Hay algunas décadas en que solo ocurre el equivalente a un año de cambios, y años en que ocurre el equivalente a una década. Los últimos tres años -marcados por la pandemia de COVID-19, la invasión de Rusia a Ucrania y la explosión del coste de la vida, todo con un aumento de las tensiones geopolíticas como telón de fondo- ciertamente se sienten así. Son años parecidos a la crisis del petróleo de principios de la década de 1970, tras los cuales fueron necesarios cerca de dos décadas para que volviera la estabilidad. ¿Podemos esta vez escribir una narrativa más rápida del progreso?
Antes ha habido series de años con acontecimientos importantes. Las tres más destacadas son los que rodearon el término de la Segunda Guerra Mundial (1944.46), la crisis del petróleo de 1971-73 y la disolución del imperio soviético (1989-92). Como un terremoto, cada una cambió el paisaje global con la repentina liberación de potentes fuerzas subyacentes que se habían estado acumulando alrededor de una falla sísmica. Cada una cambió las reglas por las que se regían aspectos clave de nuestro mundo, abriendo las puertas a una nueva era. Sin embargo, a pesar de todo, el progreso ha continuado.
Entonces, ¿estamos en la antesala de una nueva era? Para responder esa pregunta, un nuevo estudio del McKinsey Global Institute considera cinco dimensiones del mundo actual: el orden global (las instituciones, marcos de trabajo y las normas que dan forma a los asuntos internacionales); la tecnología (las plataformas y ciencias aplicadas que hacen posibles el desarrollo y la innovación); la demografía (tendencias y características socioeconómicas importantes de las poblaciones); recursos y energía (los sistemas de transporte y conversión de energía y materiales para su uso); y la capitalización (los factores que impulsan la oferta y la demanda globales, y las trayectorias generales de la finanzas y la riqueza).
Todas estas dimensiones se ven en su contexto histórico. Tras la sacudida que representó la Segunda Guerra Mundial vino un auge económico que duró hasta 1971, en términos generales. Se crearon las instituciones de las Naciones Unidas y el Acuerdo de Bretton Woods, y el dólar estadounidense se convirtió en la moneda de respaldo global de facto, vinculada al oro. Las economías y sociedades pasaron de una movilización bélica a una reconstrucción en tiempos de paz. En la Conferencia de Potsdam de 1945, Estados Unidos puso fin oficialmente a sus políticas aislacionistas y asumió su papel hegemónico. José Stalin negoció la división de Europa y se abocó a la carrera por desarrollar las capacidades nucleares de la Unión Soviética. Así, se establecieron los cimientos para la primera era, el Auge de Posguerra.
Después vino lo que llamamos la Era de la Contención, que existió entre 1971 y 1989. La costosa y compleja guerra de Vietnam dividió a EE.UU. y mostró los límites de su poderío. En 1971, el Presidente estadounidense Richard Nixon suspendió repentinamente la convertibilidad del dólar en oro, y comenzó la era del dinero fiduciario. En 1973, una crisis petrolera -causada por miembros de la OPEC que buscaban apalancar sus activos- contribuyó a profundas recesiones y a 15 años de aumento de los costes de la energía. El dinamismo se desplazó al Oriente: el PIB de Japón superó al de Alemania. Nixon visitó China, poniendo fin a 25 años de congelamiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países.
Entonces, a partir de fines de la década de 1980, nuevamente las tensiones subyacentes desataron otra conmoción mundial, dando pie a la Era de los Mercados. Cayó el Muro de Berlín, la Unión Soviética colapsó y cambiaron los naipes en la baraja geopolítica de Europa. Surgieron numerosos movimientos prodemocracia en Europa, Asia y África. El Tratado de Maastricht se firmó en 1992, en un gran salto hacia la integración política y económica europea. China, tras algunos años de progreso vacilante, reafirmó plenamente su compromiso con sus reformas de mercado con la Gira del Sur de Deng Xiaoping en 1992. Mientras tanto, Estados Unidos mostraba su poderío militar en la Guerra del Golfo.
También en 1989 nació la World Wide Web, creando el entramado para una revolución digital. China e India se unieron a la economía global, con lo que se generó la mayor reducción de la pobreza de una sola vez que haya vivido nunca la humanidad.
Eso nos trae a nuestra propia era, caracterizada por un notable progreso en los ámbitos de la salud, la riqueza, la educación y la profundización de la interconexión global. En general, hoy las personas están mucho mejor que antes en términos materiales. Hace tres décadas, cerca de un 35% de la población mundial vivía en la pobreza extrema; hoy esa proporción ha bajado a menos del 9%. El efecto acumulado ha sido impresionante y las normas que lo rigen, bastante estables… al menos hasta hoy.
Todavía no sabemos lo que surgirá después de esta nueva turbulencia. Aunque podemos discernir ciertos rumbos, en cada uno de los cinco ámbitos quedan complejas interrogantes por responder. En términos del orden global, parece haber una tendencia hacia la multipolaridad, pero aún no sabemos cómo se verá eso en la práctica. ¿Seguirá siendo global la economía, y podremos encontrar nuevos mecanismos viables de cooperación no económica? ¿Podrían años de relativa moderación en la política internacional dar paso a una mayor polarización?
Con respecto a la tecnología, si bien los factores clave que impulsan la digitalización y la conectividad parecen estar acercándose a la saturación, una nueva serie de tecnologías, entre ellas la inteligencia artificial y la biotecnología, pueden abrir otra oleada de innovación. ¿Qué efectos podría tener esto sobre el trabajo y el orden social, y cómo interactuarán la tecnología, las instituciones y la geopolítica?
En cuanto a los temas demográficos, un mundo joven se está convirtiendo en uno urbano y más maduro, en que las enfermedades no transmisibles son la principal preocupación sanitaria. Más aún, es posible que la desigualdad al interior de los países afecte crecientemente el tejido social. ¿Envejeceremos “dignamente” o el capital y las instituciones no serán capaces de dar una respuesta adecuada a la inequidad?
En cuanto a los recursos y la energía, hay un fuerte deseo de cambiar la inversión hacia fuentes con menores emisiones de carbono, pero la inversión total en las distintas formas de energía parece tener dificultades para seguir el ritmo de las necesidades. ¿Puede el planeta encontrar un camino asequible, resiliente y factible para lograr la estabilidad climática? ¿Qué dinámicas se establecerán entre los actores que poseen recursos cruciales y aquellos que no lo tienen?
Por último, los índices de crecimiento económico parecen estarse normalizando, y el aumento del apalancamiento y el crédito puede desembocar en tensiones en los balances contables. El siglo de la OCDE seguirá dando paso al siglo asiático.
Si efectivamente estamos en los momentos tempranos de un cambio sísmico -como parece probable-, los líderes deben prepararse para la posibilidad de una nueva era y posicionarse para darle forma. Puede que la situación actual invite al pesimismo. Y, sin embargo, en todos los avances y retrocesos anteriores el mundo ha seguido progresando. Nuestros tiempos exigen acción, pero la historia nos ofrece grandes esperanzas.
Chris Bradley is a director of the McKinsey Global Institute and a senior partner at McKinsey & Company in Sydney. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.