Estados Unidos: ¿un Estado fallido?

Estados Unidos: ¿un Estado fallido?

Mientras escribo esto, es muy probable que Joe Biden gane la presidencia. Y es evidente que recibió millones de votos más que su opositor. Puede y debería declarar que se le ha conferido un fuerte mandato para gobernar el país.

Sin embargo, hay verdaderas interrogantes sobre si, en efecto, podrá gobernar. En este momento, existe la posibilidad de que el Senado, que en general es poco representativo del pueblo estadounidense, permanezca en manos de un partido extremista que saboteará a Biden de todas las maneras posibles.

Antes de empezar con los problemas que esta confrontación puede ocasionar, hablemos sobre cuán poco representativo es el Senado de Estados Unidos.

Por supuesto que hay dos senadores por estado, lo que significa que los 579.000 residentes de Wyoming tienen tanto peso como los 39 millones de residentes de California. Los estados con mayor peso tienden a ser mucho menos urbanizados que la nación en general. Y dado el crecimiento de la división política entre las áreas metropolitanas y las rurales, esto le da al Senado una fuerte inclinación a la derecha.

Un análisis del sitio web FiveThirtyEight.com reveló que el Senado en realidad representa a un electorado casi 7 puntos porcentuales más republicano que el elector promedio. Los casos como el de la senadora republicana Susan Collins, quien representa a Maine, un estado demócrata, son excepciones; la inclinación subyacente hacia la derecha del Senado es la razón principal por la que es probable que el Partido Republicano conserve el control a pesar de una importante victoria demócrata en el voto popular presidencial.

Pero tal vez se pregunten por qué el control dividido del gobierno es un problema tan grande. Después de todo, los republicanos controlaron una o ambas cámaras del Congreso durante tres cuartas partes de la presidencia de Barack Obama y sobrevivimos, ¿no?

Sí, pero…

De hecho, la obstrucción del Partido Republicano causó mucho daño incluso durante los años de Obama. Los republicanos usaron tácticas despiadadas, que incluyeron amenazas de incurrir en el impago de la deuda interna, para forzar la retirada prematura del apoyo presupuestario, lo que disminuyó la velocidad de la recuperación económica. He calculado que sin este sabotaje de facto la tasa de desempleo en 2014 podría haber sido alrededor de 2 puntos porcentuales más baja de lo que acabó siendo.

Y la necesidad de un gasto mayor es aún más marcada ahora que en 2011, cuando los republicanos tomaron el control de la Cámara de Representantes.

De manera más inmediata, el coronavirus se está descontrolando, con nuevos casos que superan las 100.000 infecciones diarias y que están aumentando con rapidez. Este va a ser un duro golpe para la economía aun si los gobiernos estatales y locales no vuelven a imponer medidas de confinamiento.

Necesitamos desesperadamente una nueva ronda de gasto federal en atención médica, ayuda para los desempleados y las empresas, y apoyo para los gobiernos estatales y locales con problemas. Cálculos razonables sugieren que deberíamos gastar 200.000 millones de dólares o más cada mes hasta que alguna vacuna ponga fin a la pandemia. Me sorprendería que un Senado todavía controlado por Mitch McConnell estuviera de acuerdo con hacer algo así.

Incluso después de que termine la pandemia, es probable que nos enfrentemos a una debilidad económica persistente y a una necesidad desesperada de mayor inversión pública. Sin embargo, McConnell bloqueó en la práctica el gasto en infraestructura aun con Donald Trump en la Casa Blanca. ¿Por qué se volvería más condescendiente con Biden en el cargo?

Ahora bien, el gasto no es la única ruta tratándose de políticas públicas. Por lo general, hay muchas cosas que un presidente puede lograr para bien (Obama) o para mal (Trump) a través de las acciones ejecutivas. De hecho, durante el verano un grupo de trabajo demócrata identificó cientos de cosas que un presidente Biden podría hacer sin la intervención del Congreso.

Pero aquí es donde me preocupa el papel que puede desempeñar una Corte Suprema fuertemente partidista y moldeada por el comportamiento de McConnell, quien no muestra reparo alguno a la hora de romper las reglas, como lo hizo en el caso de la confirmación apresurada de Amy Coney Barrett justo días antes de la elección.

Seis de los nueve jueces fueron elegidos por un partido que ha ganado el voto popular solo una vez en las últimas ocho elecciones. Y creo que hay una posibilidad importante de que esta corte se comporte como la Corte Suprema en los años treinta, que no dejó de bloquear los programas del Nuevo Acuerdo sino hasta que el presidente Franklin Delano Roosevelt amenazó con añadir escaños, algo que Biden no podría hacer con un Senado controlado por los republicanos.

Así que estamos en un serio problema. La derrota de Trump significaría que, por el momento, habríamos evitado caer en el autoritarismo; y sí, los riesgos son así de enormes, no solo por quién es Trump, sino también porque el Partido Republicano moderno es así de extremista y antidemocrático. No obstante, gracias a nuestro sesgado sistema electoral, el partido de Trump está todavía en posición de limitar y quizá paralizar la capacidad del próximo presidente para lidiar con los enormes problemas epidemiológicos, económicos y ambientales que enfrentamos.

Pongámoslo de esta manera: si estuviéramos ante un país extranjero con el nivel de disfunción política de Estados Unidos, tal vez consideraríamos que está al borde de convertirse en un Estado fallido, es decir, un Estado cuyo gobierno ya no es capaz de ejercer un control efectivo.

Las elecciones de segunda vuelta en Georgia podrían dar a los demócratas el control del Senado; si eso no se logra, Biden podría encontrar algunos republicanos razonables dispuestos a sacarnos del abismo. Pero a pesar de la aparente victoria del candidato demócrata, la república sigue estando en gran peligro.

Paul Krugman se unió a The New York Times como columnista de Opinión en 2000. Es profesor distinguido de la Universidad de la Ciudad de Nueva York y en 2008 fue galardonado con el Premio Nobel de Ciencias Económicas por sus trabajos sobre el comercio internacional y geografía económica.

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