En 2015, la ciudad de Asjabad, capital de Turkmenistán, fue honrada con un nuevo monumento público: una gigantesca escultura ecuestre bañada en oro en la que se veía al presidente del país. Tal vez parezca un exceso. Los cultos a la personalidad son más bien una norma en los países que terminan con “-istán”: es decir, los países de Asia central que surgieron tras la caída de la Unión Soviética, en general gobernados por hombres fuertes que se rodean de un selecto grupo de ricos compinches capitalistas.
Los estadounidenses solían encontrar divertidas las excentricidades de estos regímenes, con sus dictadores de cuarta. ¿Quién ríe ahora?
Después de todo, estamos a punto de entregarle el poder a un hombre que ha pasado toda su vida tratando de construir un culto a su personalidad; basta recordar que su fundación de “caridad” se gastó una fortuna comprando un retrato de 1,82 metros de su fundador. Mientras tanto, un vistazo a su cuenta de Twitter es prueba suficiente para demostrar que la victoria no ha hecho nada para saciar la sed de gratificación de su ego. Así que podemos esperar una buena dosis de exaltación personal una vez que ocupe la presidencia. No creo que llegue al extremo de esculturas bañadas en oro, pero ¿quién lo sabe realmente?
Y así, a un par de semanas de su asunción, Donald Trump no ha hecho nada sustancial para reducir los conflictos de interés sin precedentes —o, como escribió para la posteridad en Twitter, “unpresidented” (sin presidentes, en español)— generados por su imperio empresarial. Queda muy claro que nunca lo hará: de hecho, ya está sirviéndose de su cargo político para enriquecerse, con algunos de los ejemplos más flagrantes que involucran a gobiernos extranjeros haciendo negocios para los hoteles de Trump.
Esto quiere decir que Trump violará el espíritu, y podría decirse que el texto, de la cláusula de emolumentos de la Constitución de Estados Unidos, que prohíbe regalos o ganancias de líderes extranjeros, en el instante en que recite el juramento presidencial. Pero ¿quién le pedirá cuentas? Algunos republicanos importantes ya están sugiriendo que, en lugar de hacer valer las leyes de ética gubernamental, el congreso simplemente debería cambiarlas para adaptarlas al gran hombre.
La corrupción no se limitaría a la cúpula del poder: la nueva administración parece dispuesta a llevar al centro de nuestro sistema político una autocontratación descarada. Abraham Lincoln pudo haber dirigido a un equipo de rivales; Donald Trump parece estar reuniendo a un equipo de compinches, al elegir multimillonarios con conflictos de interés evidentes y profundos en varios puestos clave de su gabinete.
En resumen, Estados Unidos se está convirtiendo rápidamente en uno de esos países con el sufijo “-istán”.
Sé que muchas personas todavía están tratando de convencerse de que la siguiente administración gobernará normalmente, a pesar de los evidentes instintos antidemocráticos del nuevo comandante en jefe y la cuestionable legitimidad del proceso que lo llevó al poder. A algunos defensores de Trump incluso les ha dado por declarar que no debemos preocuparnos por la corrupción en la camarilla que gobernará al país, porque los ricos no necesitan más dinero. ¡¿En serio?!
Seamos realistas. Todo lo que sabemos sugiere que estamos entrando a una era de corrupción épica y menosprecio por el Estado de derecho, que no conoce límites.
¿Cómo pudo pasar esto en una nación que desde hace tiempo se precia de servir de modelo para las democracias? En sentido estricto, Trump llegó al poder gracias a la evidente intervención del FBI en la elección, a la subversión de Rusia y a los medios de comunicación laxos, que atentamente exaltaron escándalos falsos mientras escondían los reales en sus últimas páginas.
Esta debacle no surgió de la nada. Hemos estado en la vía del “istandismo” desde hace tiempo: un Partido Republicano cada vez más radical, dispuesto a todo para hacerse del poder y mantenerlo, que comenzó a debilitar nuestra cultura desde hace décadas.
La gente tiende a olvidar qué tanto del repertorio de 2016 ya se había usado en años anteriores. Recordemos: el gobierno de Clinton fue asediado por constantes acusaciones de corrupción, diligentemente publicitadas por los medios como las noticias principales; ninguno de esos supuestos escándalos acabó por confirmar un delito real. No es casualidad que James Comey, el director del FBI cuya intervención sin duda sesgó la elección, haya trabajado antes para el comité Whitewater que pasó siete años investigando obsesivamente un acuerdo fracasado sobre propiedades.
La gente también tiende a olvidar lo realmente mala que fue la administración de George W. Bush y no solo porque llevó a la guerra a Estados Unidos con engaños. Sino porque además hubo un recrudecimiento del clientelismo, ya que gente de dudosas aptitudes, pero con vínculos políticos o empresariales cercanos a funcionarios de alto rango, acabó ocupando cargos importantes. De hecho, Estados Unidos se salió con la suya con la ocupación de Irak en parte gracias a la especulación de negocios vinculados con la política.
La única pregunta ahora es si la podredumbre está tan profundamente arraigada que nada puede evitar la transformación de Estados Unidos en Trumpistán. Una cosa es segura: es tonto y destructivo ignorar el riesgo incómodo y simplemente asumir que todo va a estar bien… porque no lo estará.
Paul Krugman es un economista estadounidense, profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton, profesor centenario en Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres y académico distinguido de la unidad de estudios de ingresos Luxembourg en el Centro de Graduados de CUNY.