Los votantes de Donald Trump se sienten cada vez más asediados por estadounidenses que no son como ellos. Hace tres años, Trump se apareció a estos americanos de pura cepa, blancos, cristianos y conservadores, como su último salvador. Es cierto que este era de dudosa moralidad, con una fortuna cuyo origen era igual de inexplicable, pero representaba la encarnación del macho blanco, viril, bocazas, machista, amante de las chicas guapas, las motos grandes, la caza, las hamburguesas y el golf. La elección de Trump consagró así el regreso triunfal del hombre blanco después de ocho años de colonización por parte de un negro elegante y cultivado; para los trumpistas, Obama era insoportable.
Una vez elegido, Trump se comportó exactamente como deseaban sus electores: brutal, con desprecio por las buenas maneras y los códigos de la diplomacia y evidentemente xenófobo, enemigo de los inmigrantes si son musulmanes, suramericanos o demasiado morenos. Pero lo más destacado de Trump no es la fidelidad a sus modales de vaquero, sino la suerte que tiene: un fuerte crecimiento económico y ningún conflicto externo importante. ¿Y la economía? El presidente de Estados Unidos nunca se tiene que preocupar mucho por eso, independientemente de que esté al alza o a la baja. Los ciclos, independientes de los gobiernos, obedecen al ritmo de la innovación y a una política crediticia que depende solo del banco central, que también es independiente. ¿La guerra? Hay que admitir que Trump no es belicoso, excepto de palabra: sus fanfarronadas ante Corea del Norte e Irán siguen siendo verbales, nunca cruza una línea roja y calcula bien el riesgo.
Y he aquí que, unos meses antes de las elecciones presidenciales, las posibilidades de Trump están aumentando. Los demócratas emprendieron torpemente un proceso que no podían ganar; si bien es cierto que Trump ha abusado de su poder al negociar con los inexpertos dirigentes ucranios, también lo es que fue elegido precisamente por esta forma de actuar, inconformista y probablemente ilegal. Para sus electores de base, cualquier acusación contra Trump confirma que Trump sigue siendo Trump, el elefante en la cacharrería. Y, lo que es mejor para Trump, los demócratas de Iowa, un estado bastante rural y conservador, han puesto a la cabeza de sus probables candidatos a las elecciones presidenciales de noviembre a aquellos que mejor movilizarán a los votantes... de Trump: un joven brillante, Peter Buttigieg, de 39 años, con un nombre de origen maltés impronunciable en inglés, sin experiencia, homosexual y casado con otro hombre; y un viejo camionero que afirma ser socialista, Bernie Sanders, de 78 años, totalmente indigesto para los conservadores estadounidenses. Ambos encarnan todo lo que los trumpistas odian, una clara agresión a su concepción del auténtico Estados Unidos. Olvidé señalar que Bernie Sanders, además de afirmar que es socialista, es judío, lo que sigue siendo inaceptable para los pequeños blancos, y es hostil a Israel, lo que es inaceptable para los protestantes evangélicos, más sionistas que los judíos.
En una nota más ligera, pero igualmente simbólica, el domingo pasado se jugó la Superbowl, la final anual de fútbol, una ceremonia nacional tanto como un deporte, vista por cien millones de espectadores; tradicionalmente, el espectáculo del intermedio lo ve toda América. ¿Quién ha actuado este año? Dos cantantes del mundo hispano, Jennifer López, de Puerto Rico, y Shakira, de Colombia, que cantaron... en español. Una vez más, el votante de Trump solo pudo sentirse desposeído de su espectáculo favorito, invadido por inmigrantes, y lo que es peor, por mujeres.
Debido a la metamorfosis cultural y étnica de Estados Unidos, el enfrentamiento entre Trump y sus enemigos, en noviembre próximo, ya no confirmará la alternancia tradicional entre la derecha republicana y la izquierda democrática, sino entre dos concepciones de nación: los nacionalistas blancos contra el multiculturalismo, los blancos progresistas, incluso socialistas, los negros, los latinos, los gais, etcétera. El resultado es incierto, porque estos dos Estados Unidos están equilibrados. Al final, el Estados Unidos verdaderamente blanco se convertirá en una minoría, pero aún no lo es. Trump podrá atraer multitudes invocando mediante señales claras la defensa de la civilización blanca; los partidarios del multiculturalismo, por definición, seguirán estando dispersos y serán impredecibles.
Después de las elecciones, ¿cómo van a coexistir estos dos Estados Unidos? A simple vista, difícilmente; nunca se han dirigido tantos insultos de un bando a otro en las redes sociales y en los programas de televisión por cable. Sin embargo, no me parece que la estabilidad de Estados Unidos esté amenazada, porque el Gobierno es solo el gobierno y gobierna poco. Por encima de él, la Constitución, que es vinculante para todos, protege a todas las minorías y, por debajo, está el capitalismo, que produce riqueza y empleo para todos. Por lo tanto, Estados Unidos, como edificio, es cada vez más barroco, pero es sólido. Me recuerda a esas catedrales españolas de Lima y México, sacudidas por terremotos, y que, a pesar del zócalo torcido, siguen intactas. Estados Unidos también está ligeramente ladeado, pero es sólido.
Guy Sorman