Estados Unidos de Europa: agitar antes de usar

El nuevo Gobierno alemán del canciller socialdemócrata Olaf Scholz ha presentado un programa muy ambicioso en lo tocante a la integración de la Unión Europea. La coalición semáforo con los liberales y los verdes apuesta explícitamente por "un Estado federal europeo" como resultado de la convocatoria de una tercera Convención, que debería nacer de la actual Conferencia sobre el futuro de Europa.

Ese concepto de Estado federal (o los Estados Unidos de Europa, como siempre defendieron líderes como el ex primer ministro belga Guy Verhofstadt o el vicepresidente de los populares en el Parlamento Europeo, Esteban González Pons) es una quimera, una utopía o una ilusión para muchos que trabajamos por ello desde hace años.

Pero si es quimera, utopía o ilusión dependerá de la voluntad de los ciudadanos europeos, de que sepamos convertir nuestro soft power en una herramienta eficaz, y de numerosos condicionantes.

No tenemos sobre todos ellos el control ni vivimos las circunstancias más propicias.

Veamos:

En febrero de 2014, fuerzas rusas tomaron la península de Crimea, que formaba parte de Ucrania desde que, en 1954, Stalin traspasó su administración, previamente rusa.

Fueron militares rusos los que realizaron la operación de recuperación, pero no llevaban uniforme del ejército. Fue una invasión que se hizo bajo disfraz, aprovechando los complejos europeos y el factor sorpresa, la incapacidad eterna de la política exterior de la UE para coordinar sus intereses y la discusión entre los Estados miembros, mientras Vladímir Putin negaba que fuera él quien estaba tomando el territorio.

Al mismo tiempo, Moscú alentó un movimiento prorruso en las regiones más al este de Ucrania. Se trató de una especie de levantamiento nacionalista de la minoría rusófona ucraniana en reacción a los movimientos del entonces Gobierno de Kiev, proeuropeísta, que estaba en proceso de adherirse a la OTAN y la UE.

Aquello generó una guerra civil en esa zona oriental de Ucrania que todavía hoy está latente, con movimientos de tropas y mercenarios pagados por Rusia que mantiene el Donbás (así se llama la región) en un constante conflicto revivido ocasionalmente, cuando a Moscú le conviene.

¿Por qué nos importa Ucrania? ¿Qué se le había perdido ahí a la Unión? ¿Qué la convierte en un ejemplo perfecto para explicar las carencias de una auténtica estrategia exterior autónoma europea?

En el proceso de desmembramiento de la URSS, a inicios de los años 90, Ucrania declaró su independencia de la mano de Occidente. La Unión Soviética había instalado cabezas nucleares en territorio ucraniano y el nuevo Gobierno independiente de Kiev aceptó renunciar a ser una potencia atómica a cambio de la promesa de Occidente de defender siempre ese territorio frente a cualquier intento ruso de agredirlo.

Cuando llegó la Revolución Naranja, a inicios de la década de los 10 del siglo XXI, no cumplimos. Dejamos sola a Ucrania.

La UE y los Estados Unidos simplemente reaccionaron imponiendo sanciones económicas a Moscú, prohibiendo la importación de algunos de sus productos, congelando cuentas y bienes de algunos dirigentes, y cerrando sus fronteras a la entrada de estos en territorio europeo y estadounidense.

De nada sirvió. Putin respondió con sanciones recíprocas, que fueron escalando hasta que, pasados algunos años, se renegoció entre las partes y se relajaron mutuamente.

Ucrania sigue hoy cercada, acosada por Rusia y abandonada por Europa. Sólo hay declaraciones más o menos grandilocuentes y quejas.

En fechas recientes se ha recrudecido el ambiente. Bielorrusia, otro país exsoviético, está gobernado desde la caída del bloque por Aleksandr Lukashenko, un títere de Moscú. Un dictador disfrazado bajo una pátina de democracia, con elecciones manipuladas y persecución a la oposición libre.

Recientemente, el Gobierno de Minsk ha iniciado una campaña de guerra híbrida contra los países fronterizos de la UE, mandando con sus propios aviones y tropas a miles de refugiados y migrantes a las fronteras, y alentando una presión migratoria que desafía, de nuevo, la unidad de acción europea.

Esos países del este europeo, las repúblicas bálticas y Polonia (y también, más lejos, Hungría, fronteriza con Ucrania), sufren una presión migratoria extrema de refugiados sirios, afganos y del resto de Oriente Próximo que huyen de las guerras y la pobreza en su región.

