Estados de negación

En su excelente «States of Denial» (Estados de negación), Stanley Cohen analizó los mecanismos de negación de las violaciones de derechos humanos. Su obra detalla procesos de neutralización y transferencia de culpa utilizados para negar y difuminar la responsabilidad por los crímenes cometidos, el apoyo a estos o la pasividad ante ellos. Incluye entre esos métodos de distanciamiento moral para justificar actos de violencia como el terrorismo la utilización de un lenguaje eufemístico y distorsionador de la realidad o la deshumanización de las víctimas. Todos ellos son aplicables al terrorismo de ETA, como lo son los tres tipos de negación que Cohen definió para otros contextos y que de forma preocupante también se observan actualmente en España. Tras el debilitamiento operativo de ETA, se dirime ahora la crucial batalla por la legitimidad del terrorismo. Es en ese decisivo duelo en el que se aprecian estas negaciones en las que no solo incurren quienes justifican el terrorismo, sino también actores democráticos.

La negación literal rechaza que el crimen sucediera. Negar totalmente el terrorismo etarra es difícil, pues los centenares de asesinados tienen caras, nombres y apellidos. Las víctimas se cuentan por miles y resulta complicado negar su existencia aunque ETA pretenda «desactivarlas», como desea. Por ello, la banda y diversas formaciones nacionalistas utilizan otros tipos de negación para rechazar el significado político de las víctimas. La negación interpretativa acepta que el crimen sucedió, pero niega la interpretación convencional sobre esa atrocidad. Esta negación justifica el terrorismo etarra como necesario e inevitable, como una violencia más en un conflicto entre el pueblo vasco y el Estado español. Esa manipulación histórica niega que ETA carezca de legitimidad para arrogarse la representatividad de un pueblo y presenta a las víctimas como la mera «consecuencia del conflicto». Finalmente, la negación implicatoria acepta que el crimen sucedió y la interpretación convencional del mismo. Sin embargo, niega las implicaciones políticas, sociales y psicológicas del terrorismo. En este tipo de negación incurren con profusión ETA y el resto del nacionalismo vasco, pero también, de forma sorprendente, incluso actores democráticos que han sufrido el terrorismo.

Los asesinatos de ETA perseguían imponer un determinado proyecto político nacionalista y estuvieron motivados por una discriminación ideológica. El carácter político del terrorismo etarra no es un atenuante, sino un agravante que exige una rendición de cuentas por parte de quienes han perpetrado y justificado la violencia. Sin embargo, el Estado está eximiéndoles de tan importante responsabilidad negando las implicaciones políticas y sociales del terrorismo. Así ocurrió al negociar con ETA cuestiones como la derogación de la doctrina Parot o la legalización de los herederos de Batasuna. Su legalización negaba además la realidad constatada por el Tribunal Supremo, que, basándose en sólidas pruebas policiales, les definió como parte de la estrategia de ETA. Políticos y periodistas contribuyeron y contribuyen a blanquear a formaciones que, en contra de lo que la ley exigía, rechazaron incluir en sus estatutos una condena inequívoca del terrorismo etarra. Esa inmerecida rehabilitación, facilitada por los propios demócratas, explica el éxito electoral de los partidos vinculados a ETA. Pero hoy se nos pide que dejemos de lamentarnos y que neguemos las implicaciones políticas y sociales de esa tolerancia. Se nos pide que neguemos la relativización del terrorismo implícita a la presencia en las instituciones democráticas de quienes se niegan a asumir un principio tan básico como la condena de ETA. Mientras los demócratas reivindican la derrota del terrorismo, aceptan la institucionalización de un injusto ventajismo político, revelando por tanto un serio fracaso. La negación de ese fracaso se convierte en arma arrojadiza contra quienes cuestionan el grave déficit democrático evidente en la aceptación de una socialización política indulgente con el terrorismo.

Se niegan así las implicaciones políticas y sociales derivadas del incumplimiento de principios democráticos básicos. «ETA ya no mata», se aduce para justificar un pragmatismo beneficioso política y socialmente para quienes han legitimado el terrorismo. Se niega que ETA no solo ha perpetrado una violencia física, sino también psicológica, cuyos efectos aún perduran en la sociedad. Se exige a los ciudadanos que acepten como mal menor el relato legitimador y comprensivo del terrorismo que impunemente reproduce el nacionalismo más radical. Sirvan de ejemplo los recientes actos propagandísticos de los presos. La indignación que provocan pronto da paso a la resignación y a la indiferencia. El Gobierno ha rehusado instar a la Fiscalía la prohibición de actos organizados por la propia ETA que evidentemente contribuyen a los fines de una organización ilegal. El Gobierno desplaza su responsabilidad hacia jueces convertidos a menudo en chivos expiatorios. Esa actitud contemplativa se manifiesta también en la ausencia de exigencias al Partido Nacionalista Vasco, formación que tanto invierte en negar las implicaciones políticas y sociales del terrorismo.

Ya en 2007 Aurelio Arteta advertía: «Lo que más temo del fin de ETA, cuando venga, es que triunfe la simplona y cómoda creencia de que sin atentados ya todo es admisible. Es decir, que lo único malo de todo este horror han sido los medios terroristas, pero no los fines nacionalistas». El llamado Plan de Paz del Gobierno vasco busca consolidar una manipuladora narrativa sobre lo que la violencia ha supuesto; un relato indulgente con el terrorismo nacionalista de ETA y con quienes lo justifican. Avanza el Gobierno vasco en su estrategia de ocultamiento de las verdaderas causas de la privación de paz y libertad en la sociedad vasca: el desafío terrorista a la Constitución y al Estatuto de autonomía, o sea, al marco democrático que todo el nacionalismo ha deslegitimado. El Gobierno español elude contrarrestar esa estrategia que niega la etiología y los efectos del terrorismo, contribuyendo así a difuminar el verdadero significado de ETA. Simbólica y reveladora fue la reunión del presidente del Gobierno con el lendakari días después de que el PNV se manifestara con la izquierda nacionalista en Bilbao, recompensando así su deslealtad. Simbólica y reveladora también la inacción del Gobierno ante los «verificadores» a los que el mismo Urkullu respaldó cuando las víctimas forzaron su comparecencia en la Audiencia Nacional. Dirigentes nacionalistas elogiaron la dejación del Gobierno español al dejar hacer su trabajo a los «verificadores» mientras las víctimas le ponían en evidencia.

También se les niega a las víctimas justicia para los crímenes sin resolver. Se ha renunciado a exigir a los presos que colaboren con la Justicia para esclarecer tantos asesinatos impunes, como evidencian la vía Nanclares o el regreso de etarras a España alentado por el Ministerio del Interior sin considerar si quiera su declaración como testigos en numerosos casos abiertos. Las elites políticas se declaran conmovidas por el testimonio de las víctimas. Pero estas reclaman algo más que retórica; exigen la determinación ahora ausente del Estado para satisfacer sus justas reclamaciones. Esa falta de voluntad niega la verdadera magnitud del sufrimiento y de la injusticia que implica el asesinato primero y la impunidad después. Todas estas negaciones desmoralizan a las víctimas y debilitan a partidos democráticos que tras sufrir el terrorismo contemplan impotentes el fortalecimiento político de sus adversarios nacionalistas. Si por acción u omisión continúan negándose las implicaciones políticas y sociales de los crímenes de ETA y las responsabilidades que de ellos se derivan, inevitablemente el asesinato será un poco más comprensible, y el terrorismo nacionalista menos culpable.

Rogelio Alonso, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Rey Juan Carlos.

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