Estados Unidos y Europa ante una negociación difícil

Casi dos décadas después de propuesta la idea, la semana pasada Estados Unidos y la Unión Europea acordaron comenzar a negociar un Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (ATCI), cuyo lanzamiento (previsto para inicios de 2015) se presentó como un muy necesario “estímulo sin déficit” que ayudará a aumentar un 0,5% anual el PIB conjunto y mejorar el nivel de empleo a ambos lados del Atlántico.

Si bien el objetivo de ambas partes es eliminar todos los aranceles que aún rigen sobre el comercio bilateral, lo que les urge especialmente es reducir la maraña de barreras no arancelarias (formada sobre todo por normas y regulaciones técnicas y sanitarias contrapuestas) que han trabado el desarrollo de la relación económica bilateral. Un refuerzo de la cooperación entre Estados Unidos y la Unión Europea en temas regulatorios también puede ayudarlos a confrontar lo que en opinión del empresariado es una competencia cada vez más desleal por parte de China, tanto en el frente interno como fuera de él.

Pero, ¿estará el ATCI a la altura de las expectativas? Hay un dato elocuente, y es que el Grupo de Trabajo de Alto Nivel de la Unión Europea y Estados Unidos para el Crecimiento y el Empleo, encargado de la tarea de identificar las políticas y medidas que deberían definir las negociaciones, recomendó proceder con más cautela.

De hecho, el informe final del grupo, publicado en la primera quincena de este mes, señala que el acuerdo “debería prever la posibilidad de introducir cambios a lo largo del tiempo” con el objetivo de avanzar “progresivamente hacia un mercado transatlántico más integrado”. En concreto, el grupo recomendó establecer “un mecanismo continuo para mejorar el diálogo y la cooperación” en asuntos regulatorios y en lo referido a las barreras no arancelarias, así como un “marco para la identificación de oportunidades de (…) futura cooperación en materia regulatoria”.

La cautela se justifica, porque algunos principios regulatorios básicos seguidos por una u otra de las partes son completamente diferentes e incluso incompatibles. Por ejemplo, la UE adhiere desde hace mucho tiempo al “principio de precaución”, que impide la entrada al mercado europeo de productos potencialmente dañinos para la salud humana, aún cuando la evidencia científica todavía no sea concluyente.

Este principio sustenta el rechazo de la Unión Europea a importar alimentos genéticamente modificados (GM) desde Estados Unidos, donde se los consume en abundancia. Pero importantes congresistas estadounidenses insisten en que el acuerdo no será exitoso si no incluye la apertura del mercado de la Unión Europea a todos los productos agrícolas de Estados Unidos.

Otra área en la que puede haber desacuerdo se debe a un conflicto de ideas en lo concerniente con la privacidad personal, que puede dificultar la apertura del mercado digital (meta en la que ambas partes coinciden). Durante las últimas semanas, se acusó a importantes empresas tecnológicas de Estados Unidos (entre ellas Google y Facebook) de presionar agresivamente al Parlamento Europeo para que suspenda sus planes de reforzar las normas de protección de la privacidad en la Unión Europea.

Un tercer problema se origina en el profundo escepticismo de Europa hacia los mercados financieros. El día después de que el presidente estadounidense, Barack Obama, anunciara el inicio de las negociaciones para el ATCI, la Comisión Europea publicó su plan para un impuesto a las transacciones financieras en la eurozona, que aumentaría los costos de los bancos estadounidenses que operan en mercados de la Unión Europea.

A veces, las barreras transatlánticas contra el comercio y las inversiones ocultan conflictos de intereses y actitudes profundamente enraizadas; por ejemplo, en temas como la protección francesa del preciado sector audiovisual del país y la intención estadounidense de impedir la entrada de Europa a su icónica industria aerocomercial.

Los negociadores también tendrán que superar importantes obstáculos estructurales. Así como la Comisión Europea deberá luchar para obtener de los 27 estados miembros un claro mandato de negociación, Estados Unidos también enfrenta sus propios problemas internos de coordinación.

El éxito de los países europeos en la creación del mercado común en 1992 no se logró armonizando todas las normas y regulaciones de los diferentes países, sino acordando su reconocimiento mutuo. Es decir, cuando un estado miembro de la UE aprueba la comercialización de determinado producto, otros países también lo consideran suficientemente seguro para la venta. Tal vez una política similar de “reconocimiento mutuo” sea la clave del éxito de las negociaciones comerciales entre Estados Unidos y la Unión Europea, pero solo si ambas partes superan los sesgos incorporados en sus sistemas regulatorios y políticos.

Estas barreras son claramente apreciables en Estados Unidos, donde el marco jurídico dentro del cual operan las agencias regulatorias federales (por ejemplo, la Agencia de Protección Ambiental y la Administración de Alimentos y Medicamentos) depende del Congreso. Por eso, no basta que la administración estadounidense y sus agencias federales acepten la equivalencia entre una norma de seguridad establecida y probada en Frankfurt o en Atenas y su contrapartida estadounidense, sino que también deben hacerlo las comisiones legislativas. Por su parte, la UE debería reconsiderar, por ejemplo, su política respecto de los alimentos GM.

Para superar las discrepancias entre países que dificultaban el establecimiento de un mercado común, la UE instituyó un proceso de votación legalmente vinculante que permitía tomar ciertas decisiones regulatorias por mayoría calificada contra la oposición de algunos estados miembros. Pero los atascos que trabarán inevitablemente las negociaciones transatlánticas en este tema no se podrán resolver del mismo modo.

A la vista de semejantes obstáculos, no es extraño que el grupo de trabajo de alto nivel haya preferido bajarle el tono a las negociaciones del ATCI. Pero esto no quiere decir que el acuerdo de cooperación sea inútil.

Si bien en término medio los aranceles transatlánticos oscilan solamente entre el 3 y el 5 por ciento (con cifras más altas para ciertos productos problemáticos), la eliminación de aranceles puede tener un importante efecto, ya que el comercio bilateral total asciende a 650.000 millones de dólares al año. Simplificar los procedimientos aduaneros y abrir los mercados de adquisición de bienes y servicios para el sector público también resultará beneficioso. Y a la larga, establecer un mecanismo formal para consultas transatlánticas en temas regulatorios dará sus frutos, de a un sector por vez.

Tal vez el ATCI que se firme en 2015 no sea el acuerdo revolucionario e integral que muchos observadores esperan, pero aún así será un paso fundamental hacia un mercado transatlántico más integrado.

Robin Niblett is Director of Chatham House. Traducción: Esteban Flamini.

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