Estados Unidos está exportando obesidad

Estados Unidos está exportando obesidad

Mientras la administración del presidente norteamericano, Donald Trump, mantiene una actitud agresiva en las negociaciones comerciales y rescinde sistemáticamente las regulaciones introducidas por el presidente Barack Obama, una víctima probablemente sean los esfuerzos por combatir la epidemia de obesidad global. Sin controles, las tasas de obesidad en rápido crecimiento podrían desacelerar o hasta revertir las enormes mejoras en la salud y expectativa de vida que han beneficiado a gran parte del mundo en las últimas décadas. Y al imponerles su cultura alimenticia a países como México y Canadá, Estados Unidos no hace más que agravar el problema.

Una de las paradojas del capitalismo global moderno es que mientras más de 800 millones de personas en el mundo no tienen suficiente para comer, se calcula que 700 millones de personas (entre ellas 100 millones de niños) son obesas. Por supuesto, los dos grupos no necesariamente están relacionados de manera directa. Una proporción considerable del hambre mundial se produce en países que sufren luchas internas o una seria disfunción gubernamental.

Sin embargo, la epidemia de obesidad tiene un impacto mucho más amplio, y afecta a las economías avanzadas y a la mayoría de los mercados emergentes. Si bien existe cierta conexión entre la obesidad y la pobreza al interior de los países, es notable que las tasas de obesidad en países ricos como Estados Unidos, el Reino Unido y Canadá estén entre las más altas del mundo.

Recientemente, los Centros para el Control de las Enfermedades de Estados Unidos (CDC por su sigla en inglés) calcularon que el 40% de todos los norteamericanos -una cifra sorprendente- son obesos (definidos como aquellas personas que tienen un índice de masa corporal de 30 o superior), entre ellos un 20,6% de los adolescentes (12-19 años). Según los CDC, el peso promedio de una mujer norteamericana hoy es superior al peso promedio de un hombre norteamericano en 1960 (75 kilos).

En 1960, el peso promedio de una mujer norteamericana era de 63,5 kilos, mientras que el peso promedio de un hombre norteamericano hoy es 88,5 kilos. (En el mismo período, la altura promedio de los norteamericanos aumentó sólo 2,5 centímetros). Esta misma dinámica está teniendo lugar en todo el mundo, con tasas de obesidad que se disparan en Europa, América Latina y hasta en China.

Si bien es difícil medir las consecuencias para la salud en el largo plazo, existen muchísimas pruebas de que la obesidad contribuye significativamente a tasas superiores de la diabetes de tipo II, ataques cardíacos y ciertos tipos de cáncer. Los costos de salud son impactantes: se calcula rondan los 200.000 millones de dólares por año solamente en Estados Unidos. Y considerando que las tasas de obesidad infantil en alza a nivel mundial presagian problemas de salud significativamente mayores en la población adulta en el futuro, es probable que los costos aumenten considerablemente.

Las causas de la obesidad son múltiples y complejas. Sin embargo, un creciente cuerpo de evidencia sugiere que una cultura que pondera la comida procesada y estilos de vida normalmente sedentarios es el eje del problema. En los mercados emergentes, una rápida urbanización es otro factor importante, así como el deseo de emular estilos de vida occidentales.

Muchos gobiernos han lanzado iniciativas para mejorar la educación alimenticia. Desafortunadamente, la publicidad de la industria por lo general eclipsa estos esfuerzos, al igual que los propios esfuerzos de los lobistas comerciales de Estados Unidos por imponerle los alimentos procesados y la comida chatarra al resto del mundo.

Resulta difícil ignorar el hecho de que la tasa de obesidad adulta de México se ha disparado desde la adopción en 1993 del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Si bien existen muchas causas, la inversión extranjera directa post-TLCAN en la industria de alimentos procesados y un incremento de la publicidad inciden de manera importante.

El consumo mexicano de bebidas azucaradas prácticamente se triplicó entre 1993 y 2014, y un nuevo impuesto a las bebidas azucaradas sólo mitigó ligeramente la demanda. El otro socio del TLCAN, Canadá, también ha experimentado un incremento de la obesidad, en parte porque las importaciones estadounidenses han llevado a una marcada caída de los precios de la fructosa.

Es lamentable que los reguladores gubernamentales hayan actuado con tanta lentitud a la hora de intentar revertir estas tendencias, por ejemplo, ayudando a educar a la población sobre la ciencia de la alimentación. Y, durante demasiado tiempo, gran parte de la educación oficial anti-obesidad se ha centrado en regular mecánicamente la ingesta de calorías, sin tener en cuenta que los diferentes alimentos tienen efectos drásticamente diferentes en el apetito (como resalta David Ludwig, profesor de la Facultad de Medicina de Harvard, en su excelente libro nuevo Always Hungry).

Los escépticos pueden señalar que los lineamientos sobre nutrición parecen cambiar constantemente, y que los alimentos pecaminosos del año pasado se convierten en los súperalimentos de este año, y viceversa. Aunque esto tiene algo de verdad, la realidad es que la investigación sobre nutrición ha hecho un progreso significativo en las últimas décadas.

El gobierno tiene otras herramientas a su disposición, más allá de la educación, para afectar los hábitos de comida de la gente. Puede y debe poner mayores restricciones a la publicidad dirigida a los niños, como han hecho el Reino Unido, Francia y otros países; la obesidad en los primeros años de vida puede causar problemas para toda la vida. Más allá de esto, Ludwig, Dariush Mozaffarian de la Tufts University y yo hemos propuesto implementar un impuesto a los alimentos procesados, de la misma manera que se grava al tabaco. Los ingresos generados por el impuesto podrían utilizarse para subsidiar alternativas más saludables.

Quizá sea utópico esperar que la administración actual de Estados Unidos considere algún tipo de estrategia anti-obesidad cuando todavía está ocupada desmantelando las políticas de la era Obama. Pero esa es razón suficiente para que los países que ingresen en nuevos acuerdos comerciales con Estados Unidos (por ejemplo, el Reino Unido post-Brexit o el Canadá post-TLCAN) sean cautelosos frente a cualquier cláusula que les ate las manos en la guerra contra la obesidad.

Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. The co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly, his new book, The Curse of Cash, was released in August 2016.

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