Estados Unidos: el peso de un cheque impagado

El 1 de enero de 1863 entró en vigor la orden ejecutiva del presidente Lincoln conocida como Proclamación de la Emancipación (Proclamación 95). No suponía la abolición de la esclavitud —algo que llegaría en 1865—, pero cambió de estatus legal a más de tres millones y medio de negros en 10 Estados, que pasaron de esclavos a libres en cuanto huyeron al norte o se liberaron del poder confederado, gracias al avance del ejército de la Unión. Fue una medida de guerra, pensada sobre todo para golpear el corazón del sistema económico del sur, dependiente por completo de la esclavitud.

Cien años después, el 28 de agosto de 1963, Martin Luther King evocó esa fecha en su célebre discurso en la Marcha sobre Washington, para recordar que los centenares de miles de ciudadanos allí congregados, en su mayoría afroamericanos, seguían pendientes del cumplimiento de esa promesa y, aún peor, de la promesa de los padres constituyentes en 1776. Estas fueron sus palabras: “En un sentido llegamos a la capital de nuestra nación para cobrar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la Declaratoria de la Independencia, firmaban una promisoria nota de la que todo estadounidense sería el heredero… En vez de honrar su obligación sagrada, Estados Unidos dio al negro un cheque sin valor que fue devuelto marcado fondos insuficientes. Pero nos rehusamos a creer que el banco de la justicia está quebrado. Nos rehusamos a creer que no hay fondos en los grandes depósitos de oportunidad en esta nación”.

Cuando se discute el peso del movimiento Black Lives Matter (BLM) surgido en 2014, es habitual reducirlo a la denuncia de la violencia policial y a la protesta contra la impunidad en la que quedan buena parte de esas conductas. En alguna medida, la habilidad de la estrategia electoral de Trump consiste en presentar todas esas protestas en el marco de una disputa entre los partidarios de la ley, el orden y la defensa de las fuerzas policiales y los que causan disturbios en las calles, destrozan edificios y se enfrentan a las fuerzas del orden. Y es que el BLM ha alcanzado una dimensión política que, en buena medida, le entronca con el discurso de King en 1963 sobre el cheque impagado y con otra famosa afirmación: “Nuestras vidas comienzan a extinguirse en el momento en que guardamos silencio sobre las cosas que importan”. Las cosas que importan son las garantías efectivas de la vida, las libertades y los derechos de los afroamericanos. Así lo expresó una de las tres fundadoras del movimiento, Alicia Garza, en la presentación del movimiento, en abril de 2014: “Cuando decimos Black Lives Matter, estamos hablando de las formas en que los negros se ven privados de sus derechos humanos básicos y de la dignidad”. Estamos hablando de la igualdad en derechos y libertades, pues.

El presidente Trump trata de dar la vuelta a su desventaja aprovechando un reduccionismo del BLM como factor de desorden, violencia y enfrentamientos con las fuerzas del orden. Así, aun a riesgo de dividir el país, se proclama máximo defensor de la ley y del orden. Puede que esa estrategia que, como se ha denunciado, tiene el enorme coste de profundizar en la división del país, le permita a Trump reducir su desventaja frente a Biden e incluso conseguir la reelección. Sería una mala noticia para los norteamericanos, y también para el mundo entero, y quizá contribuiría a certificar las tesis de quienes, como Robin Wright, en línea con el ensayista de The Nation Richard Kreitner, o el historiador de Yale David Blight, advierten del fin de mito de EE UU como una nación. Pero, sobre todo, sería una mala noticia para la democracia y el Estado de derecho.

Como ha explicado certeramente Balibar, la igualdad en las libertades es una condición básica para que hablemos de democracia. Y, como ha explicado por su parte Axel Honneth, el test más claro es el de los derechos sociales: la garantía del acceso y el disfrute de derechos como trabajo, vivienda, salario mínimo, cobertura ante la enfermedad y la vejez, para todos los ciudadanos, comenzando por los más vulnerables. Si no se alcanza, si hay grupos significativos de población excluidos o marginados de facto (no digamos, de iure) de esa igual libertad, hay que dar la razón a quienes, en el idioma que sea, denuncian que “lo llaman democracia, pero no lo es”.

Ibram X. Kendi, probablemente el más interesante entre los historiadores que se ocupan sobre el racismo y el supremacismo, ideologías que contaminan casi desde su nacimiento el experimento democrático norteamericano, ejemplificó esta mancha original en un multipremiado ensayo que toma su título del famoso discurso pronunciado en 1860 en el Senado por el entonces senador de Mississippi y luego líder confederado Jefferson Davis, en el que sostuvo que la desigualdad entre las razas blanca y negra estaba sellada desde los orígenes de la creación (“Stamped from the Beginning”). Pues bien, el propio Kendi, en un reciente artículo para The Atlantic, sostiene que, paradójicamente, el negacionismo de Trump ha puesto a los ciudadanos norteamericanos ante la oportunidad de aprovechar el punto de no retorno al que Trump ha llevado a la sociedad norteamericana, para cerrar su mandato y exigir que el nuevo equipo presidencial rompa con ese prejuicio y cumpla de una vez por todas y ya, la promesa de la igualdad: “La abolición de la esclavitud parecía tan imposible a mediados del siglo XIX como lo es hoy la igualdad, pero de la misma manera que los abolicionistas exigieron la erradicación inmediata de la esclavitud, la igualdad inmediata debe ser la exigencia hoy. No en 20 años. No en 10 años. Ahora”.

Las mujeres y los hombres del Black Lives Matter, las nuevas generaciones que se reúnen para repetir los lemas I can’t breathe o Get your knee off our necks, son perfectamente conscientes de que el cheque del que habló el Dr. King sigue sin cobrar y no quieren esperar. En ese sentido, creo, tienen razón los demócratas cuando sostienen que lo que está en juego en noviembre de 2020 “es una batalla por el alma de la nación”. Me inclino por pensar que tienen razón quienes postulan que no se trata sólo de ejercer el voto para impedir un segundo mandato de Trump, para evitar que se incrementen el racismo y el supremacismo, sino sobre todo para construir una alternativa, la de aprovechar el mandato de Biden y Harris para ganar de una vez por todas la igualdad prometida. Ojalá se movilicen esos millones de afroamericanos y latinos para votar. Ojalá lo entienda así la mayoría de los votantes norteamericanos.

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos en la Universitat de Valencia y senador del PSOE.

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