Al mismo tiempo, los Gobiernos populistas de Varsovia y Budapest no sólo se sienten abandonados por el resto de socios europeos, sino que están en un proceso de reconversión de sus democracias en algo parecido a regímenes totalitarios. Atacan las libertades y derechos de la población, y difuminan la separación de poderes a través de leyes que ponen el Poder Judicial bajo el control del Ejecutivo. La UE ha reaccionado sometiéndolos a procesos sancionadores invocando el artículo 7 y alegando la violación del artículo 2 del Tratado de Lisboa, el que define los valores fundacionales de la Unión.

Además, tras la pandemia, los fondos de recuperación Next Generation EU fueron vinculados al cumplimiento de las normas del Estado de derecho. Por iniciativa del Parlamento Europeo, impulsada por el eurodiputado y exministro español de Justicia Juan Fernando López Aguilar, se introdujo esta salvaguarda por la que un Estado miembro que no respete los valores de la Unión no podrá recibir estos fondos.

Este mes de diciembre, tanto Budapest como Varsovia están a la espera de que el Consejo y la Comisión terminen de tomar una decisión contra ellos.

Ambos están unidos en su reacción contra "los burócratas de Bruselas" y se protegen mutuamente. Los dos recelan de Rusia (más, Polonia), pero se entienden con el régimen de Putin (más, Hungría), que alimenta estas divisiones y les ofrece un mejor trato comercial que al resto de la UE, además de alianzas estratégicas militares y de seguridad que alimentan la división interna de la Unión. Y que encorajinan a los gobernantes polacos y húngaros, que usan un falso victimismo euroescéptico para legitimarse ante sus ciudadanos, entre los más europeístas de los Veintisiete.

Entretanto, Europa ha tomado conciencia de ser un actor pequeño y débil en el nuevo mundo globalizado. Acostumbrada a que Washington se hiciera cargo, a través de la OTAN, de su seguridad estratégica, la etapa de Donald Trump en la Casa Blanca (coincidente con el brexit, la agresividad rusa, el crecimiento mundial de la influencia y economía china, y el atraso innovador europeo) nos ha dejado fuera de juego y ha hecho tomar conciencia a las instituciones europeas de la necesidad de tomar las riendas de nuestra propia seguridad e independencia estratégica.

Eso es lo que defiende el Alto Representante Josep Borrell, que acaba de publicar un documento dirigido al Consejo, el Strategic Compass, en el que propone el desarrollo de una estrategia propia europea de tomas de decisión (menos unanimidad, más mayorías cualificadas) y de acciones (con una unión de fuerzas militares bajo mando único europeo, aportadas por los distintos Estados miembros).

Todo ello basado en un diseño estratégico a largo plazo de los intereses compartidos y liderado por un auténtico ministro de Exteriores europeo, con un poder real de liderazgo, y no sólo teórico como ahora, para diseñar, proponer y decidir acciones concretas que muestren al mundo no sólo una posición teórica y de defensa dialéctica de los valores e intereses europeos, sino capacidad de acción concreta, estratégica y militar que los refuerce.

Esto se topa con dos problemas fundamentales. Uno práctico y otro teórico.

El práctico es que cada Estado miembro tiene sus propios intereses, relaciones comerciales, historia e influencias en el planeta. No es lo mismo el pasado colonial francés que el imperial alemán o el de las Españas a uno y otro lado del Atlántico. Es muy distinto el acervo cultural de la Europa central, salvada por la victoria aliada en la II Guerra Mundial y el plan Marshall, que el de los países del Este, sometidos durante más de 50 años bajo la bota de la Unión Soviética. Nada se asemejan los intereses de Grecia en el Mediterráneo oriental con los de Suecia y Finlandia, centrados en el Báltico y la influencia rusa.

Y, sobre todo, nada tiene que ver la necesidad de llevarse bien con sus socios comerciales de España con la de Alemania, por ejemplo. En esta época postpandemia, con escasez de suministros y la reactivación repentina de la actividad económica en el mundo entero, el gas argelino nos llega medianamente bien a nosotros, pero Berlín importa más de la mitad de su gas de Rusia. La locomotora de Europa no se puede permitir un corte de suministro, y el resto de la UE con ellos. Si cae Alemania, caemos todos.

