El momento transformador inspirado por Barack Obama me recuerda a la noche en la que Felipe González marchó con su partido por las calles del barrio madrileño de Vallecas hasta el estadio del Rayo Vallecano, en vísperas de la primera victoria socialista. De pronto empezó a llegar gente y más gente, asustada pero llena de admiración. Mientras observaba todo desde la puerta de prensa con Juan Cruz, vi a un guardia de tráfico confuso. ¿Sería que había que estar con los socialistas? Entonces hizo un tímido gesto de victoria con los dedos. En un solo instante lleno de electricidad, los traumas del pasado y las esperanzas de futuro se fundieron. España había alcanzado casi el paraíso: había pasado la página.
Un torrente de emoción histórica semejante estalló con la primera victoria de Obama en las primarias de un Estado del Medio Oeste con un 95% de población blanca. La Guerra de Secesión acabó con la esclavitud absoluta, pero, cien años después, John F. Kennedy, Martin Luther King y Bobby Kennedy seguían combatiendo el racismo. En 1961, dos años antes de que asesinaran a Kennedy, mi marido, un joven profesor de Derecho de Yale, fue destinado a la Facultad de Derecho de la Universidad de Tejas, entonces en pleno proceso de modificar sus programas, basados en el anticuado derecho local tejano, y adecuarlos a las leyes federales de Estados Unidos, que, entre otras cosas, preveían que las tropas estatales pudieran intervenir para facilitar la tarea de acabar con la segregación. Durante aquella época brutal, Willie Morris y Ronnie Dugger, redactores de The Texas Observer, corrían peligro cada vez que iban al este del Estado, en el límite con Misisipi, para informar sobre los linchamientos y asesinatos de activistas de los derechos civiles, tanto negros como blancos. El insulto de Hillary a Martin Luther King y todo el movimiento de los derechos civiles, cuando dijo (con intención de humillar a Obama) que tuvo que ser un político de Washington, el presidente Lyndon Johnson, quien hiciera realidad la Ley Electoral de Derechos Civiles de 1964, y no un líder negro como King, marcó el comienzo de la furia desatada de los Clinton, que no soportan que Obama haya cautivado la imaginación de los estadounidenses.
Dispuesta a atacar y a prescindir de la historia, Hillary aseguró haber colaborado con Johnson (es verdad que le conoció en Washington), en un intento de demostrar que su relación con el movimiento de los derechos civiles es más sólida que la de Obama. Pero lo cierto es que, en 1964, hizo campaña contra Johnson y a favor del derechista republicano Barry Goldwater, que se opuso enérgicamente a la Ley Electoral de Derechos Civiles y votó dos veces contra ella.
No está de más subrayar que, aunque las dos campañas de los aspirantes pretenden resaltar sus lazos con la clase obrera, estas prolongadas primarias demócratas son, en realidad, un enfrentamiento entre las facultades de Derecho de Harvard y de Yale, dos centros de élite que han tenido siempre enorme influencia en la creación de líderes en Estados Unidos (los Clinton estudiaron en Yale y los Obama estudiaron en Harvard, como también lo hizo el padre de Obama, de origen keniano). No existen tantas diferencias sustanciales entre los dos candidatos, aparte del hecho de que Obama se opuso desde el primer momento a la guerra de Irak y predijo que acabaría en desastre.
Los Clinton llevan tanto tiempo viviendo en una burbuja artificial de celebridad que han perdido la capacidad de ver que Estados Unidos ha pasado la página. Como dice el brillante intelectual negro Stanley Crouch en su columna del Daily News: "Obama asombró al país y a los expertos cuando empezó a ganar en Estados como Iowa y Idaho y pareció desembarazarse de la soga de la raza que Bill Clinton había tratado de ponerle al cuello en Carolina del Sur. Clinton habló como el viejo boxeador que está convencido de que va a vencer sin problemas al recién llegado pero empieza a recurrir a los golpes bajos (los comentarios racistas de Bill Clinton escandalizaron a los progresistas) cuando se da cuenta de que le espera una pelea dura".
El compinche de Bill Clinton James Carville hizo la tontería de llamar "Judas" al experimentado gobernador Bill Richardson, la máxima figura hispana en la política de Estados Unidos, por ofrecer su respaldo como delegado a Obama después de haber escuchado su histórico discurso sobre las relaciones raciales. Mientras tanto, Hillary amenaza con arrastrar su campaña hasta la convención, con lo que facilitaría una victoria de McCain. Veinte de los principales donantes de Clinton han enviado una carta a la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, en la que amenazan con retirar su dinero a futuras campañas políticas demócratas si Pelosi mantiene su postura de que los superdelegados deben votar en función del voto de los delegados, los Estados ganados y la voluntad de la gente, en vez de recurrir a la extraña fórmula de Clinton de votar por "el candidato mejor preparado para gobernar". En otras palabras, gano yo porque lo digo yo. En cualquier caso, la absurda amenaza se ha vuelto inmediatamente en su contra.
Si Hillary gana limpiamente, cosa que parece difícil según las matemáticas, bien ganado estará. Pero, si se da cuenta de que eso es cada vez más imposible, debería revisar sus opciones sin que influya su marido. La llegada de Hillary a la presidencia es la única manera que tiene Bill de volver a la Casa Blanca, pero no es la única vía política que le queda a ella. Es una excelente senadora y tendría muy fácil llegar a ser líder de la mayoría en el Senado, un puesto de gran poder. Necesita separarse políticamente de él y sus temeridades, porque si sus acciones provocan la ruina del Partido Demócrata en las presidenciales de noviembre, sus correligionarios nunca se lo perdonarán.
Hillary es prudente, es a Bill al que le gusta correr riesgos. El largo informe publicado hace poco por The New York Times sobre las finanzas de la Fundación Clinton, acerca de las cuales ambos se han mostrado reacios a hablar, detalla el viaje de Bill Clinton a Kazajistán con el empresario canadiense Frank Giustra, durante el que tuvieron un famoso banquete con el presidente kazako Nazarbayev, uno de los peores dictadores del mundo. Clinton dio al dictador un espaldarazo que recibió enorme publicidad (Estados Unidos se opone enérgicamente al dictador). Resultado: Giustra firmó su contrato multimillonario de uranio y la Fundación Clinton obtuvo una propina de 130 millones de dólares. El portavoz de Clinton negó que sus representados hubieran recibido en su casa al dictador, pero éste hizo pública una foto en la que aparecían el ex presidente y él en la casa que los Clinton tienen en Chappaqua.
Teniendo en cuenta el problema de credibilidad que padecen, los Clinton no necesitan precisamente fotos que desmientan sus afirmaciones, ni en Chappaqua, ni en Bosnia, donde resulta que Hillary no tuvo que esquivar el fuego de los francotiradores como una Hemingway cualquiera. Bill Clinton, metamorfoseado últimamente en un chico sureño de los de siempre, está proponiendo una campaña que sería como una pelea a puñetazos. Obama ofrece una visión. Yo prefiero la visión.
Barbara Probst Solomon, periodista y escritora estadounidense. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.