Estados Unidos y la UE

Por Borja Bergareche, abogado (EL PAÍS, 11/11/05):

En mi anterior artículo (25-10-2005) defendí la conveniencia de mirar hacia otras experiencias de gestión de la diversidad dentro de la unidad. Del caso canadiense extraía cuatro principios o lecciones federales que pueden ser útiles en el momento actual: el principio de "no aplicabilidad del derecho de autodeterminación"; el principio de "aversión al unilateralismo"; la idea de la existencia de derechos y deberes para todas las partes, y el principio derivado de "lealtad" en ambas direcciones; y finalmente, el principio de "negociación permanente" de las relaciones entre el centro y la periferia, dentro del cauce tranquilo establecido por la cultura federal.

La utilización del término "federal" requiere siempre anotaciones al margen, al tratarse de un lenguaje extraño en el proceso de configuración del Estado en España. En este caso, la referencia al federalismo no implica un cuestionamiento del Estado de las Autonomías ni menosprecia las virtualidades del modelo definido por la Constitución de 1978; ni siquiera encierra necesariamente el deseo de que el proceso abierto por el proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña desemboque en un nuevo modelo de Estado de tipo federal.

El lenguaje federal nos sirve simplemente por su connotación de proceso racional y consensuado de relaciones entre Estado y entes sub-estatales. Así, las lecciones federales que podemos extraer de otros países tienen que ver con el deseo de que cristalice en España una cultura política de relaciones entre el Estado y sus partes integrantes inspirada en los principios de los Estados federales más viables y exitosos, como es el caso de Canadá.

Esta cultura política de tipo federal se alimenta de momentos fundacionales, pero necesita consolidarse de alguna manera con el paso del tiempo. Por ello, es necesario tomar en consideración ahora esta perspectiva temporal, mirando más allá del big bang político y simbólico que suponen momentos como 1978 para España, o como el actual para Cataluña. Las experiencias del federalismo estadounidense y la construcción europea ofrecen dos enfoques diferentes.

El ejemplo de Estados Unidos recuerda la importancia de los mitos fundacionales y del poder simbólico de las instituciones centrales. El bautizo simbólico de este país tuvo lugar en 1630, cuando el puritano John Winthrop aseguró con radiante optimismo a sus seguidores que "seremos como una ciudad sobre la colina, con los ojos de todos los pueblos sobre ella". Winthrop inauguró así el tono idealista que impregna los mitos fundadores de la nación estadounidense: el mito de la frontera, el mito del multiculturalismo, el mito de la tierra de las oportunidades, su misión liberadora etc.

Desde sus orígenes, la vida política del país transcurre por el cauce que marca este poderoso universo de referencias simbólicas, que todos comprenden y respetan por encima de sus diferencias. Por su parte, son las instituciones centrales, como el presidente y el Tribunal Supremo quienes encarnan este poder simbólico en torno al cual juran bandera casi 300 millones de estadounidenses. Sobre esta sólida base perdura un sistema político de casi 220 años basado en el poder de los Estados y de los individuos frente al Gobierno federal: un lenguaje simbólico unificador, cargado de confianza en el futuro, y unas instituciones centrales que, investidas de una asombrosa aura de respetabilidad, garantizan un intrincado juego de equilibrios políticos entre poderes y entre estados e instituciones federales.

En el caso europeo, el insoportable peso de la historia exige otro tipo de soluciones. El caso de la Unión Europea es el de la desmitificación de la soberanía. A pesar de que la soberanía es una cuestión que tiende fácilmente al dramatismo, el reparto de competencias en la UE ha discurrido por lo general por los más prosaicos caminos del pragmatismo y la técnica legislativa, a la luz del llamado principio de subsidiariedad (según el cual debe ser competente el nivel político más cercano al ciudadano que razonablemente sea capaz de asumir dicha competencia).

A medida que los Estados miembros han visto que la inmigración, por ejemplo, era cada vez más cosa de todos, han ido dotando a la Unión de mayores competencias en la materia. A la inversa, cuando la Unión ha comprendido que era mejor devolver a los Estados algunos de los poderes de la Comisión Europea en materia de defensa de la competencia, nadie se ha rasgado las vestiduras por volver a descentralizar una materia previamente comunitarizada. El caso europeo muestra que es posible sustituir la carga simbólica e ideológica del choque de soberanías por una lógica pragmática de reparto de competencias a la luz de principios básicos de racionalidad política.

España llega demasiado tarde para crear mitos fundacionales compartidos, después de siglos turbulentos de vida en común. Pero sí puede aprovechar del caso norteamericano, salvando las distancias, la importancia y delicadeza del papel simbólico que desempeñan instituciones como la Presidencia del Gobierno y el Tribunal Supremo o el Constitucional. Y sobre todo, puede adoptar de la UE el pragmatismo y la des-dramatización de lo referido a la soberanía y al reparto de competencias. De esta manera, aprendiendo del lenguaje que nos proporcionan otras experiencias de tipo federal, quizás podamos dar por fin con las palabras que nos ayuden a abarcar España.

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