Estados de alarma y la necesaria autonomía del Fiscal

En las últimas semanas la Asociación de Fiscales ha colgado en su página web sendos comunicados en relación a dos temas de máxima actualidad. El primero, en respuesta a la repercusión mediática de los cables diplomáticos filtrados y difundidos globalmente por Wikileaks que informaban al Departamento de Estado estadounidense sobre supuestas relaciones extraprocesales del embajador en Madrid con el fiscal general del Estado y el fiscal jefe de la Audiencia Nacional. El segundo, se centraba en la presencia del fiscal general del Estado en el Consejo de Ministros del pasado día 4 en el que se declaró el Estado de Alarma, «para oír su parecer jurídico», según declaraciones del ministro de Justicia. En este caso, partiendo de la más absoluta reprobación de quienes irresponsablemente abandonaron sus puestos de trabajo desencadenando una situación caótica y gravemente perjudicial para miles de ciudadanos y el interés general, destacábamos la innecesariedad e impertinencia de la presencia del fiscal general del Estado en el Consejo de Ministros y aprovechábamos para recordar algo que, pese a ser obvio, nunca sobra: el Ministerio Fiscal, sin perjuicio de promover la investigación de los hechos punibles, debe prioritariamente garantizar derechos y libertades de todos los ciudadanos. Papel de garante que debería acentuarse frente a una situación de excepcionalidad declarada desde el Gobierno. Por consiguiente, entendíamos que lo más recomendable era mantener una postura deliberadamente distanciada, incluso para no comprometer la posición procesal del fiscal en la previsible revisión judicial de la decisión adoptada.

Sin duda se trata de dos temas tremendamente diferentes, pero ligados por el riesgo compartido de situar al fiscal en el entorno del Ejecutivo, como un funcionario más del Estado que puede bien recibir presiones de embajadores, bien asesorar jurídicamente al Gobierno de la Nación «sobre el terreno» en un Consejo de Ministros. Ante este distorsionado escenario, hemos pretendido simplemente poner el foco de atención sobre una cuestión compleja y sensible de la que depende ni más ni menos que el futuro del fiscal español y, en particular, su papel en la fase de investigación del proceso penal. Me refiero a la necesidad de aumentar y reforzar su imparcialidad y, como consecuencia de ello, depurar su relación con los poderes públicos. Simple y llanamente, reivindicamos algo que creemos anhelado por los fiscales de este país y necesario para fortalecer nuestro Estado de Derecho: un Ministerio Fiscal real (y aparentemente) imparcial.

Aunque no hay texto alguno sobre la mesa, el Ministerio de Justicia tiene ultimado un anteproyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que pretende atribuir al Ministerio Fiscal un papel protagonista en la fase de instrucción del procedimiento penal, de conformidad con la inmensa mayoría de los sistemas judiciales europeos. Consciente de los recelos que el tema suscita en ámbitos académicos y forenses nacionales, la «foto-fija» que nos queda en la retinas es la del fiscal general junto al presidente del Gobierno atendiendo el Consejo de Ministros en el que, por vez primera, se decreta en nuestra democracia el Estado de Alarma. Esta imagen, sin perjuicio de su legalidad e incluso de su justificación, nos guste o no, proporciona copiosa munición a quienes, anclados en la tradición, se oponen radicalmente a una transformación de la Justicia criminal demasiadas veces aplazada.

Para abordar dicha reforma salvaguardando los derechos y garantías inherentes al proceso penal, resulta prioritario, no ya zurcir nuevamente un traje que se ha quedado pequeño y al que le saltan las costuras, sino un nuevo traje para una nueva carrera fiscal. Necesitamos un Estatuto Orgánico de nueva planta que consagre definitiva y adecuadamente la imparcialidad del fiscal, tanto dentro de la carrera como extramuros de la misma. En ese sentido, constituye un requisito ineludible preservar la verdadera autonomía del fiscal general del Estado, en toda su extensión (aparente y real), frente a los poderes públicos. En esta transcendental dimensión exterior de la imparcialidad, sin duda una de las previsiones legataria de épocas pasadas y llamada a ser eliminada sería el último inciso del apartado 2º del art. 9.2 del Estatuto que permite al Gobierno llamar al fiscal general para que comparezca ante el Consejo de Ministros.
El espacio natural del fiscal en nuestro régimen constitucional es el Poder Judicial. Este planteamiento se compadece con las tendencias más autorizadas de nuestro entorno europeo.

Precisamente hace un año por estas fechas se firmó conjuntamente por los Consejos Consultivos de Jueces y Fiscales Europeos la «Declaración de Burdeos» sobre «jueces y fiscales en una sociedad democrática «. Dicho documento recoge en su punto 8 la declaración siguiente: «El establecimiento de un estatuto de independencia para los fiscales requiere determinados principios básicos, en concreto no deben estar sometidos en el ejercicio de sus funciones a influencias o a presiones, cualquiera que sea su origen, externas al Ministerio Público». Desde el respeto a quienes en estos últimos días han recordado la legalidad, e incluso justificado la oportunidad, de la presencia del fiscal general del Estado en un Consejo de Ministros, considero que la misma, por muy extraordinaria que sea (o precisamente por ello), supone una lamentable regresión en el camino iniciado por el fiscal español asumiendo el reto de dirigir la investigación penal.

Francisco Jiménez-Villarejo, miembro de la Comisión Ejecutiva de la Asociación de Fiscales.

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