Estados Unidos dos años después

Por Florentino Portero (ABC, 09/11/06):

HACE dos años, coincidiendo con unas elecciones presidenciales, los ciudadanos norteamericanos fueron llamados a las urnas para renovar la Cámara de Representantes, un tercio del Senado y una buena parte de los puestos de gobernador. En aquellos días el prestigio de George W. Bush y del Partido Republicano como administradores caía en picado. Habían llegado al poder prometiendo controlar el gasto público y bajar los impuestos. Lo decían con el crédito de haber impuesto a Clinton una política económica de corte conservador, que había dado unos excelentes resultados. Estados Unidos había tenido superávit fiscal, el desempleo era bajo y la economía parecía imparable. Sin embargo, el «conservadurismo compasivo» de Bush, más en sintonía con las bases religiosas que con los votantes tradicionales, estaba aumentando el gasto sin con ello dar satisfacción a los votantes de izquierda. Tampoco en otras áreas, como educación o sanidad, las cosas iban mejor. A pesar de todo ello los norteamericanos entendieron que el país estaba en guerra, que la Guerra contra el Terror era lo más importante y que los demócratas, más divididos y radicalizados que de costumbre, no reunían las condiciones para asumir la dirección del país en esas circunstancias. Bush volvió a ganar y su partido barrió en las dos cámaras y en el número de gobernadores, llegando a «tocar techo» en sus expectativas.
Dos años después la imagen de un gobierno que administra mal se ha confirmado. Aunque la economía continúa teniendo un buen comportamiento, el déficit resulta para muchos injustificado. La gestión del día a día está aun peor considerada. Siguen sin tener muy claro si los demócratas son una buena opción en la Guerra contra el Terror, pero ya han comprobado que Bush lo ha hecho mal en la campaña de Irak, que las cosas no han salido bien y que sus tropas son rehenes de un gobierno ineficaz. Más aún, el futuro inmediato de Irak depende de los iraquíes, de su disposición a convivir o a matarse entre sí y hasta la fecha parecen decantarse por la segunda opción. Para una sociedad que rechaza la ocupación de territorios extraños y la «construcción de naciones», Bush es el responsable de los errores cometidos en la reconstrucción y en la estrategia militar seguida, puesto que él nombró a los responsables y avaló sus políticas.
En estos dos años la sociedad norteamericana no ha cambiado. Es la misma. Pero ahora ya no está dispuesta a conceder a Bush y a los republicanos la confianza que sí les ofreció entonces. Siguen preocupados por la amenaza terrorista y por la proliferación de armas de destrucción masiva, más aún tras las crisis provocadas por Corea del Norte y por Irán; tienen muy claro que los europeos no somos un socio fiable para resolver los grandes problemas de nuestro tiempo; pero han dejado de confiar en George W. Bush como comandante en jefe. Creen que los demócratas pueden administrar mejor el día a día del país, pero todavía no han resuelto si son una garantía para afrontar los problemas internacionales. En cualquier caso, no tocaba ahora resolver este delicado tema. Antes los demócratas tienen que resolver quién será su candidato a las presidenciales, de entre un abanico tan variopinto que cuesta creer que todos pueden tener cabida en un mismo partido.
Los demócratas han tomado nota de su derrota hace dos años. Hillary Clinton dio desde entonces un giro a la derecha, buscando la proximidad de figuras relevantes en temas de seguridad, como los senadores McCain o Lieberman. Como su marido, ha apoyado en todo momento la guerra en Irak, aunque ha mantenido distancia sobre la estrategia seguida. Uno de los hechos más llamativos de estas elecciones es que muchos de los candidatos demócratas resultan más conservadores que la línea oficial del partido, con Howard Dean y Nancy Pelosi a la cabeza. En algún distrito donde no lo han hecho se han encontrado con problemas. En Connecticut un candidato del ala izquierda retó al senador Lieberman por la nominación demócrata y le ganó. El ala izquierda se desquitaba ante un moderado seriamente comprometido en la Guerra contra el Terror. Lieberman se ha presentado como independiente y ha barrido. Formalmente se incorporará al Senado como demócrata, pero nadie duda de que seguirá actuando con total independencia.
Los demócratas tienen ahora una cómoda mayoría en la Cámara de Representantes y, cuando escribo estas líneas, parece que no la lograrán en el Senado. En estas condiciones no podrán imponer sus puntos de vista al presidente, pero sí le forzarán a negociar. Esta tensión va a marcar los próximos dos años y será un pulso lleno de peligros y oportunidades para ambos partidos. Los demócratas intentarán forzar su voluntad y demostrar a la opinión pública que disponen de programa y capacidad para sacar adelante el país. Pero, si no miden sus embestidas, sobre todo en temas de seguridad internacional, pueden volver a recaer en su contrastada imagen de debilidad y falta de visión. Los estrategas republicanos están convencidos de que, con Nancy Pelosi al frente de la Cámara de Representantes, dispondrán de muchas oportunidades para mostrar a la sociedad norteamericana hasta qué punto los demócratas son el partido de la claudicación ante el islamismo.
George W. Bush ha sido el gran derrotado. El rechazo a su política ha llevado a muchos votantes a castigar a los candidatos republicanos más allá de sus propios méritos o deméritos. De las elecciones de 2004 Bush salió como «pato cojo», expresión del argot político norteamericano que hace referencia a la merma de poder de los presidentes en su segundo mandato, puesto que al no tener más expectativa de futuro pierden autoridad sobre su propio partido. De los recientes comicios habría que reconocer que ha perdido ambas piernas. No sorprende, por lo tanto, que el conservador «The Washington Times» arranque en portada con un titular en el que declara al senador republicano, y candidato a la presidencia, John McCain, como uno de los vencedores de las recientes elecciones. Con un Bush debilitado le resultará más fácil asumir el liderazgo del republicanismo y tratar de consolidar su posición de candidato mejor situado para llegar a la Casa Blanca.
En dos años los norteamericanos serán convocados de nuevo a votar. Renovarán la cámara baja, un tercio de alta y parte de los puestos de gobernador. Pero, sobre todo, tendrán que elegir al nuevo presidente. Desde este mismo momento las maquinarias políticas se han puesto a trabajar para preparar las primarias de cada partido. Es el momento de tantear las fuerzas de que se disponen para atreverse a dar el paso adelante que, para la mayoría, acabará en fiasco. Este escenario no es el mejor para los demócratas. Atacar y tratar de humillar a un presidente saliente puede resultar poco efectivo, pues la atención se centrará crecientemente en las primarias y presidenciales. Los republicanos iniciarán de inmediato una revisión en profundidad de su estrategia, de espaldas a Bush y pensando en sus caballos ganadores para los próximos años. Si los demócratas no centran bien su estrategia los éxitos de hoy se convertirán en derrota dentro de dos años.
Mientras tanto, Bush se ha encontrado con una fuerte presión para renovar su Gabinete. Si en algo coinciden los legisladores republicanos y demócratas es en su rechazo al secretario de Defensa. Rumsfeld se ha visto obligado a presentar su dimisión. Robert Gates, un profesional de los servicios de inteligencia y antiguo director de la CIA, ocupará su puesto. Lo hará con el aval de haber formado parte de la Comisión Baker-Hamilton, creada por Bush para proponer una nueva estrategia sobre Irak desde una base bipartidista. A este cambio se añadirá en breve el de otra figura destacada del Gabinete, que se prepara para afrontar nuevos retos políticos más allá de la actual Presidencia.