No es casual que la última crisis haya estallado tras la suspensión del nuevo gasoducto Nordstream, que iba a abastecer Alemania por el Báltico, dando una alternativa a los otros dos tubos que pasan (precisamente) por Ucrania y por Bielorrusia y Polonia.

El segundo problema, el teórico, es la misma esencia sobre la que se fundó la Unión. Somos un espacio supranacional. Pero, sobre todo, somos un polo de valores en el mundo. El mayor territorio de democracias, libertades, paz y derechos humanos del planeta. Nacimos para acabar con las guerras, para demostrar que la asociación de intereses comunes es más rentable que el enfrentamiento.

Por eso, el planteamiento del nuevo canciller alemán, Olaf Scholz, es una ilusión para muchos, pero una utopía para otros y una quimera imposible para los demás. En todo caso, lejano. Porque, ¿cómo va a defender Europa sus valores traicionándolos? ¿Es posible imponer la paz y el respeto a las libertades por la fuerza? ¿Qué ejemplo estaríamos dando de creencia en nuestros fundamentos si no sabemos recurrir a ellos para defenderlos, si necesitamos olvidarlos para mantenerlos?

En realidad, ahí está la ventaja comparativa del ruso. En nuestros complejos, en nuestros escrúpulos democráticos (que Moscú no tiene y que se mezclan con el recuerdo de la devastación tras dos Guerras Mundiales de las que tuvimos que ser ayudados a salir) y en nuestra incapacidad de afrontar nuevos conflictos a causa de ese ADN fundacional de la Unión: el de que la guerra es el mal absoluto.

Si algunos echamos de menos una verdadera conciencia y relato europeos, en realidad, lo podríamos estar encontrando aquí. Antes de las Guerras Mundiales no había UE y precisamente por eso fueron inevitables. Después de las Guerras Mundiales nació la UE y, con ella, un nuevo ente que se armó con una nueva información genética. Los cromosomas fueron la paz, la libertad, los intereses compartidos, la unión en la diversidad y los valores democráticos, como superiores a todo lo anterior.

Eso es lo que no sólo nos imposibilita creer en la fuerza de la guerra, sino que nos ata de manos cuando quizás no queda más remedio. ¿Tampoco ante un nuevo Adolf Hitler sabríamos actuar firmes en defensa de nuestro milagro? ¿De verdad es renunciar a nuestros valores usar la fuerza y la disuasión militar? ¿O es ser demasiado naif creer que nuestra superioridad moral es suficiente para convencer a quien sabe aprovechar sus ventajas (territoriales, militares, comerciales y de ausencia de esos valores y escrúpulos) para amenazarnos?

Desde inicios de los años 90, Slobodan Milosevic supo las respuestas a todas estas preguntas. Cambiarlas requiere mucha reflexión y consenso.

Berlín suele ser partidaria del soft power (poder blando) y así lo explica el programa de su nuevo Gobierno, más allá de la ambición política. Además, puede tener razón. En todo caso, porque nos ha traído hasta aquí (y no es poco) con una UE cada vez más integrada y unida ante el mundo.

Berlín prefiere ese poder blando desde el planteamiento de que uno empieza a mover tropas con facilidad, previendo hasta dónde llegar. Pero, como en esos juegos siempre hay un enemigo y este reacciona, te provoca y te obliga a nuevos movimientos, sabes cómo empiezas, pero nunca cómo acabas. ¿Estamos dispuestos a sostenerle la mirada a Putin?

Berlín quiere poder blando, pero para que ese poder lo sea de verdad, más allá de que se ejerza de modo blando o duro, necesita más unión interna, menos burocracia, más mayorías y menos unanimidades.

Ahí estará la clave para descubrir si Europa, la Unión Europea, puede o debe llegar a ser unos Estados Unidos. Dotémonos de instrumentos más democráticos y más efectivos dentro de las Instituciones. Aprovechemos la Conferencia para convocar una Convención que reforme los Tratados y dote ese poder blando de credibilidad y eficiencia.

Agitémonos y aprendamos a usar la esencia de la UE para que nuestros escrúpulos antiguerras no nos lleven a tener que elegir entre tirar bombas en Moscú o abandonar a Kiev. Entre rechazar a los refugiados en las fronteras de Bielorrusia con la UE u obligar a Polonia y Hungría a aceptarlos. Entre arruinar a Alemania y, con ella, al resto de Europa, o aguantar todo lo que imponga Putin para tener gas este y los próximos inviernos.

Alberto D. Prieto es periodista.

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