Estados Unidos y África

EL advenimiento de Barack Obama a la Casa Blanca en 2009 suscitó entusiasmo generalizado en su país y en el mundo, desbordado en euforia en África. Considerado hijo del continente, vástago de un emigrante keniano que culminó hazañas imposibles, su escalada hasta la cima del poder universal simbolizaba el tesón y las aspiraciones de una raza humillada y oprimida durante siglos; concitaba esperanzas y anhelos de 1.100 millones de personas despojadas de dignidad, haciendo realidad su quimera: «Sí, se puede».

Por sus genes paternos, sus «parientes» africanos inferían que gozarían de especial prioridad al aplicar el programa regeneracionista que encarnaba: la solidaridad es virtud esencial en las culturas de clan. Comprensible desde el sentir de sociedades ávidas de mesías que aminoren sufrimientos eternos, aplacando profundas frustraciones de lóbregas existencias, interpretación tan candorosa de ese cambio histórico soslayaba realidades determinantes. Ciudadano estadounidense, Obama fue elegido para realizar los sueños de sus compatriotas, en los que ni asoman las lejanísimas miserias africanas; la dificultad, incluso para el presidente de Estados Unidos, de alterar un sistema económico y político internacional en el cual África ocupa lugares marginales; por último, las recelosas autocracias instaladas en las capitales africanas solo de boquilla felicitaron al poderoso «hermano» de Washington, mientras en sus almas cundía el pánico por la magnitud de la tragedia vislumbrada tras los nuevos aires procedentes del Potomac.

Estados Unidos y ÁfricaPremoniciones confirmadas: seis meses después de acceder al cargo, Obama pronunciaba un importante discurso ante el Parlamento de Accra (Ghana), raro país africano que transformó con éxito sus estructuras políticas, transitando sin convulsiones desde añosas tiranías a un régimen de libertades creíble; en apenas dos décadas, la democracia ghanesa redujo la pobreza a la mitad. Por ello, el presidente norteamericano transmitió desde allí sus mensajes, nítidos: «Llevará tiempo y esfuerzo, habrá sufrimiento y contratiempos, pero os prometo una cosa: Estados Unidos estará con vosotros». Proclamó a África aliado esencial «para forjar el futuro que queremos para nuestros hijos». Subrayó la «responsabilidad compartida» como «sencilla premisa»: su porvenir depende de los propios africanos, cuyos esfuerzos por alcanzar libertad y desarrollo serían apoyados por su Gobierno; el modelo debía ser Ghana, pues «muestra una cara de África a menudo ignorada por un mundo que solo ve tragedias o necesidad de caridad». Reafirmó sus orígenes: «Llevo sangre africana en mis venas; la historia de mi propia familia refleja las tragedias y los triunfos del pasado de África», mostrándose comprensivo ante el «incumplimiento de la mayoría de las promesas hechas por los colonos tras las independencias».

Días antes, Obama había sentado su doctrina en la Universidad de El Cairo. Estímulo, desde ciertos enfoques, de la «primavera árabe», se consideran sus efectos, contraproducentes según otros, rémora para las ansias democráticas negroafricanas. Si desde 2011 surgieron intentos de emular cuanto sucedía al norte del Sahara, las dictaduras tomaron nota: incrementaron la represión, restringieron señales de telefonía móvil y accesos a redes sociales; en Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang prohibió la difusión de toda noticia sobre Túnez, Libia y Egipto, y lideró, sin éxito, el débil apoyo africano a Muamar Gadafi y Hosni Mubarak. Algunas cancillerías occidentales aconsejaron prudencia, primando, de nuevo, la «estabilidad» representada por las tiranías sobre el cambio deseado por los ciudadanos. Se esperaba que la Administración Obama resituara su papel en África, equilibrando seguridad, libertad y desarrollo; pero continuó priorizando seguridad y comercio sobre el buen gobierno y los derechos humanos.

Se perciben nuevos enfoques. En agosto pasado, la Casa Blanca convocó a los mandatarios africanos. No a todos: vetó a Robert Mugabe (Zimbabue), Isaias Afewerki (Eritrea) y Omar alBashir (Sudán), tres déspotas conspicuos. Pese a ello, los titulares –como el del influyente «Foreing Policy»– fueron inequívocos: «La fila de asesinos en Washington». Los analistas recogen los planteamientos del secretario de Estado, John Kerry, exigiendo «coraje» a sus huéspedes para revertir el nefasto historial de violaciones de derechos fundamentales y su longevidad en el poder. No pocos se acercan o superan tres décadas de férreo mandato, como Teodoro Obiang (Guinea Ecuatorial), José Eduardo dos Santos (Angola), Yoweri Museveni (Uganda) o Paul Biya (Camerún). Resonaron las palabras de Obama en Accra: «África necesita instituciones fuertes, no hombres fuertes». Al regresar compungidos a sus feudos, alguno anunció cambios inminentes. El 28 de agosto, Obiang ofrecía «diálogo nacional» a su oposición exiliada, erigiéndose a sí mismo en «árbitro y moderador»; recibido con sumo recelo, pronto se calibrarán la sinceridad y el alcance de tan inusitado requerimiento. stados Unidos imita así a Francia y China, los países con mayores intereses en el continente, que reúnen con regularidad a los dirigentes africanos. Preocupa en Washington su pérdida de influencia en la región: su comercio –centrado en petróleo y minerales– decayó un 86% desde 2007, entre otros factores por la competencia asiática, que en la última década desbancó a la Unión Europea. Las dictaduras africanas prefieren socios nada escrupulosos en cuestiones morales, como los derechos humanos. En 2013, China incrementó sus intercambios un 5,1%, India el 8,3% y Brasil un 7,8%, mientras retrocedían Estados Unidos (-12,5%) y Francia (-2,8%). Norteamérica desea ejercer mayor protagonismo, diversificar su comercio y ampliar espacios de inversión, reducidos hoy a Nigeria, Sudáfrica, Guinea Ecuatorial, Angola, Egipto y Argelia. Según el Banco Mundial, África crece a mayor ritmo que otras zonas (5,8% en 2014), aunque persisten las desigualdades. Reducir la pobreza requiere saneamiento económico, cuyo núcleo es la lucha contra la corrupción, que priva al continente de 1,3 billones de dólares desde 1970 (informes del Banco Africano de Desarrollo). African Progress Panel, organismo dirigido por Kofi Anan, ex secretario general de Naciones Unidas, revela que los africanos pierden, al menos, 63.000 millones de dólares anuales por evasión de impuestos, contratos mineros secretos y transacciones financieras opacas.

Obama pretende reducir el asistencialismo, sustituido por paz, seguridad y desarrollo económico. Reforzando la resolución de conflictos por los propios africanos y fortaleciendo los esfuerzos de contención del terrorismo islamista, tal conjunto de medidas convertiría a África en «el próximo continente de mayor éxito económico del mundo».

Donato Ndongo-Bidyogo, escritor.

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