquier intento de separar una de la otra está condenado irremisiblemente al fracaso, como estamos viendo estos días.

Durante algún tiempo, al inicio de la crisis, se acudió a la ficción de alegar que el problema de España era su deuda privada, pero que las cuentas públicas estaban perfectamente saneadas y eran un modelo de rigor fiscal. El autoengaño nunca ha sido buen consejero. En realidad, uno de los efectos más perniciosos de la burbuja inmobiliaria fue esconder lo artificioso de nuestras finanzas públicas. Los bancos pedían prestado al exterior miles de millones de euros para introducirlos en el mercado inmobiliario y financiar la burbuja, pero, lógicamente, una cantidad muy importante terminaba en las arcas de las distintas administraciones, mediante pago de licencias, tasas e impuestos de todo tipo. Gran parte de ese dinero se ha tirado de manera lamentable en infraestructuras innecesarias, cuando no surrealistas, a mayor gloria de sus promotores. Pero, con mucho, el mayor disparate consistió en crear con esa financiación, como si fuera a durar para siempre, una extensísima red política y administrativa de naturaleza profundamente clientelar, que ahora resulta todavía más difícil desmontar que el aeropuerto de Castellón.

Cuando dejó de fluir el dinero de la burbuja nos encontramos con un Estado totalmente inflado, lo que ya de por sí es malo, pero además inflado a conveniencia de las élites directivas de nuestra partitocracia, lo que es mucho peor. Hoy contamos con cientos de organismos de toda forma jurídica cuya finalidad básica no es prestar un servicio público necesario, sino la conservación de la influencia política de sus promotores. Por eso, a la hora de adelgazar ese Estado que ya no podemos pagar, es comprensible que quienes deben hacerlo intenten conservar en la medida de lo posible esas estructuras que han contribuido a apuntalar su poder, aunque sea a costa de adelgazar otros sectores públicos mucho más relevantes, como la sanidad, la educación, la investigación, la dependencia, etcétera. Además, hay que tener en cuenta que técnicamente no resulta nada fácil liquidar esa compleja estructura, pues todos los mecanismos de control, vigilancia y dirección que facilitarían hacerlo han sido desmantelados, especialmente en el ámbito autonómico. Todo ello sin olvidar que el despedido que protesta hace igual de ruido, ya venga de una televisión autonómica que de un laboratorio.

Pero la consecuencia final es que, como el resultado de esta política defensiva es conservar un Estado ineficiente, la deuda pública no sólo no disminuye, sino que incluso sigue aumentando a medida que el parasitismo sobre el sector productivo se agudiza y éste continua contrayéndose. El sector privado se ve obligado a sufragar, vía impuestos cada vez más altos, organismos públicos que destinan la mayor parte de su presupuesto a su propia conservación, mientras se rebaja de manera lineal sueldos a los funcionarios (a los que son productivos y a los que no). De esta manera, se empobrecen simultáneamente el Estado y los ciudadanos, en una espiral que no parece tener fin. El problema, por tanto, no está sólo en que el Estado tenga que salir como valedor de las deudas que los particulares y los bancos no pueden pagar a sus acreedores internacionales, implicando así el riesgo de que aquéllos le lleven a la quiebra; sino también en que la ineficiencia del Estado está empobreciendo aún más a sus ciudadanos, incapaces de pagar sus deudas y de sufragar a la vez ese sector público que teóricamente ha de rescatarles.

Decía también Maquiavelo que «el peor defecto que tienen las repúblicas débiles es que son irresolutas, de modo que todas las decisiones las toman por la fuerza, y si alcanzan algún bien lo hacen forzados, y no por su prudencia». Con ello quería destacar un defecto moral más que material: una república que no reflexiona adecuadamente sobre las consecuencias políticas de sus actos y actúa al impulso de lo inmediato, está condenada al desastre. Nuestro presidente alega que actúa por necesidad, obligado a elegir cada día «entre lo malo y lo peor», pero de esta manera no hace más que revelar su propia incapacidad. La única solución para romper este círculo infernal consiste, paradójicamente, en mirar al medio y largo plazo, y convencer a propios y extraños que así se está haciendo. Para ello no hay más remedio que elaborar un plan integral de racionalización del sector público, político y administrativo, y comenzar a ejecutarlo de inmediato. Por supuesto, un plan serio y ambicioso que prescinda radicalmente de los intereses de la clientela y no tenga otro objetivo que servir a los intereses generales.

En ese cometido los ciudadanos tenemos una grave responsabilidad. No sólo exigirlo incesantemente y, una vez conseguido, vigilarlo, sino también lo que es mucho más difícil, soportarlo. La racionalización del sector público va a suponer muchos sacrificios a demasiada gente. El cierre de las televisiones públicas autonómicas, de las embajadas en el exterior, de los centros de alta tecnología en lugares recónditos, en definitiva, de los cientos de empresas públicas que deben desaparecer, aparte de privar merecidamente de su bicoca a los enchufados de turno, va a causar muchos dramas personales a quienes no tienen la culpa de nada. Sin embargo, no hay más remedio que hacerlo, y por eso habrá que aprender a distinguir entre el recorte necesario, y el injusto por improcedente y ventajista. No comprenderlo así es cometer el mismo pecado que en este momento se atribuye al señor. Rajoy: la injusticia del café para todos.

Pero, obviamente, ese debe ser el último paso en un esfuerzo colectivo, y el que tiene la responsabilidad de iniciarlo es el Gobierno del PP, que cuenta con mayoría absoluta en la Cámara y gobierna en la mayoría de las comunidades autónomas. No obstante, si el actual presidente sigue reconociéndose incapaz de llevarlo a cabo, como ha confesado hasta ahora, entonces debe activar los mecanismos democráticos de sustitución necesarios para dar paso a otras personas que puedan abordar esa tarea. El tiempo para tomar decisiones se agota. Es necesario comprender que esas mayorías actuales no pueden constituir un baluarte defensivo duradero frente a la «verdad factual», que constituía el punto de apoyo de toda la reflexión de Maquiavelo, y que necesariamente termina siempre por imponerse.

Rodrigo Tena es notario y editor del blog ¿Hay Derecho?

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