
El presidente estadounidense, Donald Trump, no es conocido por respetar la ciencia y la historia. Desde promover tratamientos no probados para el COVID-19 hasta insistir en que cualquier discusión sobre elementos vergonzosos del pasado de Estados Unidos es “divisivo”, prefiere manipularlas con fines políticos. Cuando se pone nostálgico sobre la “grandeza” histórica de Estados Unidos, uno se pregunta si efectivamente toma conciencia de que, por lo general, se está refiriendo a épocas en las que Estados Unidos era un debilucho geopolítico.
La invocación de Trump a la Doctrina Monroe es un buen ejemplo. Cuando el presidente James Monroe afirmó en 1823 que el hemisferio occidental era dominio exclusivo de Estados Unidos, este país estaba lejos de consolidarse como una potencia mundial. Y si bien esta doctrina se ha utilizado desde entonces para justificar la intervención y el imperialismo estadounidenses, la visión original de Monroe se centraba en mantener a raya el colonialismo europeo. Ciertamente, no justificaría la ambición de Trump de afirmar la soberanía estadounidense sobre Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá, incluso cuando su apropiación de esferas de interés geopolítico legitima efectivamente los esfuerzos de otras potencias -Israel y Turquía en Siria, Rusia en Ucrania- por apoderarse de territorio por la fuerza.
Del mismo modo, Trump justifica su adopción de aranceles elevados señalando que fueron una característica de la Edad Dorada, cuando la industrialización acelerada impulsó la prosperidad en Estados Unidos. Pero, de nuevo, se está refiriendo a un período -desde finales de la década de 1870 hasta principios de la de 1900- en el que la influencia global de Estados Unidos era relativamente modesta. Aunque Estados Unidos ya era una potencia económica en ascenso, aún no estaba “en su momento de mayor riqueza” ni mucho menos. El PIB per cápita ajustado por inflación hoy es unas seis veces superior al de la década de 1890, que también fue un período de máxima desigualdad económica.
Asimismo, después de que los aranceles McKinley de 1890 -llamados así por su artífice republicano, el entonces legislador William McKinley- aumentaron los aranceles promedio sobre todas las importaciones del 38% al 49,5%, el partido sufrió una derrota contundente en las elecciones de mitad de mandato de ese año, en uno de los mayores cambios partidistas en la historia de Estados Unidos. Los aranceles también contribuyeron indirectamente a los Pánicos de 1890 y 1893 que, en su momento, constituyeron la peor recesión económica que había experimentado Estados Unidos.
Invocando la época anterior a 1913, cuando se introdujo el impuesto federal sobre la renta, Trump también ha planteado la idea de utilizar los aranceles para financiar todo el presupuesto del gobierno norteamericano. Esto refleja no solo una grave incomprensión del funcionamiento de los aranceles -el secretario de Comercio, Howard Lutnick, dice que equivaldría a “dejar que todos los extranjeros paguen”, aunque los aranceles los pagan los importadores-, sino también un total desprecio por la experiencia histórica y la realidad matemática.
Los ingresos arancelarios no podían cubrir los gastos del gobierno norteamericano a principios del siglo XX, y desde luego no podrían hacerlo hoy, por muchos funcionarios que despidan el multimillonario no electo Elon Musk y su Departamento de Eficiencia Gubernamental, o por muchas agencias que destripen o programas que desfinancien. Al fin y al cabo, las mayores partidas presupuestarias de Estados Unidos son la Seguridad Social (promulgada en 1935) y Medicare (creado en 1965), que los estadounidenses no tienen ningún interés en perder.
Los compromisos de ayuda exterior, las responsabilidades con la OTAN y otros aliados, y las inversiones en investigación científica que la administración Trump deplora suponen una proporción mucho menor del presupuesto público estadounidense. Y lo que es más importante, generan enormes dividendos, en forma de influencia global, estabilidad y prosperidad de Estados Unidos. De hecho, la Pax Americana que reflejó y perpetuó la “grandeza” estadounidense siempre se basó en un sistema de proyección económica, militar y cultural ampliamente beneficioso, pero esencialmente egoísta -precisamente el sistema que Trump está destruyendo ahora.
La administración Trump ha declarado, en la práctica, una temporada de caza contra las instituciones científicas que han hecho de Estados Unidos la principal potencia mundial en innovación. Ha sometido a las universidades de la Ivy League, ha purgado el Departamento de Salud y Servicios Humanos, y ha procedido a recortar la financiación de instituciones de investigación científica de renombre mundial, entre ellas la Fundación Nacional de Ciencia, los Institutos Nacionales de Salud, el Departamento de Energía y la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica. Mientras Estados Unidos recorta la financiación para investigación y desarrollo, China está invirtiendo enormes sumas en ello, tras haber invertido 52.000 millones de dólares en I+D el año pasado -un 10% más que en 2023.
Por otra parte, la administración Trump está desmantelando los programas estadounidenses de ayuda exterior, incluida la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), una de las principales herramientas del poder blando norteamericano. Trump también ha retirado a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud y del acuerdo climático de París, al tiempo que promueve acuerdos bilaterales coercitivos, como su intento de controlar la dotación de minerales críticos de Ucrania.
Estados Unidos parece ansioso por convertir incluso a Europa, su socio más cercano, en un enemigo, lo que podría llevarla a buscar un compromiso más profundo con China. A la luz de sus planes de endeudarse fuertemente para financiar un mayor gasto en defensa, la Unión Europea podría incluso llegar a compartir el deseo de China de destronar al dólar como principal moneda de reserva mundial. Sin embargo, si el dólar cae, será la administración Trump, y no Europa o China, la que lo empuje. Los aranceles de Trump ya están alimentando una crisis de confianza en el billete verde, que se refleja en el aumento de los rendimientos de los bonos del Tesoro de Estados Unidos.
Durante años, los analistas han estado preocupados por la llamada Trampa de Tucídides: cuando una potencia hegemónica (Estados Unidos) le teme a un rival en ascenso (China), la guerra se torna inevitable. Pero Trump ha revolucionado el concepto. Lejos de luchar por mantener el sistema que lidera, Estados Unidos lo está demoliendo. A China no le queda más que cruzarse de brazos y observar.
Shlomo Ben-Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace and the author of Prophets without Honor: The 2000 Camp David Summit and the End of the Two-State Solution (Oxford University Press, 2022).